6

El boxeador de segunda fila

Despertó preguntándose dónde estaba. Por un instante aquella cama le pareció igual a la suya y la habitación, la de su apartamento. Tanteando en busca del mando de la manta eléctrica encontró el teléfono.

El recuerdo no acudió a su mente en tropel. Más bien gradualmente, como los invitados a un baile de disfraces, como los bailarines disfrazados de un sueño. Le preocupaba recordar los sueños con tanta claridad y absolutamente nada del mundo vigilante; se sentó en la cama y vio el mortecino pasillo exterior.

Se preguntó fugazmente qué hora sería. Al final del pasillo, muy al final, alcanzaba a distinguir una oficina de enfermeras brillantemente iluminada. Encontró unas zapatillas debajo de la cama.

— ¿No puede dormir? -le preguntó la enfermera de guardia. No le pareció ni amable ni antipática.

— Quería saber qué hora era.

— Lo que hace la mayoría -dijo la enfermera despacio- es encender el televisor. Entonces por los programas saben la hora. O tarde o temprano la dan.

— El mío no funciona.

La enfermera reflexionó un instante sobre este aspecto y luego miró despacio hacia la encimera de la mesa. Él vio la tapa posterior de bronce de un pequeño reloj.

— Las once y treinta y cinco -dijo la enfermera.

— Hubiera jurado que era más tarde.

— Son las once y treinta y cinco -repitió-. En esta época del año oscurece temprano y a los pacientes los mandamos a la cama temprano.

Al regresar a su habitación se le ocurrió que con toda probabilidad North se habría vuelto a dormir. North guardaba la ganzúa en la mesa que había junto a su cama.

Tan deprisa y en silencio como pudo giró la esquina en lugar de ir a su cuarto. Por el pasillo avanzaba pesadamente en su dirección un hombre rubio y corpulento que vestía un abrigo oscuro. Se metió en la habitación de North fingiendo que era la suya.

North era apenas una pila confusa de mantas, una respiración apenas audible. Se acercó de puntillas a la mesa y pasó los dedos por la superficie. La ganzúa no estaba.

Dio con un cajoncito poco profundo. Lo abrió con cuidado. Sus dedos descubrieron una maraña de objetos diversos: un librito que parecía una agenda, una pluma, clips para papeles, una tuerca hexagonal.

Pensó entonces que no había ningún otro sitio donde buscar. Sin embargo lo había: el alféizar de la ventana. Al volverse para examinarlo, golpeó ligeramente con la cadera el cajón abierto. Se oyó un leve tintineo metálico y North gruñó suavemente, como presa de un sueño doloroso.

Se arrodilló y repasó las baldosas con las puntas de los dedos. La ganzúa se encontraba en el ángulo que había entre la mesa de noche y la cama de North.

Cuando salió al pasillo notó que había luz en la habitación contigua a la de North; intrigado, se detuvo a echar un vistazo. El hombre rubio y corpulento con el que se había cruzado en el pasillo se encontraba sentado en una de las sillitas del hospital, con una gorra de tela en la mano. Walsh estaba sentado en la cama con cara alegre y despierta.

— ¡Pasa, pasa! -le gritó Walsh-. Quiero presentarte a Joe. Vacilando un poco entró.

— Joe ha peleado esta noche. ¿Lo has visto en la tele? ¡Fue maravilloso, maravilloso! KO en el tercer asalto.

— Mi televisor está estropeado.

— Sí, claro. Ya me lo has dicho. Pues te diré que yo sí vi la pelea. No me he perdido un solo segundo. Lo animé como loco. -Walsh lanzó una carcajada-. Con razón me tienen aquí.

— Siento habérmela perdido.

— Te diré que Joe no perdió de vista a su contrincante. — Walsh hacía movimientos de boxeo con sus puños pequeños, uno dos, uno dos-. Joe, enséñale la cara. ¿Lo ves? Apenas lo ha tocado.

