4
Miraba hacia abajo, como desde una inmensa altura, y contemplaba una interminable llanura nevada. Prácticamente carecía de objetos distintivos, pero estaba iluminada por un sol oblicuo de manera que los pocos objetos que en ella se veían proyectaban largas sombras hacia el este, y las sombras eran más definidas y visibles que los propios objetos. La noche cayó veloz desde el norte devorando las sombras y transformando la llanura en una oscuridad informe iluminada exclusivamente por el recuerdo de la luz.
— Cierra los ojos, doctor Pille. -Decía la voz de una mujer-. Por lo que yo veo. -Una voz andrógina, seguida de pasos amortiguados que no se oían ni mucho ni poco.
Volvió a amanecer, y deprisa.
— ¿Está despierto?-Eso creo -respondió.
Sobre él se inclinó una mujer de mediana edad tocada con un gorro blanco; la llanura nevada retrocedió hasta convertirse en un techo.
— Vaya chichón más grande se ha hecho.
— ¿Qué pasó? -Notaba un sordo palpitar en la nuca.-Se cayó usted en la calle.
— Y soñé algo de lo más raro -le dijo-. Lar a era una muñequita y se la enseñaba a un viejo chino. ¿Puede darme algo para el dolor de cabeza?
La mujer asintió quitándole el corcho a una botella marrón.
— Tenga. Huela esto.
Olía como la primavera cuando el verdor reciente lucha con la nieve que se derrite y el aire está perfumado de lluvia. El palpitar disminuyó hasta casi desaparecer.
— ¿Qué es eso? -le preguntó a la mujer.
— Aspenina. Es posible que la nariz no le funcione bien durante un rato. -Se puso de pie -. ¿Todo en orden ahora? Al asentir volvió a notar el fantasma de un palpitar.
— ¿Cuándo podré salir de aquí?
— Quizá mañana. El doctor Pille volverá a verlo y puede que le dé el alta. Aunque tal vez quiera mantenerlo aquí unos días más. Si me necesita, llame al timbre.
La mujer se marchó antes de que pudiera formularle otra pregunta. Al incorporarse notó que le dolía todo el cuerpo. La habitación era pequeña, con el espacio justo para la estrecha cama de hospital, una silla enana de esmalte blanco, una mesita de noche de esmalte blanco y una taquilla blanca. Las paredes también eran blancas y el suelo era de baldosas blancas.
Cautelosamente sacó las piernas por el costado de la cama. Lo más seguro era que su ropa y la muñeca Lara-Tina estuvieran en la taquilla. Se echó a reír.
¡Un sueño! Había sido un sueño y nada más… La clínica de salud mental, el hospital de muñecas, la extraña tienda que vendía mapas del país de los elfos, aquel raro desfile…, todos sueños.
Pero ¿y Lara?
¿Acaso Lara también había sido un sueño? En ese caso, no quería despertar.
No, Lara era real, una mujer real con la que había hablado y paseado junto al río, con la que había comido, bebido y dormido apenas ayer. O tal ve anteayer. Quizá hubiera perdido un día entero en el hospital. En el viejo apartamento con corrientes de aire, Lara estaría preocupado por él. Debería llamarla, tranquilizarla de alguna manera.
Sin embargo, cuando pasearon junto al río estaba seguro de que era verano. Recordaba el olor de-las flores, de las hojas verdes; seguro que habían estado allí. Pero ahora era invierno, ¿o quizá no?
Con paso inseguro se acercó a la ventana. El diminuto jardín del hospital estaba blanco de nieve; unas siluetas oscuras abrigadas con ropa de lana y envueltas en bufandas que les cubrían hasta los ojos, enfilaban por peligrosos senderos hacia la acera helada. La calle estaba tapada de gris aguanieve; hasta los ruidosos tranvías color rojo ladrillo llevaban los techos cubiertos de nieve.
La taquilla blanca estaba cerrada y no tenía la llave. Sacudió la puerta de la taquilla hasta que un negro con uniforme blanco se asomó y lo miró.
— ¡Eh! ¡Vuelva a la cama! -le gritó el negro señalándolo con un dedo.
— Quiero mi ropa -le dijo.
