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Infierno o paraíso, ¿qué dice?

El cuarto estaba cubierto de estantes separados por una distancia de veinte o veinticinco centímetros, y en los estantes había unas camas pequeñitas, unas camas de muñeca. En cada cama yacía una muñeca.

— Usted dirá. ¿Ha venido a buscar una muñeca?

Eludió la pregunta.

— Qué tienda más interesante tiene. Creo que no he visto nunca nada igual.

Pensó entonces que a Lara le habría gustado; en voz alta añadió:

— ¿Están todas rotas?

— No, no -respondió el tendero.

Tendría más o menos su misma edad; era un hombre encorvado que no parecía haberse enterado de que el cabello largo que le caía sobre los hombros delgados comenzaba a ralear.

— Entonces ¿por qué…?

— Estaban rotas cuando las trajeron -le explicó el tendero. Apartó la manta y la sábana de la muñeca que tenía más a mano-. Ahora están bien.

— Ya veo.

— ¿Tiene alguna muñeca para arreglar? Nos tendrá que dejar un depósito. Se lo devolveremos cuando vuelva a retirarla.

— ¿Ha cobrado un depósito por todas ésas?

El tendero hizo un amplio ademán con sus manos flacas. -De alguna parte tenemos que sacar dinero. Hemos de alimentar el negocio. Antes cobrábamos por las reparaciones, pero casi nadie volvía a recoger las muñecas cuando estaban arregladas. Así que ahora cobramos un depósito importante y no cobramos nada por el tratamiento. Si el dueño vuelve a recoger su muñeca o, como suele ocurrir, la madre del dueño, nos quedan las estanterías libres y él recupera todo el depósito. Pero si no viene… -El tendero se encogió de hombros.

— ¿Y no las vende usted? El tendero asintió y repuso: -Cuando muere el dueño.

— Entonces, a algunas de ellas las tendrá usted aquí guardadas bastante tiempo.

El tendero volvió a asentir.

— Hay unas cuantas que están aquí desde que abrimos la tienda. Pero ocurre a veces que cuando un niño se hace mayor, se acuerda de su muñeca. A veces encuentra el recibo entre los papeles viejos de su madre. Tomamos nota del nombre del propietario cuando aceptamos su muñeca y leemos las necrológicas. -El tendero se estiró hasta alcanzar el último estante que había a sus espaldas y bajó una camita-. Aquí tiene una que está a la venta. Si alguno de sus conocidos…

Era Lara.

Lara en miniatura, veinte centímetros de alto. Pero no cabía duda de que era Lara: el mismo pelo rojo oscuro, las mismas pecas, los mismos ojos, la misma nariz, la misma boca, la misma barbilla.

— Sí -atinó a contestar, y buscó la billetera.

— Es una muñeca bastante cara, señor -le previno el tendero-. No sólo habla y camina…, sino que tiene todas las funciones.

— ¿De veras? -Intentó fruncir una ceja.

— Sí, señor. Es de las que hay que humedecer con una solución salina. Así se consigue el electrolito. Aunque me temo que ahora estará bastante seca. Lleva aquí mucho tiempo.

— Ya veo.

Examinó la muñeca más de cerca. En la blusita llevaba bordado un nombre: Tina.

— Naturalmente, sigue siendo la diosa, señor -le explicó el tendero-. La diosa a los dieciséis años. El niño que la tenía murió hace unos ocho años. Malicapata se llamaba. Una verdadera pena.

¿no le parece, señor? Aunque ahora le dará años de placer a otro niño. La vida continúa. -A veces -repuso él.

— ¿Cómo dice?

— ¿Dónde podría encontrar a la diosa en persona?

— En Overwood, supongo. Pero me temo que he de pedirle ciento cincuenta por ésta, si de veras la quiere.

— Tendré que pagarle con un cheque.

El tendero vaciló y luego repuso:

— De acuerdo.