En la mandíbula se le apreciaba un hematoma azulado.

— Una sola vez logró encajarme un buen golpe -explicó Joe.

Su voz, tan grande y lenta como él, aunque no gruesa, amenazaba casi con convertirse en un chillido adolescente.

— Era un buen peleador, un boxeador realmente bueno. Pero yo le llegaba mejor.

— Joe, no estaba en condiciones de subirse al cuadrilátero contigo. -Walsh frunció el ceño -. Ése es el problema de representar al campeón. Es muy difícil conseguirle un rival que esté a su altura.

— Tengo que irme, Eddie -dijo Joe -. Mi mujercita me espera.

— Ven mañana…, ¿me oyes? Tendrás tiempo de sobra porque no quiero que entrenes al aire libre, ¿entendido? Hace demasiado frío. Podrías darle un poco al saco ligero, saltar a la cuerda. Pero en general deberías descansar de la pelea. Volverás a entrenar pasado mañana.

— Vale, Eddie.

— Jennifer nunca va a verlo pelear. Siempre tiene miedo de que lo lastimen. Ve los combates por la tele y le tiene la cena preparada cuando llega a casa.

— Ya -dijo él -. Eddie, tenía que decirte que Billy North pescó a Gloria Brooks haciéndoselo a Al Bailey. -Se preguntó entonces qué le estaría haciendo, quizá Walsh se lo dijera-. North fue a la habitación de Al para pedirle prestado un cigarrillo.

Walsh asintió.

— Ya, ya me imagino, el muy cabrón. ¿Sabes? -su rostro comenzó a crisparse como el de un niño cuando se le habla de una tragedia demasiado grande como para que la entienda-. Al siempre me había caído bien. -Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas de Walsh-. ¡La muy zorra!

Joe se puso de pie y dijo:

— Te veré mañana, Eddie. Lo prometo.

— Bien, Joe. Mi muchacho.

Se volvió, dispuesto a trasponer el vano detrás de Joe. Walsh lo llamó.

— Quédate un momento, ¿quieres? Tengo que hablar contigo.

— Está bien. Si te empeñas.

Joe le lanzó una mirada que parecía cargada de intenciones. Sus zapatones raídos no hacían más ruido que las patitas de un gato.

— Ojalá pudiéramos cerrar la puerta -le susurró Walsh cuando Joe se hubo marchado-. Asoma la cabeza y echa un vistazo.

Después de hacerlo, le dijo a Walsh:

— No hay nadie.

— Bien. -Walsh resolló-. Quiero hablarte de Joe. Sé que vas a decirme que no puedes hacer nada por él. Pero sólo quiero desahogarme.

— Claro -repuso él. Se sorprendió al descubrir que aquel hombrecillo le caía bien-. Claro, Eddie. Adelante.

— Joe está casado con la tal Jennifer. Ya nos has oído hablar de ella.

Asintió.

— Tiene veinte años, es rubia, realmente guapetona. Y dulce, ya sabes cómo son. Una mosquita muerta. Le dice a Joe que esperarán hasta que ella cumpla treinta y cinco. Eso le da a Joe quince años. Él está de acuerdo. Ya sabes cómo son los muchachos de su edad, les parece que los treinta y cinco no llegarán nunca. Oye, y tú, no estarás casado, ¿eh?

— No -respondió-. Todavía no. Tal vez nunca.

— Así se hace, chico. -Walsh hizo una pausa-. La cuestión es que no sé si Jennifer deja en paz a Joe. Él dice que sí, pero ¿tú le creerías? Ya has conocido a Joe. No se entera de nada hasta que no le das con un garrote. Joe no es tonto (eso se cree la gente, pero se equivoca), lo que pasa es que no se da cuenta de las cosas. Está como metido en sí mismo. ¿Me explico?

— A veces a mí me pasa lo mismo.

— Así que ruego a Dios para que a Jennifer la atrepelle un camión. Pero si algo así le pasara, Joe…

Pensó en cómo se sentiría si algo así le pasara a Lara y acabó la frase:

— Podría suicidarse.

