INCREMENTO DE LA TASA DE SUICIDIOS.

«Si yo hubiera hecho el mundo -pensó-, en Navidad todos se lo pasarían bien.»

De repente se acordó de que le había prometido a Tina un juego de té, ropa nueva y todo tipo de cosas. Se alejó de la parada y se dirigió hacia la galería, una anticuada zona comercial a la que se había asomado algunas veces, pero nunca había entrado.

Anticuada o no, la galería aplicaba ya el horario ampliado. Más de la mitad de sus tiendecitas estaban iluminadas y los compradores, embutidos en sus abrigos para protegerse del frío, avanzaban ruidosamente por las pasarelas de hierro. Pasó delante de una agencia de viajes, de un salón de belleza y del consultorio de un podólogo, este último, a oscuras. Una tienda de juguetes -en ambos sentidos de la palabra, porque era apenas más grande que las tiendas en pequeño que se regalan a los niños- vendía ropa que tal vez le fuera bien a Tina y un diminuto juego de té de porcelana auténtica.

— ¿Por casualidad tendrá usted té?

La dependienta negó con la cabeza.

— Hay una tienda de platos preparados. No sé si está abierta, a lo mejor sí.

— ¿Dónde?

— En el anexo. ¿Sabe dónde está? Bajando por ahí, la entrada está a su izquierda. En el anexo hay una sola planta.

Le dio las gracias y salió. Cuando llegó a la entrada, cuyo arco de mármol medio desmoronado tenía un aspecto sombrío y ominoso, como si todas las tiendas que había detrás estuvieran cerradas y unos portones de barrotes de acero fueran a bajar a espaldas de todo aquel que se atreviese a entrar.

Entró de todos modos. Incluso allí había algunos comercios abiertos. Al pasar delante de una tienda de ropa para caballeros, una señora pequeña y morena salió a toda prisa y lo agarró del brazo.

— ¡Por fin lo encuentro! ¿Qué le pasa, es que no quiere los pantalones?

Se la quedó mirando. Tendría unos sesenta años y llevaba el pelo canoso recogido en la nuca.

— Me parece que…

— Cree que intento venderle algo. ¡Oiga que los pantalones ya los dejó pagados! Los pagó de antemano para que le hiciéramos los arreglos, ¿no se acuerda? ¿Qué tal si se los lleva? Necesito espacio. Sea bueno, venga.

— Está bien -repuso. Al seguirla, tuvo la sensación de que debía recordar a la mujer y la tienda.

— Con los pantalones le he conseguido una preciosa percha de madera dura barnizada. Le durará toda la vida. -Le echó un vistazo a la tarjeta amarilla prendida con un alfiler en el envoltorio de papel-. Hace cuatro meses que esperan.

— Lo siento -le dijo.

— No se preocupe. -Le examinó la cintura-. Si no llegaran a quedarle bien, me los vuelve a traer y los soltamos un poco.

— Éste es el hotel, ¿no? ¿El Grand Hotel?

Ella lo miró extrañada.

— Les alquilamos las tiendas.

— Fanny trabajaba en la cafetería de aquí. Y el doctor Applewood tenía aquí su consulta.

— Pero ha muerto -dijo la mujer.

Él asintió y salió al subsuelo cavernoso. ¿Por qué no había reconocido en seguida las banderas polvorientas, el grifo dando zarpazos en el aire y el águila bicéfala? La mujer de la juguetería le había dicho que el anexo sólo tenía una planta. Había balcones. El doctor Applewood se había reclinado sobre una de esas barandillas para llamarlo.

Vio las puertas del ascensor, el ascensor que lo llevaría al Grand Hotel, el hotel que estaba mucho más cerca de Lara. Se dirigió hacia ellas y aminoró el paso al notar un escalofrío de miedo. En el hotel no tendría ni dinero ni amigos, ni siquiera a Tina. Si alguna vez llegaba a encontrar a Lara, ésta no vería más que a un tonto de mediana edad. Sí, porque ya había alcanzado la edad mediana y era mejor que se enfrentara a ese hecho. Lara vería a un tonto cargado con aquella ropa de muñecas, un juego de té para muñecas y unos pantalones que, probablemente, le quedaban estrechos.

Pulsó el botón de llamada.

