35
Al final del primer asalto, tuvo la impresión de que Joe se había llevado la peor parte a pesar de haber acertado unos cuantos golpes buenos. Joe había peleado a la defensiva, cubriéndose, fintando y manteniendo a Sawyer a distancia. Recordó vagamente una noche en la habitación de Walsh. Joe había dicho que su contrincante había sido un boxeador experto, pero «yo le llegaba mejor». O algo por el estilo. Joe le llegaba mejor, tenía el brazo unos tres o cuatro centímetros más largo; al menos eso le parecía. Pero ¿de veras era eso tan importante? ¿Tres o cuatro centímetros?
Del mismo modo que la muerte de un progenitor o un trabajo estival despierta a un niño a la edad adulta, y que la subida accidental del telón de un teatro nos muestra a los tramoyistas apresurados y al sudoroso actor que hay detrás de Lear o de Willy Loman, aquellas sombrías reflexiones poco a poco le permitieron ver a Joe y a Sawyer. Siempre había pensado que el boxeo consistía en que un hombre fuerte y valiente zurrara a otro menos fuerte y menos valiente. Así habían sido sus derrotas en el patio de la escuela, o al menos así las había considerado.
No era verdad. Joe y Sawyer jugaban un juego tan complejo como el ajedrez, y lo jugaban con un distinto número de piezas que el nacimiento y el tiempo les habían otorgado a cada uno.
Sonó la campana y los boxeadores se levantaron de inmediato. Se pasaron medio minuto fintando y dando vueltas como antes. El dragón se acercó deprisa envolviendo a Joe con sus escamas do-
radas. Estaban tan cerca que, por encima del rugido del público, alcanzaba a oír el paf paf de sus puñetazos; pero no podía ver…, no veía lo que había pasado. Se separaron, volvieron a dar vueltas en círculos como antes; Joe tenía unas manchas encendidas en el pecho; la cabeza de Sawyer se bamboleaba como si el campeón intentase aclarársela.
Lara soltó el aire con un prolongado suspiro.
— Creí que ya estaba -dijo.
Le preguntó a qué se refería, pero Lara se limitó a sacudir la cabeza igual que Sawyer.
Los boxeadores volvieron al cuerpo a cuerpo y esta vez los vio mejor. Sawyer llevaba la cabeza inclinada sobre los puños que iban y venían como pistones. Joe mantenía alejado a Sawyer con la cabeza y los hombros mientras paraba los golpes con sus musculosos antebrazos. Cuando se separaron, uno de esos brazos salió disparado y el puño enfundado en el guante marrón se clavó en la mandíbula de Sawyer, apoyada contra el esternón.
Le tocó al campeón retroceder y lanzar puñetazos en el aire mientras Joe avanzaba a saltitos, desplazándose a derecha e izquierda mientras Sawyer trataba de girar en círculos.
— Fíjate cómo zigzaguea -le gritó Walsh a Lara-. ¡Dios santo, qué magnífico es!
Sonó la campana, Joe volvió a reunirse con W.F. en su rincón y entonces ocurrieron tres cosas al mismo tiempo. Walsh se levantó de un salto y corrió al rincón de Joe. W.F. le gritó «¡Agua!» a North. Y North agitó ambas manos, como si hiciera un pase mágico, como lo haría una niña pequeñita que con asco se limpiara los dedos sucios en el delantal; este último movimiento le permitió empuñar una automática negroazulada en cada mano.
Por un instante, North posó con las pistolas, como si se tratara de un actor bajo los focos. En ese instante, Klamm se tiró al suelo y Lara lanzó un grito. Se le ocurrió pensar que ninguno de los dos tenía demasiados motivos para estar asustado; North ya lo apuntaba con sus armas. Disparó las dos al mismo tiempo produciendo un ruido ensordecedor. Se agarró de las cuerdas como le había visto hacer a Sawyer minutos antes, saltó torpemente y aprovechó el impulso para encajarle una patada en la ingle a North.
North se tambaleó hacia atrás, uno de los disparos salió hacia las vigas del techo. Joe y Sawyer se pusieron en pie. La arbitro tocaba su campana para que los boxeadores volvieran a pelear, creyó él, e iban a hacerlo delante de North.
No, North se levantaba, se dirigía a las cuerdas empuñando un arma. Los hombres de Klamm abrieron fuego desde el pasillo. El revólver de North ladraba escupiendo chispas y saltando como un perro enorme y enfurecido; pero W.F. lanzó el maletín rojiblanco, que fue a golpear contra el brazo de North.