Walsh asintió.

— Pero no con la bebida ni tirándose por una ventana, Joe no es de esos. Se encerraría en algún lugar donde pudiera estar solo y nadie fuera a fastidiarlo. En algún lugar del oeste, me imagino. No volvería a pelear en su vida.

Recordó que el hombre de la cara colorada le había dicho que Overwood se encontraba al pie de las montañas y le preguntó a Walsh:

— ¿Crees que Joe se iría a las montañas? ¿A alguna parte de Manea?

— Sí -asintió Walsh sombríamente-. Ahí es justamente adonde podría irse.

Se apagaron las luces.

En la oscuridad se oyó la voz resuelta de Walsh:

— Joe está en la recepción. Las apagan desde ahí.

Cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad, distinguió el oscuro perfil del vano de la puerta.

— Me sorprende que te dejen tener visitas tan tarde.

— Uno de los tíos que trabaja aquí es el entrenador de Joe -le explicó Walsh -. Sabe que tengo que ver a mi representado después de las peleas.

Vaciló, pero aparentemente no había nada más que decir. La pequeña ganzúa de cobre que tenía en la mano le pareció pesada y dura.

— En fin, buenas noches, Eddie.

— Buenas noches.

En el pasillo se topó con Joe que avanzaba silencioso hacia él y tuvo la impresión de que había pasado ya por lo mismo. Se disponía a hablarle, pero Joe levantó un dedo a manera de advertencia y se calló. Joe lo guió aferrándolo por el brazo, suavemente pero con firmeza, y cuando se encontraron pasillo abajo, le preguntó:

— ¿Te apetece un café? ¿O una gaseosa? Tienen gaseosas.

— ¿Nos servirán a estas horas? -inquirió.

— Son de máquina. W.F. nos dejará pasar.

Joe abrió una puerta que parecía cerrada con llave, una pesada puerta metálica con la letra C, y una cerradura bien grande cuya clara misión era impedir que la gente entrara. Bajaron por unos tramos de estrecha escalera de cemento dejando atrás un descansillo tras otro, y al trasponer una segunda puerta se encontraron en una amplia sala vacía donde filas y más filas de sillas y desvencijadas mesas de madera se perdían en la oscuridad. Un rincón de la sala estaba iluminado y el negro se había sentado en ese rincón; todavía llevaba el pulcro uniforme blanco y tenía ante él una humeante taza de café.

Joe lo saludó con la mano, se la metió en el bolsillo y sacó un raído monedero de cuero.

— Yo me tomaré una gaseosa -dijo -. ¿Tú que quieres?

— Café, supongo. Con crema y azúcar.

— De acuerdo. -Joe sacó dos monedas de cinco céntimos del monedero y lo cerró con fuerza-. Si quieres puedes sentarte con W.F. Ya te lo llevo.

Asintió e hizo lo que se le sugería al tiempo que deseaba haber visto mejor las monedas de cinco céntimos. No se parecían a las que él estaba acostumbrado.

— ¿Qué te he dicho sobre levantarte de la cama? -le preguntóW.F. -. ¡Vaya, vaya! Verás tú lo que vale un peine. -Su sonrisa era contagiosa.

— Ahora tendrás que entregarme, supongo.

— ¿Supones? ¿Qué quieres decir con eso de que supones? \Sabes que lo haré! Te pasarás todo el año en la cocina, de pinche. Tendrás que lavar tantas pilas de platos que te saldrán por las orejas. Cuando te vean las mujeres, te echarán cien años. Así seguro que te dejarán en paz.

Asintió y dijo:

— Al menos podré birlar postre de chocolate.

W.F. se rió entre dientes.

— ¡Es verdad! Con razón a Joe le caíste bien en seguida.

Le echó un vistazo al grandullón que en ese momento iba rápidamente de una máquina a otra con una botella roja en la mano.

