28

El cuento

— A mí se me da bien buscar cosas -le dijo Tina. Al ver que su expresión delataba su escepticismo, añadió-: ¡Se me da bien! Y no me gusta ver televisión.

— A mí tampoco -le dijo él suavemente-. Pero por la noche no hay mucho más que hacer.

— Pues buscar, y mientras yo busco, podrías leerme un cuento.

— Podrías escuchar la televisión -le sugirió-. Sería lo mismo.

En cuanto terminó de hablar se dio cuenta de que había reconocido, quizá demasiado deprisa, la capacidad de Tina como buscadora.

— Ni hablar, no es lo mismo.

Ya había bajado el volumen y al oírla acabó apagando el televisor.

— ¿Por qué no?

— Porque leer te servirá de práctica para la escuela.

— Ya no voy a la escuela.

Tina pataleó, impaciente ante su estupidez; el pataleo sonó igual que el golpe dado con una uña.

— Tendrás que volver a la escuela el año que viene. Entonces te servirá de algo.

— Está bien -convino.

— Además, es mejor que leas cuentos. La tele es…, es pura charla para pasar el tiempo.

Asintió. Era algo que él mismo había sentido pero que nunca había expresado.

— ¿Qué aspecto tiene?

Sacó la billetera y le enseñó dos billetes, uno de un dólar y el otro de cinco.

— Como estos, pero lo único que cambia son las fotos. Llevan fotos de mujeres en vez de hombres.

Hizo una pausa y pensó que los hombres y las mujeres daban importancia a distintas cosas; era algo que había comprobado gran parte de su vida, por su trabajo. En ese momento cayó en la cuenta de que era un aspecto importante en sí mismo: a las mujeres no les interesaban tanto los coches; les preocupaba mucho más la soledad de los niños y su educación. Las mujeres en el poder se encargarían de que hubiera muñecas como Tina.

— Fotos de señoras -le sugirió ella.

— En realidad, no importa. Son papeles parecidos a estos. Dinero.

Notó entonces que asociaba el dinero con el perfume de las rosas, aunque no habría sabido precisar por qué. No estaba seguro de que le quedara mucho, pero si volvía a encontrar el mundo de Lara, le vendrían bien aunque fuera unos pocos dólares.

— Empezaré a buscar debajo de las cosas. Estoy hecha para eso. Cuando haya terminado, necesitaré un baño. Después me tendrás que abrir los cajones para que pueda meterme en ellos.

Protestó, diciéndole que él podía buscar en los cajones tan bien como ella.

— No, no puedes -le contestó ella -. Yo puedo meterme dentro y buscar a fondo. No es lo mismo. Y ahora, léeme un cuento mientras busco debajo de esa cómoda.

Tenía algo menos que una decena de libros, todos ellos heredados de su madre, y una leve idea de su contenido. De un estante sacó al azar un volumen rojo desteñido y lo hojeó hasta descubrir lo que parecía el inicio de una fresca narración.

— Érase una vez -leyó-, dos hermanos que vivían solos en una casita en plena Selva Negra. Se llamaban Joseph y Jacob y éste era ciego.

Tina salió de debajo de la cómoda empujando una bola de pelusa casi tan grande como ella y tosiendo histriónicamente.

— Se nota que no quitas el polvo con la frecuencia debida. Creo que en realidad no lo quitas nunca.

— Joseph se cuidaba de su hermano y Jacob hacía cuanto podía por ayudar, y como se querían mucho, eran felices.

— Ahora buscaré debajo de la cama -anunció Tina-. Luego tendrás que ir al salón para que yo pueda buscar allí.

— Pero tenían poco dinero y cada año su situación se hacía más precaria.

— Aquí abajo también está lleno de polvo. -La voz de Tina sonó débil y hueca.

— Como en la Selva Negra los inviernos son muy fríos y las nevadas la aíslan durante meses enteros, en otoño, los hermanos tenían que comprar comida para que les durara hasta la primavera. Pasaron varios años y un otoño comprobaron que no iban a poder comprar comida como cada año.

— He encontrado un botón -anunció Tina-. ¡Uno brillante!

Debió de haber girado como habría hecho una mujer de tamaño natural para lanzar un disco porque el botón salió disparado de debajo de la cama como una bala.

— Un día, Jacob le preguntó a su hermano: «Joseph, ¿te acuerdas lo bien que escribía yo?». A lo que Joseph contestó: «¡Claro que me acuerdo!». Jacob le enseñó un marco que había hecho para guardar una hoja de papel; era un marco con cuerdas de violín estiradas sobre la hoja y espaciadas de manera tal que entre ellas apenas cabía el pulgar de una persona.

— ¡Una moneda de diez céntimos! -La moneda salió disparada como el botón y rodó hasta chocar contra la pared.

— «Con esto», le explicó Jacob, «y si tú, querido hermano, me afilas la pluma de vez en cuando, volveré a escribir como antes. Talvez la Schwarzwald Gazette acepte uno de mis cuentos. Así podremos comprar más comida para el invierno».

