5

North

Volvió a tumbarse de espaldas con las manos entrelazadas detrás de la nuca; en esta ocasión intentó dormir. La sala o el ala o lo que diablos fuera ya dormía. De vez en cuando oía las suaves pisadas de las enfermeras calzadas con zapatos de goma y más raramente el arrastrar de las finas zapatillas de un paciente. Pensaba en el mundo.

Pero no en el mundo en el que se encontraba, sino en el mundo real, en el mundo normal.

Allí, los chino-americanos hablaban un inglés normal y estudiaban para físicos nucleares; en los desfiles, las chicas no invitaban a los hombres a entrar en sus carrozas. En el mundo real, los alcohólicos no tenían habitaciones privadas. Probablemente.

Lo más importante de todo era que en el mundo real hacía tiempo que los tranvías habían pasado a la historia y sus vías habían sido enterradas bajo capas y más capas de asfalto. Aunque, la verdad, no tenía sentido haberse deshecho de ellos. Porque habían sido baratos y utilizaban una fuente de energía no contaminante. Sin embargo, los habían quitado y se había permitido que continuaran existiendo cientos de aparatos dañinos; así era como funcionaba el mundo normal.

En ese momento, un tranvía pasaba por delante del hospital. Oyó el leve tintinear de su campana y supo que si se asomaba a la ventana vería su único faro brillando dorado a través de la nevada.

La habitación carecía de puerta y una débil luz se filtraba del pasillo exterior suavemente iluminado por la noche. Al comprobar que oscurecía de repente, se sentó en la cama.

Había un hombre de pie en el vano. Por un instante pensó que era Walsh. Pero Walsh era completamente calvo; y la silueta de este otro hombre, aunque no mucho más alta, tenía una cabeza poblada de una tupida cabellera.

— Estás despierto -susurró el hombre.

— Sí -asintió él.

— Quería decirte una cosa… Aquí tenemos una especie de radio macuto. Cada uno va pasando la noticia a alguien. ¿Sabes qué te quiero decir?

— Creo que sí.

— De esa manera, lo que sabe una persona lo saben todos. Así nos mantenemos vivos aquí adentro. Esta noche, la Gloria Brooks se lo hizo a Bailey. Billy North fue a la habitación de Al para sablearle un cigarrillo y la pescó en plena faena. Cada uno va pasando la noticia a alguien.

— De acuerdo, se lo diré a alguien -dijo -. ¿A quién tengo que contárselo?

— Te he visto hablar con Eddie.

— Bien, se lo contaré a él. ¿Dónde está?

— Pasillo abajo, giras a la derecha, y a partir de ahí cuenta dos o tres puertas.

— De acuerdo -volvió a decir.

Cuando se sentó en la cama el hombre había desaparecido.

Se dijo entonces que de todos modos no tenía sueño y su depresión iba en aumento. Había tendido la mano hacia el teléfono al menos una docena de veces y una docena de veces la había apartado diciéndose que despertaría a Lara, que se enfadaría con él, pero en el fondo sabía que era porque temía no encontrarla, porque temía que no hubiera nadie en el apartamento. Porque temía que en el apartamento no hubiera habido nunca nadie más que él.

En su historia clínica ponía alcoholismo. Recordó que en unas cuantas ocasiones había bebido mucho y la noche anterior, con Lara, había bebido demasiado. Su madre le había contado que su abuelo había sido muy bebedor. Antes de morir, había visto un niño de cabellos dorados, un niño de cabellos dorados que nadie había visto jamás. ¿Sería Lara como aquel niño? Intentó recordar el nombre del niño de cabellos dorados. ¿Chester? ¿Mortimer? Su madre le había contado que su abuelo había hablado mucho de él en los meses que precedieron a su muerte, pero ahora ya no existía, había desaparecido por completo; al morir su abuelo nadie más volvió a ver al niño de cabellos dorados.

¿Acaso alguien habría visto a Lara? ¿La vería alguien más si él moría esa misma noche? No tenía intenciones de morirse esa noche, pero tuvo la sensación de que aquella noche no acabaría nunca, que los tranvías color rojo ladrillo atravesarían eternamente la oscuridad en medio de la nieve.