La muñeca le cabía perfectamente en el bolsillo superior del abrigo, su esbelta silueta se amoldaba perfectamente al estrecho interior del bolsillo.

Cuando volvió a encontrarse en la acera miró a su alrededor para orientarse. En las cinco esquinas se levantaban diversos edificios: una tienda de productos macrobióticos, una inmobiliaria, una librería, un bufete de abogados, una licorería, una tienda en la que se anunciaban «Flores artificiales de pura seda» y un anticuario. Las calles que atravesaban la dolorida distancia le resultaron completamente desconocidas. Un tranvía rojo ladrillo pasó ruidosamente, y recordó que ni siquiera en su niñez había visto tranvías.

Como si su mente sólo tuviera lugar para un único rompecabezas, se le ocurrió la respuesta al primero: al salir del hospital de muñecas había girado por donde no debía, se encontraba en un cruce diferente. Volvió sobre sus pasos, saludó con la mano al tendero al pasar delante de la tienda y notó divertido que en la camita que había pertenecido a Tina había ya otra muñeca.

— Ni siquiera le han cambiado las sábanas -masculló.

— Y ese papel tampoco -dijo el hombre de cara colorada que caminaba a su lado.

El hombre de cara colorada señaló hacia la tienda y él vio que la hoja de la partitura del escaparate estaba amarillenta y llena de polvo. «Busca a tu verdadero amor», se veía escrito en la parte superior con la letra florida que estaba de moda a principios de siglo. En la parte inferior había una mosca muerta tendida sobre las alas.

— Pintoresco -comentó. Era lo que acostumbraban decir en la tienda cuando querían criticar alguna acción de la competencia.

— Le conseguiré lo que usted quiera -le dijo el hombre de cara colorada, y se echó a reír.

Roto el hielo social, sintió el impulso de preguntarle a alguien.

— ¿Podría decirme cómo llegar a Overwood?

El hombre de cara colorada se detuvo, se volvió para mirarlo de frente y le contestó: -Pues no, no puedo. -Está bien.

— Sin embargo -dijo el hombre de cara colorada levantando un dedo-, si usted quiere, puedo decirle cómo acercarse. Una vez que esté cerca, quizá consiga instrucciones más exactas.

— ¡Estupendo! -exclamó. (Pero ¿dónde estaba Overwood y por qué el tendero le habría dicho que Lara era «la diosa»?)

— … hasta la estación. Marea está justo al pie de las montañas y es posible que desde allí alguien sepa darle más indicaciones.

— Muy bien.

— Además, si mira a su derecha, al otro lado de la calle -añadió el hombre de cara colorada señalando con el dedo-, verá una tienda de cartografía. Es posible que allí le vendan un mapa.

La tienda era pequeña pero tenía el techo alto. El propietario había aprovechado este aspecto para exponer varios mapas inmensos. Uno era el de la ciudad; tal como él había esperado, había varias intersecciones de cinco calles; cruzó la tienda para examinarlo, con la esperanza de encontrar el camino que conducía de su apartamento a Casa Capini y de allí al Centro Urbano de Salud Mental.

Pero no logró encontrar su barrio ni los grandes almacenes en los que trabajaba. Si bien los almacenes sólo contaban con escaparates de exposición, estaba seguro de que se encontraban cerca del río. Varios ríos serpenteaban sobre la superficie del mapa y en un momento dado, dos de ellos parecían cruzarse. Pero ninguno de ellos daba la impresión de ser tan grande como el río que recordaba, ni tan recto.

— ¿En qué puedo servirle? -le preguntó una dependienta.

Se volvió para verla y se encontró ante una muchacha bajita, de talante alegre y pelo castaño.

— Quiero un mapa de Overwood -respondió.

— No son muchos los que quieren ir allí -le comentó ella con una sonrisa.

Decidió que había algo de cuestionable en la expresión de la chica. Era la expresión del dependiente que se muestra absolutamente amable pero al mismo tiempo lanza señales desesperadas para que acuda el encargado.