— Es todo lo que hay aquí debajo -le comunicó Tina-, y un montón de polvo. ¿No tengo pinta de deshollinador?

De hecho tenía aspecto de juguete largo tiempo perdido y acabado de encontrar, y a punto de ir a parar a la basura porque no valía la pena tomarse la molestia de limpiarlo, pero asintió, sonrió y la siguió dócilmente hasta la sala.

— Y así, Joseph afiló una pluma gris de oca con el cuchillo de Jacob. Puso papel en el marco y se aseguró de que hubiera tinta en el tintero. Una vez hecho todo esto, volvió a su trabajo y dejó a su hermano a solas para que escribiera.

— Debajo del sofá y del sillón no he encontrado nada más que polvo -le informó Tina-. Ahora llévame al cuarto de baño y pon-

me un poco de agua caliente en el lavabo. Será mejor que dejes el grifo abierto.

Bajó la mano para que Tina pudiera subirse a su palma e hizo lo que le pedía. Sentado sobre la tapa del water, con el libro rojo abierto sobre su regazo, comprobó que en el cuarto de baño había mejor luz que en el dormitorio y la sala.

«La gente ya no lee -pensó -, pero los hombres se siguen afeitando.»

— Al regresar Joseph, comprobó que en el papel había sólo unas cuantas palabras escritas y se encontró a Jacob tamborileando con los dedos sobre la mesa. «No puedo escribir», le dijo. «Antes miraba por la ventana para escribir. Entonces sí podía. Pero ahora…» Jacob levantó los hombros y los dejó caer.

Tina se señaló el pelo para no interrumpir el cuento. Él le echó una gota de champú.

— «Tal vez yo podría mirar la ventana en tu lugar, hermano mío», sugirió Joseph.

»Y así, Joseph se puso a mirar por la ventana, pero no vio más que árboles agitando sus brazos al viento. "Mmm", dijo.»Jacob sonrió. "Yo también sentía lo mismo", le dijo.

— ¿Qué era lo que sentía? -preguntó Tina.

Se sobó la mandíbula, se rascó la oreja y contestó:

— Supongo que sentía que no pasaba nada y al mismo tiempo muchas cosas, tantas que resultaba difícil elegir.

— Aja, debe de ser eso. Sigue leyendo.

— Joseph veía las sombras azules avanzar en silencio sobre la escarcha junto a los árboles. «Veo un lobo negro», le dijo, y la pluma de Jacob voló más rauda que el viento. Joseph se marchó de puntillas, sin hacer ruido.

Hizo una pausa y contempló a Tina que se estaba enjuagando el pelo en el chorro que caía del grifo.

— Te escucho -le dijo-. Sigue leyendo.

— Cuando Joseph regresó la vez siguiente, Jacob le esperaba.«Me temo que tendrás que volver a mirar por la ventana», le dijo.

»Y Joseph se asomó otra vez. Un pájaro de brillantes colores revoloteaba entre las zarzas. "Veo una princesa encantada recogiendo moras", le dijo a Jacob. "Una princesa encantada con alas", agregó al cabo de un momento, y la pluma de Jacob voló más veloz que un pájaro.

Tina se secó con un Kleenex.

— ¿Crees que la Schwarzwald Gazette le comprará el cuento a Jacob?

— Estoy seguro que sí. Es un cuento muy bueno -repuso asintiendo con la cabeza.

— Yo también -dijo Tina-. Sigue leyendo.

— Jacob no tardó en terminar el cuento. Escribió el sobre y esa noche, Joseph fue andando hasta el pueblo para llevarlo al correo.

»A partir de entonces, Jacob escribió un cuento tras otro, pero de la Schwarzwald Gazette no le llegaba ninguna respuesta. Cuando cayeron las últimas hojas, Joseph compró toda la comida que pudo, y cuando el invierno llegó con todo su rigor y la nieve llegaba a la altura de la rodilla, hizo unas raquetas para la nieve. Todos los días, después de abrigarse lo más posible, salía a cazar. Así logró conseguir varias liebres, y para Navidad él y Jacob se dieron un banquete con una perdiz.

Tina se puso el conjunto azul de camisola y pantalón que le había comprado en la sección de Juguetes.

— Toda limpita -anunció -. Podemos empezar con los cajones, pero tendrás que abrírmelos y subirme.

La llevó al dormitorio y, después de decidir que ya que estaban iban a ser sistemáticos, abrió el cajón superior izquierdo de su cómoda.

— Puedes empezar por aquí -le dijo-. Pero no vas a encontrar nada más que pañuelos.

Saltó de su palma y le contestó:

— Me gustan tus pañuelos. Están tan limpios. Ahora sigue leyéndome el cuento.

Se sentó en la cama y buscó el párrafo por el que iba leyendo.

— Pero muchos días Joseph no cazaba nada y él y Jacob cenaban un puré hecho con guisantes y agua, porque ese invierno sólo les quedaban guisantes secos, agua y leña. En esas ocasiones, Jospeh llenaba el cuenco de Jacob hasta rebosar, pero él se reservaba apenas unas cuantas cucharadas.