En el pasillo brillaban suavemente unas luces de color amarillo verdosas. Chartreuse, dijo para sus adentros y se preguntó si no sería alcohólico después de todo, si utilizar el nombre de una bebida para designar un color no sería un síntoma de alcoholismo, un vicio que se ocultaba incluso a sí mismo. Al fin y al cabo, en cierta ocasión, en la tienda lo habían metido en una especie de programa. ¿No habría sido un tratamiento para alcohólicos?

«Pasillo abajo, gira a la derecha, y a partir de ahí cuenta dos o tres puertas.»

¿Serían dos o tres? Decidió probar primero con la dos y descubrió que en realidad no había puertas y que todas las habitaciones carecían de ellas igual que la suya. Junto a cada vano, los números en bronce sobre la pared le indicaron que la segunda era la 86E. Debajo del número había un portatarjetas en el que debería haber figurado el nombre del ocupante. Estaba vacío, aunque alcanzó a oír un leve suspiro que lanzó el ocupante al respirar.

Consideró brevemente la posibilidad de que el ocupante de la habitación fuera un maníaco homicida, Al fin y al cabo se encontraba en un psiquiátrico. Walsh le había comentado que estaban en el ala buena, lo cual sonaba alentador.

No había caído en la cuenta de lo oscura que le parecería la habitación viniendo del pasillo iluminado. La ventana daba a un nuevo paisaje mucho más oscuro que la calle concurrida a la que daba la suya. Decidió que quizá se tratara de un parque, un parque lleno de árboles frondosos cuyas copas llegaban hasta las ventanas de ese piso, fuera cual fuera el piso. La respiración del ocupante era tan acompasada como el tictac de un reloj de péndulo.

— ¿Walsh? -susurró-. ¿Eddie?

El ocupante de la habitación se movió en sueños.

— Sí, ¿mamá?

No era un comienzo propicio. -Eddie, ¿eres tú?

Como si le hubieran dado a un interruptor, el ocupante despertó y se sentó en la cama.

— ¿Tú quién eres?

Le dijo su nombre y como un idiota intentó tocarle la cabeza al hombre.

De inmediato notó que su muñeca quedaba aprisionada por un puño de acero.

— ¿Qué haces aquí?

— No lo sé -repuso, desesperado.

— ¡Sí que sabes!

— Me caí. Me subí a una carroza con una patinadora y cuando salía resbalé en el hielo.

El puño de acero cedió ligeramente.

— No lo hiciste con ella. -Era una afirmación, no una pregunta.

— No.

— Entonces es por eso. Es un truco que utilizan para presionar más a los otros, ¿comprendes? Si empiezas la cosa y luego piensas Dios mío, voy a morir, y te echas atrás, te tachan de loco. A mí me pasó igual.

— En mi historia clínica pone alcoholismo -le informó.

— Tienes suerte.

— ¿Me puedes soltar la mano, por favor?

— No. Y si no te guardas la otra, también te la agarraré.

Buscó vacilante una forma de prolongar la conversación; parecía peligroso interrumpirla.

— No creo que el alcoholismo sea una suerte.

— Podría haber sido esquizofrenia maníaca aguda. ¿Qué te parecería eso? ¿Sabes las consecuencias que tienen las cosas que les hacen a los esquizos agudos? ¿Lo sabes?

— No -respondió-. No lo sé.

— Te vuelven loco. ¿Quieres leer lo que pone mi historia clínica?

— Claro, pero tendré que encender la luz.

— Te lo diré yo. Esquizofrenia maníaca aguda. Pregúntame el nombre del presidente.

— De acuerdo -asintió.

Tuvo la impresión de que esa habitación era más fría que la suya; se estremeció bajo el fino pijama del hospital. En el aire flotaba un olor como de flores de almendro.

— ¡Anda, pregúntame! «¿Quién es el presidente de los Estados unidos?»

— ¿Quién es el presidente de los Estados Unidos? -inquirió él, obediente.

— ¡Richard Milhous Nixon!