— No he dicho que quisiera ir allí -le aclaró-. Pero me gustaría tener un mapa que me indique dónde está.

— Son bastante caros, ¿sabe? Y no damos ninguna garantía.

— No importa -repuso él.

— Con tal de que lo entienda -dijo la chica asintiendo-. Acompáñeme, por favor.

Se sintió invadido por una alegría exagerada.

— A usted sería capaz de acompañarla adonde fuera. -Era la típica frase de la que él se había reído obedientemente al menos cien veces.

Ella no le hizo ni caso o, lo más probable, ni se enteró.

— Aquí estamos, señor. El País de los Sueños, Disneylandia, Cleveland y Cielo, Infierno y Limbo…, los tres en un mapa. -Le lanzó una mirada burlona-. Vaya ahorro.

— No -dijo él-. Overwood.

— Overwood. -La chica tuvo que ponerse de puntillas para sacar el mapa del casillero más alto de la estantería-. El último que me queda. Nos deben un pedido, creo. Serán veintinueve con noventa y ocho más impuestos.

— Antes quiero cerciorarme de que es lo que busco.

Desplegó parte del mapa, que era grueso y estaba plegado de un modo muy complejo.

— Ahí tiene la zona de Overwood -le indicó la chica-. La Garganta de Cristal, el Bosque Metálico y demás.

Él asintió al tiempo que se inclinaba sobre el mapa.

— Son veintinueve con noventa y ocho más impuestos.

En el mapa no había senderos, ni caminos, ni edificios. Sacó de la cartera un billete de veinte, uno de diez y uno de cinco. La dependienta se miró los billetes y sacudió la cabeza. -Ese dinero no sirve. Al menos aquí. ¿De dónde es usted?

— ¿Qué quiere usted decir? -le preguntó-. Acabo de comprar una muñeca en esta misma calle.

Fue entonces cuando recordó que la había pagado con un cheque. La dependienta se dirigió rápidamente a la caja y pulsó un botón. -Señora Peters, será mejor que venga.

Volvió a plegar el mapa. Dentro de un momento, lo perdería para siempre.

— ¡Un momento! -le chilló la dependienta-. ¡En!

Salió por la puerta y echó a correr calle abajo. No creyó que la chica lo persiguiera, pero lo hizo, a buen ritmo y con un zapato negro de tacón en cada mano; volaba con la falda a la altura de los muslos.

— ¡Deténganlo!

Una mujer intentó hacerle la zancadilla con el paraguas; tambaleó pero siguió corriendo. Un hombre corpulento, con cara de pocos amigos, le gritó:

— ¡Ánimo, chico!

Sonaron las bocinas cuando un policía montado espoleó a su inquieto caballo y avanzó en medio del tráfico.

A lo lejos se abría un callejón; los delincuentes fugitivos de la televisión siempre huían por un callejón; se encontraba en mitad de aquél cuando se le ocurrió pensar que quizá lo hicieran porque conocían a fondo los callejones por los que elegían internarse.

A cada zancada, este callejón se iba estrechando y volviendo cada vez más extraño, giraba una y otra vez, como si jamás fuera a desembocar en otra calle.

El golpeteo de unos cascos a sus espaldas le sonó como la carga de caballería de una película. El ritmo del galope se interrumpió cuando el caballo saltó por encima del cubo de basura caído que él mismo acababa de saltar; luego, se oyó el poderoso relincho del animal seguido de un golpe sordo y desagradable cuando las herraduras de acero resbalaron sobre los adoquines helados.

Siguió corriendo; el mapa que llevaba en una mano se agitaba al viento y la muñeca golpeteaba contra su pecho cada vez que boqueaba para recuperar el aliento. El gato negro de una bruja le siseó desde lo alto de una valla destartalada de madera y un chino repantigado en un viejo sofá le sonrió afablemente mientras fumaba algo que parecía una pipa de opio.