»Ese día, cuando vio que le quedaban muy pocos guisantes secos, Joseph decidió que Jacob debía comérselos todos y que él se quedaría sin probar bocado, porque se culpaba amargamente por no poder cazar nada. Sacó el cuenco de Jacob y una cuchara, llenó dos cazos con nieve, vertió los guisantes que quedaban en uno de ellos y colgó los cazos sobre el fuego.

»Entonces Jacob le comentó a su hermano: "Joseph, estoy trabajando a fondo en un nuevo cuento, pero tienes que volver a mirar por la ventana".

»Joseph se asomó a la ventana y, asombrado, vio un hermoso trineo tirado por cuatro…

— ¡Mira! -gritó Tina. Tenía en la mano algo delgado, informe y marrón, suspendido de un hilo rojo.

— ¿Qué es? -inquirió.

— ¿No lo sabes? Lo encontré en tu cajón. Lo cogió y lo acercó a la luz.

— Es una raíz -le dijo. De inmediato surgió en su mente el recuerdo de la tienda del señor Sheng, con sus raras cajas de incienso, sus caballitos de cartón, el quemador de gas de llama azul y la tetera humeante-. Es un amuleto -le comentó a Tina.

— ¿Un amuleto de verdad?

— Eso me dijo el hombre que me lo regaló.

— ¿Te hará tan pequeño como yo?-Me temo que no.

Tina se sentó en el borde del cajón, con las delgadas pieriecitas colgando sobre lo que para ella era un abismo.

— Ya me lo parecía. Pero podíamos haber imaginado que sí. ¿Te hará invisible?

Negó con la cabeza y repuso:

— Se supone que sirve para traer correspondencia.

— ¿Y no funciona?

— No lo sé. Cuando volví encontré mucha correspondencia, pero claro, hacía como un mes que faltaba de casa.

— ¿Te traerá un trineo con renos como los del cuento?

— No creo que fueran renos. -Echó un vistazo a la página-. No, eran corceles.

— No conozco esa palabra.

— Son como pones -Tina seguramente sabría lo que era un pony-, pero más grandes. No creo que vaya a traerme ningún trineo.

— ¿No te lo vas a poner?-No lo había pensado.

— Es lo primero que encuentro. Al menos la primera cosa real,

porque lo que son la moneda y el botón, no los cogiste. Además, si no te lo pones, ¿cómo vas a saber si funciona?

— Hoy ya ha pasado el cartero -le indicó.

— Entonces si te llegan más cartas, sabrás que es un amuleto auténtico.

No solía tener corazonadas súbitas, pero en ese momento tuvo una; se veía discutiendo con una muñeca sobre una raíz mágica. Reconoció su derrota asintiendo y colgándose el amuleto del cuello.

— Joseph se asomó a la ventana y, asombrado, vio un hermoso trineo tirado por cuatro pones blancos. «¿Qué es lo que ves?», le preguntó Jacob.

»Joseph le contestó: "Veo un precioso trineo. Es dorado brillante y lleva relucientes campanitas bailarinas".

»"¡Ah! Sigue, por favor", le pidió Jacob. "Cuéntame más, hermano querido."

»"Un cochero corpulento, con un sombrero alto de piel y un inmenso abrigo de piel marrón, hace restallar su largo látigo negro sobre los ponies. Junto a él va sentado un menudo mozo de cuadra con una chaqueta roja; parecen un oso y un mono de circo. En el trineo viaja una mujer envuelta en pieles."

»"¡Maravilloso!", exclamó Jacob, y su pluma bailó sobre el papel tan ajetreada que no oyó el tintineo de las campanas del trineo cuando éste se detuvo delante de su casita.

— Abre este cajón -le ordenó Tina-. Y cuando haya saltado a él, puedes cerrar este otro. Creo que es la encargada de la redacción de la Schwarzwald Gazette.

Abrió el cajón de los calcetines y le dijo:

— Tal vez,

»Joseph advirtió que la mujer era una princesa y le hizo una profunda reverencia. "¿Eres tú Jacob?", le preguntó la mujer. "El encargado de la redacción de nuestro periódico me ha enviado todos tus cuentos porque sabe que son justo lo que me gusta. Le he prohibido que te lo dijera hasta que yo te hubiera recompensado."

»"No, majestad", contestó Joseph, sinceramente, "el que escribe los cuentos es mi hermano. Si me esperáis un momento, lo traeré para que os dé sus respetos".

»"No hace falta", dijo la princesa. "Seré yo quien entre a darle mis respetos."

»Cuando Joseph se adelantó para abrir la puerta, descubrió a Jacob en el umbral. "Majestad", dijo Jacob, "mi hermano no os ha dicho toda la verdad. En realidad es él quien escribe mis cuentos, porque, como habréis podido comprobar, yo soy ciego. No hago más que apuntar lo que él me dicta".

— Un cuento triste -dijo Tina-. A veces, los cuentos de hadas se parecen mucho a la vida real. Pero me ha gustado.

Asintió y cerrando el libro dijo:

— A mí también.

Llamaron a la puerta.