— ¿Es cierto que Joe es boxeador profesional?

— ¿No lo sabías? Yo soy su entrenador. ¿Me has visto en la tele?

Sacudió la cabeza.

— ¡Jo, tío, la que te has perdido! Fuimos la principal atracción. Ey, Joe, cuéntale que peleaste en el encuentro principal.

Joe, que en ese momento se les acercaba con la botella en una mano y una taza humeante en la otra, sacudió la cabeza.

— La última preliminar -dijo, como pidiendo disculpas-. A cinco vueltas.

— Sólo que a ti no te hicieron falta cinco vueltas. Eso es para flojos. Porque lo noqueaste en la tercera.

Joe deslizó la taza de café hasta acercársela y, lenta y pesadamente, se sentó en una de las desvencijadas sillas de madera.

— De eso quería hablarte. Eddie cree que soy el campeón del mundo de los pesos pesados.

— Ya lo sé.

— No lo soy. Tal vez nunca lo sea.

— Nunca pensé que lo fueras, Joe -le dijo él asintiendo.

— Pero la próxima vez vas a pelear en el encuentro principal — aclaró W.F. -, si esa dulce Jenny sabe lo que se hace.

— Tal vez -repuso Joe asintiendo despacio.

— ¡Tal vez! Con toda seguridad querrás decir.

— Jennifer me ha hecho de representante desde que le pasó esto a Eddie. Pero él sigue siendo mi verdadero representante. Volverá a coger las riendas cuando se encuentre mejor.

— Eddie entrenaba a Joe en persona -explicó W.F. -. Entonces vino aquí y no tenía a nadie porque Jenny no quería hacer esa faena. Y me ofrecí. No cobro nada, veo todas las peleas gratis y todo el mundo me ve en la tele porque las transmite un canal. A veces salimos en la parte de deportes del telediario cuando no tienen nada más que pasar. Todo el mundo dice, «¡Uauh! Fíjate en el viejo W.F. cómo revolea la toalla.» Además Joe casi siempre gana y eso me gusta.

— Es una amabilidad de tu parte apoyar a Eddie. Una amabilidad de los dos.

Joe se llevó la botella a los labios por primera vez. Era una botella grande y la marca — Poxxie- aparecía destacada en letras realzadas en el cristal. Joe se echó un poco más del contenido rojo con aspecto venenoso al gaznate, que parecía capaz de abrir y mantener abierto como la válvula de un tubo.

— Sería incapaz de abandonar a Eddie ahora que se cree que soy el campeón. No quiero que le digas que no soy campeón. Se molestaría.

— No se lo diré. Joe eructó con solemnidad. -Y si puedes echarle una mano… Impulsado por quién sabe qué espíritu dijo: -Creo que la mejor manera de ayudarlo sería que tú te convirtieras en campeón. Entonces se pondría bien.

— ¿Qué te he dicho? -gritó W.F. -. Tú sí que eres un tío listo.¡Sí, señor!

Joe sacudió la cabeza y repuso:

— No creo que pueda hacerlo.

— Dudo que ningún campeón pensara que podía antes de lograrlo.

Una levísima sonrisa se dibujó en los labios de Joe. una sonrisa que habría pasado inadvertida a no ser por la impasividad de sus anchas mejillas y su pesada barbilla. Como para secarse las últimas gotitas de Poxxie, una manga amplia y oscura del abrigo se elevó y restregó aquella curva infinitesinal; con todo, la sonrisa no se borró.

Bostezó aunque no tenía la menor intención de hacerlo.

— Será mejor que te lleve a la cama -dijo W.F. -. Ya has trajinado lo tuyo y me parece que estás hecho polvo.

— Bah, no es nada -le dijo.

Bebió un sorbo de café y comprobó que sabía aún peor de lo que olía. Poco después, W.F. le subía la manta hasta los hombros.

— Tornarás postre de chocolate con todas las comidas -le dijo W.F. -. Incluido el desayuno.