Entonces él empuñó el arma. La levantó hacia arriba y hacia atrás. Disparó; el fogonazo lo dejó medio cegado y el ruido de la detonación fue ensordecedor. La mandíbula de North era una horrible mancha roja, a pesar de ello, logró golpearlo una y otra vez. Oyó el ruido que le hizo la nariz al fracturársele, un ruido espantoso; algo le había invadido la cabeza provocándole una destrucción. Pugnó por respirar, tragó sangre y la escupió. Por la cara le corría más sangre.
Joe le encajó un guantazo a North en la oreja. Después de eso, North dejó de luchar con él para recuperar el arma. La empuñó, pero no supo qué hacer… y se la quitaron. El cadáver de North yacía despatarrado sobre la lona, cerca del centro del cuadrilátero, sobre una mancha escarlata que iba haciéndose poco a poco más grande.
— Siéntate -le ordenó W.F. -. Hay que ponerte hielo en la nariz. Parar la hemorragia.
Descubrió que detrás de él había un taburete. Se sentó; sintió deseos de hacer algún comentario sobre plátanos o tomates, bromear con W.F., pero no podía hablar, no lograba coger los efímeros pensamientos en la trampa de las sílabas y las frases. Había perdido unos cuantos dientes y con la lengua se fue explorando los huecos.
Klamm se había subido al cuadrilátero, hacía señas al público y mascullaba cosas a los boxeadores aferrándolos por el hombro. Los dos púgiles le sacaban una cabeza a Klamm.
Joe se agachó delante de él y le preguntó:
— ¿Te encuentras bien?
Tenía el hielo sobre la cara pero se las arregló para asentir.
— Te has portado como un valiente. -Las palabras sonaron amortiguadas, poco inteligibles debido al protector que Joe llevaba en la boca.
La campana volvió a sonar con fuerza. Klamm la había golpeado con la caja de un anticuado reloj de bolsillo.
— Tengo que irme -balbuceó Joe-. Pero eres todo un campeón.
— Alto ahí -le ordenó W.F.
— La pelea -dijo Klamm-. La pelea hará que se olviden de esto. Harás que éste sea un asalto largo, ja? Porque tal vez al final vuelvan a estar nerviosos. -Klamm se dirigía a la arbitro, no a él.
Un hombre de gesto duro al que reconoció como uno de los guardaespaldas de Klamm preguntó:
— ¿Dónde está el otro revólver?
Walsh se lo entregó mansamente, asiéndolo por el cañón.
— Sólo pude meterle un balazo -confesó Walsh-. Siempre había alguien en el medio.
— Menos mal que no hiciste un segundo intento.
— Nunca se sabe -dijo Walsh asintiendo.
— Lo llevaremos al hospital -le explicaba Klamm a W.F. -. Que lo vea un médico. Usted ocúpese de su hombre, ja?
W.F. le sacó el hielo y le cambió los tapones de algodón de la nariz. El guardaespaldas de Klamm lo ayudó a saltar las cuerdas. Miró a su alrededor para buscar a Lara pero ya se había ido.
— No está aquí, Herr Kay -le explicó Klamm.
Era como si hubiese preguntado en voz alta… Pero no lo hizo porque le costaba mucho hablar. Klamm lo había entendido; le había leído el pensamiento, o al menos le había leído la expresión de la cara y visto hacia donde miraban sus ojos. Por primera vez cayó en la cuenta de que una persona no se convierte en miembro del gabinete por casualidad, que aquel hombre anciano y sonmoliento, de bigote teñido, poseía tal vez habilidades extraordinarias.
El guardaespaldas le preguntó si podía andar.
— Anda -declaró Klamm-. Es un tipo duro, un Raufbold, ja?
Era tal el dolor que sentía en la nariz que le quemaba toda la cara. Se preguntó vagamente si tendría alguna otra herida. Los dientes, claro, pero el otro dolor ahogaba éste.
Afuera, varios cientos de hombres se arremolinaban alrededor de la arena.
«North ha muerto.» «North ha muerto.» «Ahí dentro… acaban de matar a Bill North.» Lo oía de todas partes; no podía precisar quién lo había dicho porque todo el mundo repetía lo mismo. Un hombre que tendría más o menos su misma edad lloraba sin ningún pudor, las mejillas cetrinas bañadas en lágrimas. Los guardias de Klamm empuñaban sus armas, en un caso se trataba de un revólver de extraño aspecto con un cargador largo y curvo. Decidió que sería un arma de repetición.
Tres coches negros -uno de ellos una enorme limusina- esperaban aparcados junto al bordillo.