— ¿Qué tal si ahora me sueltas la muñeca?

— ¿Admites entonces, reconoces que Richard Milhous Nixon es nuestro presidente?

Vaciló, temeroso de que hubiera alguna trampa. -Bueno, en el telediario siguen llamándole presidente Nixon. Se produjo un largo silencio, una quietud que palpitaba junto con la sangre en las orejas.

— ¿Ya no es presidente? -susurró el ocupante de la habitación-. Pero lo fue, ¿verdad?

— Sí, lo fue. Renunció.

— Por el bien del país, ¿no? Típico de él, dejarlo todo si era preciso, por el bien del país. Realmente era un patriota. Un verdadero patriota.

— Supongo que aún lo es -dijo diplomáticamente-. Según creo sigue vivo.

Se produjo otro largo silencio mientras el ocupante digería este hecho. Oyó que alguien pasaba por el pasillo arrastrando los pies y dejaba atrás el vano sin puerta; se preguntó si debía gritar y pedir socorro, pero ni siquiera volvió la cabeza para mirar.

Finalmente, el ocupante le preguntó:

— ¿Y por qué no te trincaste a la patinadora?-No lo sé.

— ¡Dímelo! -El puño de acero volvió a apretar con más fuerza.-No me pareció correcto. Tengo… -pugnó por encontrar una palabra-. Tengo alguien que me gusta mucho.

— ¿Novia o novio?

— Mi novia; no soy homosexual. Lara. La estoy buscando. -No pudo contenerse y añadió-: Esta mañana, cuando me desperté, se había ido.

El ocupante lanzó un gruñido y le dijo:

— Y sabes lo del presidente. Dime una cosa, ¿qué pasó ayer por la mañana? ¿Estaba ella contigo cuando te despertaste?

— Claro -repuso -. Desayunamos juntos, después yo me fui a trabajar y Lara fue a buscar empleo.

— Vivíais en concubinato.

Era aquel un término antiguo y le sorprendió que el ocupante fuera mayor de lo que había calculado, le llevaría al menos diez años. Con mucho cuidado dijo:

— Llevamos unos cuantos días viviendo juntos. Como no tenía trabajo, Lara no podía pagar el alquiler.

El recuerdo del mensaje, borrado de su mente por el puño de acero que le aferraba la muñeca y la conversación sobre Nixon, retornó entonces y le dijo al ocupante:

— Se suponía que debía contarle a alguien que esta noche Gloria Brooks se lo hizo a Al Bailey. Billy North entró en la habitación de Al para pedirle un cigarrillo y la pescó con las manos en la masa.

El ocupante le abofeteó la mejilla derecha con la mano abierta desviándole la cabeza de tal modo que el revés que siguió le dio de lleno en la boca.

— Mi nombre es William T. North -le dijo el ocupante en voz baja-. Te dirigirás a mí como señor William T. North o señor North. ¿Entendido?

Con la mano libre intentó darle a North en la cara; aunque no pudo poner demasiada fuerza en el puñetazo, notó que la nariz de North cedía satisfactoriamente bajo sus nudillos.

— Ey, no te sulfures. -La voz de North sonó tan tranquila que podían haber estado hablando del tiempo -. Te partiría el pescuezo, pero entonces me llevarían al pabellón de violentos. Ya estuve ahí y no tiene gracia. Además, estoy preparando un pequeño plan. ¿Quieres salir de aquí?

— Sin mi ropa no.

— Tienes razón. Toda la razón. Con este pijama de hospital nos encontrarían en medio minuto, justo a tiempo para impedir que muriésemos congelados. ¿Y si pudieras recuperar tu ropa?

— Caray, entonces sí.

— ¿Sabes conducir?

— Claro -respondió. Hacía mucho tiempo -no recordaba bien cuánto- que no conducía.

— Ahora te voy a soltar la muñeca. Si no quieres salir de aquí lo único que tienes que hacer es pasar por esa puerta. Pero si quieres venir… Entonces quiere decir que tienes agallas y que eres de C-Uno. Y a mí me va bien.