El ascensor no llegó de inmediato, en realidad, tardó mucho en llegar. Mientras esperaba sacó pecho, arregló la bolsa de la juguetería y los pantalones en su envoltorio de papel y por fin, las puertas se abrieron.

Subió al ascensor y le pidió al ascensorista:

— A la planta baja, por favor.

Con voz clara y pausada, el ascensorista le indicó:

— Estamos en la planta baja.

Recordaba haber traspuesto una puerta para salir al aparcamiento cubierto de nieve, en la planta baja.

— Al vestíbulo, entonces.

— No hay nadie allí.

— Lléveme de todos modos -le pidió.

El ascensor subió lenta y suavemente y fue entonces cuando se dio cuenta de que no se parecía en nada a la cabina de alambre del ascensor del Grand Hotel. Cuando las puertas se separaron, ante él quedó el vestíbulo vacío de un edificio de oficinas, un vestíbulo situado a un piso por encima de la calle. Se bajó, le dio las gracias al ascensorista y contempló cómo se cerraban las puertas tras él. El mundo que veía desde las ventanas del vestíbulo era el suyo, estaba seguro. El General Unido y North no estaban allí, y si Lara llegaba a ir sería sólo temporalmente, por poco tiempo, para vivir con algún afortunado o para guardar su abrigo.

Tendría que haber ido a preguntar a la peletería; del mismo modo que el frío le había recordado su abrigo de lana, le habría recordado a Lara (si estaba ahí) que debía sacar su abrigo de la cámara frigorífica. Lo había olvidado y ya era demasiado tarde.

Volvió al ascensor y pulsó el botón de llamada tal como había hecho antes. El ascensor era su única esperanza, aunque sabía que era vano esperar nada.

— Ya lo entiendo -le dijo el ascensorista-. Quería ir al lavabo. Abajo también hay, si me hubiera preguntado, podría habérselo dicho.

Asintió sin decir palabra, esperando que se abrieran las puertas.

— Algunas veces hay niños que quieren subir, pero yo no los dejo. Pero con usted sabía que no pasaría nada.

Las puertas se abrieron y se encontró en una sala amplia y baja desprovista de banderas. La mayor parte de las tiendas estaba a oscuras. Salió a la galería principal, se enrolló mejor la bufanda alrededor del cuello y se abrochó hasta el último botón del abrigo.

La calle estaba a oscuras, en ella no había nadie más que el viento. Un coche patrulla pasó a toda velocidad; los policías que iban dentro lanzaban miradas amenazadoras a los portales vacíos. El viento frío le punzó los dedos recordándole que no se había puesto los guantes. Dejó los paquetes en la acera helada, sacó los guantes de los bolsillos del abrigo, se los puso con cuidado y se los abrochó. Para esa noche llevaba té suficiente; al día siguiente podía comprar más si Tina era real. Si Tina estaba de veras allí.

Otra parada de autobús más, una más cerca de su apartamento y casi casi habría llegado a la habitual. Mientras andaba hacia ella, descubrió para su sorpresa que estaba contento. Tardó media manzana en averiguar el motivo de su felicidad: el saber que Lara era real aunque Tina no lo fuera.

Quizá se riera de él; era lo más probable; de vez en cuando él se reía de sí mismo. Pero prefería oír la risa de ella que tener que escuchar lo que pudiera decirle la gente de cualquiera de los dos mundos. En la televisión, una mujer había comentado que los perros salvajes no ladraban y que los mansos ladraban para imitar el lenguaje humano. ¿Qué eran las conversaciones de la gente, de Bridget Boyd, de H. Harris Henry, sino imitaciones animales de la voz de Lara, de la risa de la diosa? Aunque seguramente lo rechazaría como amante, ¿iba a rechazarlo como sirviente? Si lo hacía, se convertiría en su esclavo.

Miró de reojo hacia atrás y vio que por la calle bajaba un autobús. Se dio prisa y llegó a la parada justo cuando el vehículo se detenía.

Hasta que no se levantó para bajarse no recordó que tendría que contárselo a Tina. Estaría en casa, esperándolo en la sala, oculta entre los cojines del sofá, en el lugar que ella había bautizado como su fuerte secreto; aparecería de golpe en cuanto oyera la llave en la cerradura. Entonces tendría que contarle también que no le había sido posible comprar el escritorio.

El sabor del fracaso le amargó la boca.