— Va conmigo -dijo Klamm, solemne-. No tenéis por qué venir.
Un chófer uniformado y armado les abrió la puerta trasera. Klamm subió primero, se deslizó por el amplio asiento de cuero para dejarle sitio. La puerta se cerró tras él con un suave clic.
— Hemos de hablar en privado, Rudy -dijo Klamm, y de inmediato, del asiento delantero subió un grueso cristal que llegó hasta el techo del vehículo.
Un momento después, la limusina se alejaba suavemente del bordillo. Uno de los sedanes la precedía y sospechó que el otro iba detrás, pero no se molestó en volverse para comprobarlo.
— Me ha salvado la vida -le dijo Klamm-. Lo recompensaré, si puedo. Tengo dinero y en este lugar gozo de una cierta autoridad.
— No -le dijo. A duras penas logró menear la cabeza.
Desde su bolsillo, Tina anunció:
— Necesita tu ayuda, papá.
— Entonces la tendrá. Lo que pueda darle.
— Quiero encontrar a Laura -dijo él.
El anciano suspiró y repuso:
— Igual que todos nosotros, Herr Kay.
— Es su hija…, usted es su padrastro.
— Mi hijastra es una mujer adulta. Va donde quiere. Algunas veces me lo cuenta porque me quiere, ella es así. Pero la mayoría de las veces no me dice nada. Lo ayudaré si puedo, pero no puedo decirle su apartamento está aquí, o su hotel es aquel.
— No -le dijo-. No es así.
— ¿Qué quiere decir, Herr Kay? -Klamm se reclinó en su rincón, con los ojos más cargados de sueño que nunca.
— Lara dice que es su hijastra y usted dice que ella es su hijastra. Pero no puede ser, en realidad no lo es, y usted lo sabe. Es la diosa. Klamm abrió grande un ojo e inquirió:
— ¿Se lo ha dicho ella?
Intentó pensar.
— Lo deduje. Y ella lo admitió. Sabe que lo sé.
— Sí, Herr Kay, es la diosa.
Entonces lo comprendió y no entendía por qué no lo había comprendido antes.
— Entonces usted es su amante…, o uno de sus amantes. O lo fue.
— Sí, Herr Kay. — Klamm volvió a cerrar el ojo. Y luego abrió los dos-. Hace tiempo, cuando era más joven que usted. Pero ella sigue teniéndome aprecio, nicht wahr? Le sostengo la mano. Ella sostiene la mía. Nos besamos cuando nadie nos ve. Es todo. ¿Tanto envidia a este anciano, Herr Kay?
— No.
— La ayudo cuando puedo. Le hago ciertos trabajos. Ella no me los pide, pero sabe que me hace feliz complacerla. Algunas veces me ayuda, como esta noche, que me salvó la vida. Lo ha traído a usted, Herr Kay; sin usted, en este momento, yo estaría muerto.
Restó importancia a la cuestión con un gesto y le dijo:
— Quiero preguntarle cosas sobre ella, pero no sé por dónde empezar.
— Siempre es muy hermosa. Cree que puede ocultar su belleza a su antojo, pero en eso se equivoca. Ocurre que a veces, esa belleza es abierta, la belleza de alguien que se sabe bella, ja? Otras veces, es la belleza cerrada de alguien que no lo sabe y debemos verla. Si nos preguntamos «¿Por qué no es hermosa esa mujer?» nunca lo descubrimos. Pero si buscamos, lo sabemos, creo.
— Sí, el caso de Lora Masterman. Señor Klamm, cierta vez, cuando estaba internado en el hospital e intenté llamar a mi apartamento, contestó usted.
Klamm asintió letárgicamente.
— Contesté yo y usted me colgó el teléfono. ¿Quiere saber cómo pudo pasar algo así?
— Sí, señor.
— Es muy sencillo. Ella pensó que usted podría llamar. Algunas veces se puede, de aquí a allí o viceversa. Lo dispusimos todo para que esas llamadas pasaran por mi despacho. Con un instrumento especial, no sé si comprende. Me habló de usted y me pidió que lo ayudase en caso de que necesitara mi ayuda. Pero no ocurrió así.
— En otra ocasión me contestó otro hombre.
— Uno de mis agentes -le explicó Klamm-. Suelo estar en mi despacho, aunque a veces no. Cuando debo ausentarme, otra persona contesta mis llamadas. A veces debemos actuar de inmediato, en cuyo caso, esa persona actúa en mi lugar, en mi nombre.
— Quería saber dónde estaba yo. Lara sabía dónde estaba. Me envió flores.