Se produjo una demora, como si la mano que le sujetaba la muñeca estuviese discutiendo con su dueño. Luego se aflojó, le soltó la muñeca y se apartó de él.

— Gracias.

— Paso número uno: tienes que aprender a abrir estas taquillas. Puedes practicar con la mía utilizando mi equipo, pero tendrás que conseguirte uno propio y abrirte tu taquilla sólito, ¿entendido? No voy a hacerlo por ti.

— Has dicho que vengo de C-Uno. ¿A qué te referías con eso?

— C-Uno es el lugar al que intentamos regresar…, donde está el presidente Nixon y demás. Ahora escúchame. Aquí tienes mi ganzúa.

Le puso en la mano un trozo pequeño de metal rígido. En un extremo tenía una pequeña curvatura y en el opuesto, otra mucho mayor.

— Estas taquillas tienen unas cerraduras muy simples. ¿Has visto las llaves?

— No -repuso sacudiendo la cabeza.

— Son unas piezas planas de acero con un lateral dentado. Las muescas de ese lateral se deslizan por las guardas de la cerradura, ¿lo entiendes? Cuando usas una ganzúa, lo que haces es saltarte todas las guardas. El truco se consigue con la punta de la ganzúa. Lo único que tienes que hacer es meter la punta de la ganzúa donde iría la punta de la llave y girar. Prueba.

Resultaba asombrosamente fácil. Era como si él mismo se convirtiese en el alambre doblado; encontró las guardas que no ofrecieron resistencia y luego, al fondo de la cerradura, algo parecido a una guarda que cedió al hacer él presión.

— Lo que te he dado es cable de cobre de un enchufe de la pared -le indicó North-. Busca uno que no tenga nada enchufado. Lleva una placa sujeta con un tornillito; lo aflojas con cualquier trozo de metal plano y delgado. Quita la placa. El tomacorriente se sujeta con dos tornillos largos. Quítalos y saca el tomacorriente. No toques nada metálico mientras estés en ello, y trabaja sólo con la mano derecha. La izquierda métetela en la chaqueta del pijama, así no la usarás en un descuido… De ese modo si la corriente te patea no te afectará el corazón.

Asintió, completamente seguro de que sabía lo que le podía pasar si la utilizaba.

— En el enchufe encontrarás dos cables, uno rojo y otro negro. El rojo lleva corriente, no lo toques. El negro debería ser el de vuelta. Estará aislado, tócalo sólo por la parte del aislamiento, que es la parte negra; en el interior está el cobre. Tira todo lo que puedas del cable negro y dóblalo varias veces hasta que se corte. Luego haz lo mismo con la parte que está cerca del tomacorriente. Cuando tengas tu cable, vuelve a colocar el tomacorriente como estaba y atornilla la placa a la pared. Limpia el suelo porque te habrá quedado todo sucio de polvo del yeso. Ven a verme a recreación después del almuerzo y te diré el resto.

— De acuerdo.

Cuando regresó a su habitación se sintió exhausto y somnoliento. Todavía le dolía la mejilla en la que North le había pegado. Se la restregó y descubrió que se le había partido el labio inferior. Un hilillo de sangre le había llegado a la barbilla sin que él se diera cuenta. Buscó a tientas el interruptor de la luz para poder mirarse en el espejo, pero no encontró ningún interruptor.

Pensó en desmontar el enchufe de la pared, pero no tenía ningún trozo de metal con que aflojar el tornillo y de todos modos no habría podido distinguir el cable rojo del negro.

Decidido por fin cogió el teléfono. Contó despacio los agujeros en el disco anticuado y marcó el número de su apartamento.

Al otro lado de la línea oyó los zumbidos y los timbrazos de un teléfono. Se oyó un gorjear de voces, voces de niños japoneses o de cajitas musicales preparadas para hablar. Finalmente, la voz grave de un hombre preguntó:

— ¿Kay? ¿Es usted, Kay?

— Quiero hablar con Lara -dijo él. Dio la dirección-. Debo de haberme equivocado de número.

El hombre le dijo:

— Aquí Klamm, Jefe del Departamento, herr Kay -después de lo cual colgó con fuerza.