— Se la daremos cuando se vaya. Hasta entonces, se queda guardada en lugar seguro. -El negro avanzó amenazante-. Ahora vuelva a la cama o no le daremos postre de chocolate para la cena.¿Quiere que le ponga una inyección? Tengo una aguja casi tan afilada como la punta de un clavo.
Sin tocarlo, el negro lo apremió y él retrocedió hasta volver a quedar sentado en la cama.
— ¿A quién tengo que ver para que me abran eso?
— A su médico. -El negro se retiró para leer la historia clínica que colgaba a los pies de la cama-. Al doctor Pille. Mañana tiene visita. Hasta entonces, usted se quedará en la cama a menos que la enfermera diga que puede levantarse.
— Está bien.
— Ha venido por un cambio de sexo, ¿eh?
Se puso en pie de un salto.
— ¡Uauh! ¡Venga hombre, venga! Aquí no dice nada de eso. Sólo pone conmoción, hematomas varios y demás. Y ahora, si quiere postre, no se levante de la cama.
Cuando el negro se hubo ido, consideró la posibilidad de volver a levantarse. Pero no tenía sentido. La taquilla estaba cerrada con llave y no tenía nada con qué romperla. Sin duda la llave la guardaría la enfermera en algún cajón de su escritorio. Pero podía telefonear a Lara para avisarle que seguía con vida y que no estaba gravemente herido.
En la mesita de noche no había teléfono. Miró a su alrededor en busca del timbre para llamar a la enfermera y descubrió el mando a distancia del pequeño televisor, colocado en un lugar bien alto en una esquina de la habitación; lo encendió pero no vio nada.
El timbre para llamar a la enfermera colgaba de un cable blanco en la cabecera de la cama. Tiró de él y oyó un confuso sonido de campanillas, como si sonaran muy lejos, en una costa amortajada por la niebla. Se dijo para sus adentros que ya había hecho cuanto podía y se acostó a escuchar las campanillas con las manos detrás de la cabeza.
Un fulgor grisáceo había envuelto la pantalla del televisor; titilaba, apareció y desapareció hasta que por fin se hizo más brillante. Unas líneas diagonales cruzaron despacio la pantalla a través de una tormenta de nieve. Tras las líneas fluctuó el rostro de Lara como si se tratara de una foto sobreexpuesta y luego desapareció.
— Y EN LA CAPITAL, TAL COMO HABÍA AMENAZADO EN SU MOMENTO, LA PRESIDENTA VETÓ EL PROYECTO DE LEY DE PROTECCIÓN FAMILIAR…
Buscó el botón para disminuir el volumen.
— … que habría permitido la esterilización involuntaria de las madres con veinticinco o más hijos. Un portavoz del…
Estaba seguro de que era Lara, quizá en otro canal, un canal que tenía casi la misma frecuencia de transmisión. Su televisor estaba sintonizado en el Canal Uno. Probó el Dos y el Trece y nada. Al volver al Uno, unos equipos mixtos jugaban a un complicado juego que consistía en secuestrar a los contrincantes.
Buscó nerviosamente en los oíros canales; en uno, una maestra daba una conferencia, en otro, había una telenovela en la que los amantes estaban enzarzados en la discusión de siempre pero animada en este caso por la inversión contemporánea de roles.
— ¿No te das cuenta, Beverly, que quiero que esto que sentimos llegue a ser inmortal? Quiero que nuestro amor recorra la interminable senda del tiempo, para enseñarles a todos los egoístas de la raza humana que existen valores mucho más excelsos que el propio yo.
— No, Robín. Lo que pretendes es acabar para siempre con nuestro amor.
Poco a poco cayó en la cuenta de que se encontraba en otra ciudad. En su casa habría contado con ocho canales en funcionamiento. Le quitó el volumen a los amantes y volvió a poner el juego complicado.
La enfermera entró apresuradamente con un enorme florero lleno de rosas.
— ¡Qué suerte! Me ha llamado justo cuando tenía que traerle esto. Así mato dos pájaros de un tiro. ¿No son preciosas?
Asintió. Rosas rojas, amarillas, blancas y rosadas y rosas ve-
teadas en gran variedad de tonos, canela jaspeado de bronce, dorado oscuro con un toque rojo encendido; parecían estar a punto de esparcirse, de saltar del florero.