— Pero nosotros no, y tampoco sabíamos que Laura sabía. Verá usted, no lo sabe todo, si bien sabe mucho. Y no me cuenta ni la décima parte de lo que sabe. Puede que sólo le envíe flores a manera de experimento; si el florista hubiera dicho «allí no hay nadie con ese nombre», ella se habría enterado de que estaba usted en otra parte. Con frecuencia hacemos esos experimentos. Lo del General Unido lo acertó a la primera, ja? Con frecuencia llevan allí a los visitantes.
Era la palabra que Fanny había empleado.
— ¿Soy un visitante peligroso o uno inofensivo, señor Klamm? Klamm se rió por lo bajo.
— Inofensivo, muy inofensivo, igual que yo. Pero Herr North es un visitante peligroso, ¿comprende? Por eso debemos interrogarlos a todos. Es usted responsabilidad de una de mis subordinadas. Ella impedirá que le hagan daño, tal vez algún día Laura vuelva a buscarlo.
— Una cosa más, señor. Le he mencionado a ese otro hombre que contestó el teléfono en mi apartamento.
— Ja.
— Una vez lo vi en la televisión. Encendí el televisor y ahí estaba él, contestando el teléfono en mi apartamento.
Klamm asintió y repuso:
— ¿No había nadie más viendo la televisión? Tal vez otra persona habría visto lo mismo que usted, Herr Kay. Tal vez no. Lo más probable es que no. Entonces ella estaba cerca de usted, suele provocar esos sueños, no sé explicarle por qué.
Allí acabó la conversación por un rato y le pareció que la limusina debía haberse detenido delante de un hospital cuando Klamm dijo no sé explicarle por qué. Pero en realidad no lo hizo, sino que siguió al sedán negro otro kilómetro más por lo menos mientras él reflexionaba sobre cuanto habían dicho y Klamm, acurrucado en su rincón, aparentemente se había dormido. Cuando llegaron al hospital -según el cartel iluminado por los faros del coche, el St. Anchises- la limusina no se detuvo delante sino que se dirigió a la puerta de urgencias de la parte trasera.
— Adiós, Herr Kay -le dijo Klamm tendiéndole otra vez la mano-. No, en momentos así tiene derecho al nombre correcto. Adiós, Herr Green, amigo mío. ¡Que la suerte lo acompañe! Lo llamo Herr Kay porque me recuerda a un viejo amigo que era yo.
Estrechó la mano de Klamm.
— Adiós, señor Klamm. Llámeme como usted guste.
Uno de los guardaespaldas le abrió la puerta.
— ¿Sabe cómo ponerse en contacto conmigo en el despacho, ja? O con otra persona que actuará por mí.
Al abrirse la puerta se encendió la luz del techo; asombrado, comprobó que Klamm tenía los ojos anegados en lágrimas. -Sí, señor -le contestó.
— Cuide de él, Ernest. Que lo vea un buen doctor.
— No se preocupe, señor secretario -replicó el guardaespaldas. Se apeó del coche y en cuanto se hubo cerrado la puerta, la limusina partió como deslizándose sobre la calzada. -Qué anciano más agradable -dijo Tina. El guardaespaldas la miró y sonrió.
— ¿Tiene una de esas muñecas? Yo también tenía una.-Tendrías que conseguirte otra -le dijo Tina.
Siguió al guardaespaldas hasta una sala muy iluminada donde un oriental que había estado bebiendo en un tazón de porcelana desconchada se levantó para atenderlo.
— Me alegra volver a verlo -le dijo el oriental-. Pero no aquí. Siéntese.
Se sentó y le dijo:
— Yo también me alegro de volver a verlo, doctor Pille. -Al cabo de un rato agregó-: Creí que estaba en el otro lugar.
— Sólo cuando me necesitan. Se encuentra a una manzana de aquí. Aquella vez sufrió usted una conmoción, ¿lo recuerda?
— Claro -dijo-. ¡Ay!
— Tiene la nariz rota -le informó el doctor Pille -. Habrá que arreglársela. Le pondré anestesia, pero le dolerá un poco. ¿Se ha metido en una pelea?
Una enfermera contestó por él.
— Con un asesino, doctor. Salió todo por la televisión.
Sin dejar de examinarle la nariz, el doctor Pille asintió y dijo:
— No me diga.
— ¿Puede tenerlo ingresado toda la noche, doctor? -preguntó el guardaespaldas-. Mañana vendrán a recogerlo.
— Claro que sí -contestó el doctor Pille irguiéndose. Y empezó a llenar la hipodérmica.