Giró una esquina y se encontró al final del callejón sin salida.

— ¿Quiere ir de aquí? -le preguntó el chino. Miró por encima del hombro y contestó:

— Sí. Tengo… que… salir… de aquí.

El chino se incorporó y se alisó el bigote caído.

— ¡Bien! Viene conmigo.

Una puerta inclinada daba a un sótano. Cuando el chino la cerró tras él, reinó la oscuridad más absoluta, interrumpida sólo por el leve fulgor rojizo que salía de la cazoleta de la pipa.

— ¿Dónde estamos? -le preguntó.

— Ahora ninguna parte -le contestó el chino-. En oscuridad, ¿qué dice?

El humo dulzón de la pipa combatía contra el aire húmedo. Se lo imaginó enroscándose a su alrededor como una serpiente blanca o un pálido dragón chino. Intentó volver a plegar el mapa, consciente de que lo hacía mal; al cabo de un instante, se metió el paquete mal doblado en un bolsillo lateral.

— Quizá el paraíso. Quizá el infierno. ¿Qué dice?

— Le contestaría si tuviera una cerilla -repuso.

El chino soltó una risita que parecía el entrechocar de nueve bolas de marfil en la boca de nueve leones de marfil y notó que le metía una cajita cuadrada en la mano.

— Tome cerilla. Usted enciende y dice.

Había sacudido la cabeza antes de caer en la cuenta de que el chino no podía verlo.

— Podría provocar un incendio.

— Entonces Infierno. Encienda cerilla.

— No.

— Yo enciendo -le dijo el chino.

Se oyó un roce seco al que siguió un resplandor de luz. Se encontraban de pie, junto a una pila de colchones. El sótano estaba abarrotado de barriles, latas, bolsas, cajas y altas pilas de libros. A tres centímetros o menos de su cabeza se encontraban las vigas del suelo.

— ¿Paraíso? ¿Infierno? -inquirió el chino-. Ahora usted dice.-Paraíso.

— ¡Ah! ¡Usted sabio! Sube y bebe té. Policía busca afuera y no encuentra.

Subió el empinado tramo de escalera detrás del chino, traspusieron la trampilla que había en el suelo y entraron en una tienda desordenada. Del techo pendían unas linternas de papel escarlata con caracteres chinos pintados en negro, y de las paredes colgaban con clavos unos largos rollos en los que se veían tigres sinuosos como serpientes.

— ¿Usted quiere vender? Sheng compra. Usted quiere comprar, Sheng vende -le dijo el chino-. No té. Té no cobro, hace amigos.

Volvió a verse el resplandor de una cerilla y floreció una llama violeta de gas sobre un fogón de hierro que había en un cuartito detrás de una cortina de abalorios.

— Ya tiene usted un amigo -le dijo.

— Quiere algo, viene a ver a Sheng. ¡Bien! Usted quiere, Sheng tiene. No tiene, Sheng consigue. ¿Sienta usted?

Se sentó en una endeble silla de bambú que parecía hecha para un niño. A pesar de que afuera hacía frío, notó que estaba sudando.

— Té, comestibles, fuegos artificiales, medicinas. Mucha, mucha cosa, muy barata.

Asintió al tiempo que se preguntaba qué edad tendría el chino. Nunca había conocido a un chino que no hablara correctamente el inglés. Si alguien le hubiera preguntado (aunque nunca nadie lo había hecho) habría respondido rápidamente que había cientos de millones de personas que no hablaban correctamente, y que no sabían más lengua que la propia; comprendió entonces que saber y entender son dos cosas sumamente distintas.

El chino vació la pipa, la volvió a llenar y la encendió en la llama violeta del gas. Después de soltar una o dos bocanadas simbólicas, puso sobre el fuego una tetera de cobre abollada.

— Sheng pregunta, ¿paraíso, infierno? Usted dice paraíso. ¡Eh! ¿Qué pasa?

La muñeca se había movido.