— En la sección Muebles hay una mesa para jugar a la baraja en la que hay una foto como eso -dijo-. Nunca había visto un ramo así en la vida real. Siempre vienen todas de un mismo color.
La enfermera puso cara maliciosa.
— Parece ser que su amiga no se anda con rodeos. Ha ido al grano. Claro que con el dinero que ella tiene…
Dejó el florero en la mesita blanca, a pocos centímetros de su cabeza. Una tarjeta diminuta pendía de un hilo dorado atado a una de las asas del florero.
— Me preguntaba si podría usted traerme un teléfono -le dijo a la enfermera-. Tengo que llamar a una persona.
— ¡Aah! -La enfermera ahuecó las manos sobre sus formidables pechos e inspiró profundamente-. ¡Qué bien huelen! Ya me imagino que tiene usted que llamar a alguien. Ahora mismo le traigo un teléfono. ¿Sabe una cosa? Jamás habríamos adivinado que conocía usted a alguien así.
— ¿A alguien como Lara?
¿Quién sino Lara iba a enviarle aquellas flores? La enfermera sacudió la cabeza y repuso:
— ¡No, no! A la diosa. -Al ver su cara de asombro, añadió-:La diosa de la pantalla plateada, ¿no es así como la llaman? Le traeré el teléfono.
En cuanto se hubo marchado, se volvió de costado para examinar la tarjeta. En ella se veía un monograma completamente ilegible rodeado de un filete dorado. Abrió la tarjeta y encontró una foto de Lara y el nombre de Marcella impreso en letras doradas de un florido estilo.
Lara era una estrella de cine, una estrella llamada Marcella. La enfermera se había fijado en la foto y la había reconocido.
No obstante, él alquilaba películas dos o tres veces por semana y veía muchas más en Pantalla de Cine; si Lara hubiera sido una actriz medianamente famosa, él la habría reconocido de inmediato. Tampoco asociaba la foto de la tarjeta más que con Lara, hasta el peinado era idéntico.
Le dolían todos los músculos. Se tendió de espaldas y vio que el rostro de Lara volvía a ocupar la pantalla; buscó el mando a distancia, pero en cuanto movió la mano, Lara se encogió y desapareció. Aunque volvió a pulsar el botón del encendido, su rostro no regresó. Ninguno de los botones del mando logró que el aparato respondiera; al final acabó acercando la silla enana y se subió al asiento para girar los mandos del televisor. Por más que lo intentara, no logró que la pantalla volviera a encenderse. Recordó entonces una palabra de la época en que estuvo en la sección Entretenimiento para el Hogar; el televisor no tenía trama.
Cuando la enfermera regresó con un teléfono, él había vuelto a meterse en cama.
— Lamento tener que molestarla -le dijo-, pero parece que se me estropeó la televisión.
La mujer accionó infructuosamente el mando a distancia.
— No hay problema. Llamaré al servicio técnico. Mañana le traerán uno nuevo.
Notó una clara sensación de triunfo cuando la enfermera se inclinó para enchufar el teléfono.
— Otra cosa más -le dijo -. ¿Podría leer el diagnóstico que figura en la historia clínica que ve usted al pie de la cama?
Al igual que el enfermero negro, descolgó la historia clínica del gancho.
— Conmoción, hematomas múltiples, alcoholismo.
— ¿Alcoholismo?
— El diagnóstico no lo hago yo -se apresuró a contestarle-. Eso es cosa de su médico.
— ¡No soy alcohólico!
— Entonces no tendrá usted muchos problemas para conseguir que el doctor Pille le cambie el diagnóstico. ¿Bebe? -De vez en cuando. Pero no es un problema.
— Quizá el doctor lo vea más como un problema que usted. Sobre todo cuando tiene un paciente que se cae en la calle y sufre una conmoción.
— ¿De veras pone alcoholismo?-Se lo acabo de leer. ¿Quiere verlo?
— ¿Y no dice nada de un cambio de sexo? -Era un temor que lo perseguía.
La enfermera rió por lo bajo.
— Se lo ha dicho alguien. Es la forma que utilizamos a veces para referirnos al alcoholismo. Porque reduce la testosterona en el hombre. La barba deja de crecer y es muy difícil que el hombre que bebe llegue a quedar calvo.
Cuando se hubo marchado, decidió coger el teléfono, pero la mano le temblaba tanto que la retiró. En la habitación no había espejos. Se levantó de todos modos con la vaga sensación de que tenía que haber uno en alguna parte y se sorprendió al ver su propio rostro tenso reflejado en el oscuro cristal de la ventana.
El corto día invernal había tocado a su fin. Afuera, unos coches tan altos y pesados como Jeeps avanzaban despacio por la calle con las luces encendidas. Los peatones no se distinguían individualmente, pero tuvo la impresión de que una especie de fluido negro, denso y lento como aceite pesado, fluía y se arremolinaba a los costados del tráfico.
Se le ocurrió pensar entonces que aquel licor viscoso fuera tal vez la realidad, que las caras y las siluetas a las que estaba acostumbrado podían ser en esencia tan falsas como los microfotogramas que los diarios publicaban en épocas de escasez de noticias, fotos en las que la piel humana aparecía como un desierto rocoso y una hormiga o una mosca como un monstruo bigotudo. Así era como Dios veía a hombres y mujeres, ¿quién podía culparlo si los maldecía a todos o se olvidaba de ellos?
— Sé en qué estás pensando.
Se volvió rápidamente algo más que incómodo al oír aquella voz. Asomado al vano de la puerta vio a un hombrecito sumamente erguido con una cabeza que parecía una bola lustrada de marfil. Notó con alivio que el hombrecito llevaba un pijama de hospital como el suyo.
— Pensaba en la correspondencia -mintió -. Hoy me han regalado un amuleto que se supone que te trae cartas y creo que es posible que me haya llegado algo.
El hombrecito entró en la habitación y le dijo:
— A ver.
— Me refiero a las rosas. Y a algo que acabo de ver en la televisión, pero eso no te lo puedo enseñar.
— El amuleto. Enséñamelo.
Se encogió de hombros y respondió:
— Tampoco puedo enseñártelo. Supongo que está en esa taquilla.
— Si Joe estuviera aquí, te abriría a golpes esta caja de lata como si fuera dinamita. -El hombrecito sacudió la puerta.
— ¿Joe es el enfermero?
El hombrecito sonrió y sacudió la brillante cabeza.
— Joe es mi boxeador. Yo soy su representante. Joe es fuerte como un par de toros. Te partiría en dos esta caja de lata si yo se lo pidiera.
— Dudo que al hospital le gustara. De todos modos, creo que ahí es donde han metido mi amuleto. Aunque no lo sé seguro; nunca me han dado un recibo con el inventario.
— Joe es campeón mundial de peso pesado. Antes tenía dos boxeadores más, Mel y Larry. Pero cuando Joe ganó el campeonato, los dejé. Antes me aseguré de que consiguieran otro representante, uno bueno. Lo entendieron. Saben que les daré una oportunidad en cuanto pueda. Aquí tienes mi tarjeta.
El hombrecito se llevó la mano hacia donde habría estado el bolsillo superior de su americana de haber llevado un traje en lugar del pijama del hospital y la apartó vacía. El hombrecito volvió a sonreír, esta vez avergonzado.
Se sentó en la cama y señalando la silla le preguntó al hombrecito:
— ¿Por qué no te sientas? Tuve un accidente y creo que sigo un poco débil; además, si vamos a hablar mejor nos sentamos.
— Gracias -repuso el hombrecito-. Me gusta sentarme y estar de palique…, así siento como si estuviera por conseguirle un contrato a Joe, ¿me explico? ¡Presta atención! Si no nos dan cien mil, no peleamos.
— Los conseguirás, no te preocupes -le dijo.
El hombrecito asintió.
— Así se habla, amigo. Ey, leí tu nombre en la historia clínica. Yo soy Eddie Walsh, presidente de Promociones Walsh.
La mano de Walsh era pequeña, fría y dura.
— Encantado de conocerte. Oye, Eddie, ¿dónde estamos?¿Cómo se llama este sitio?
— General Unido -le contestó Walsh-. Creía que pensabas escaparte. -Al ver su cara inexpresiva, Walsh le aclaró-: Lo llaman Hospital Psiquiátrico General Unido. Nosotros estamos en el pabellón bueno.