8
Acababa de meterse en la cama cuando entró W.F. con su bandeja del desayuno.
— Te has portado bastante bien -dijo W.F. -, así que te tocará plátano con los cereales.
— Vaya horario más largo haces -le dijo.
— Qué va. Trabajo por días. La primera vez que te vi ayer, estaba a punto de salir. Me fui al estadio a entrenar a Joe. Luego volví con él porque vivo por esta zona. Cuando tú te marchaste, me quedé a hablar con Joe sobre estrategias y todo eso. Siempre charlo con él después de una pelea, pero a él no le gusta que sea en seguida después de la pelea. Quiere relajarse y pensar las cosas él solo. Por eso me dije que era mejor que pasara por aquí a echar un vistazo para ver cómo iban todos.
— Habrás dormido muy poco.
— Con poco me alcanza. Siempre ha sido así. Pero esta noche sí que dormiré bien.
— ¿W.F.?
— ¿Qué? -W.F. ya estaba en el vano de la puerta y se volvió a mirarlo.
— ¿Anoche viste una rubia aquí en mi habitación? ¿Una visita?
— O sea que vino a verte alguien cuando dormías, ¿eh?
Asintió y, luego añadió:
— No exactamente cuando dormía. Estaba despierto y la vi justo cuando salía al pasillo. -Señaló la tarjeta dorada que llevaban las rosas y aclaró-: Esta mujer.
— Escúchame -le dijo W.F. acercándose otra vez a su cama y bajando la voz-. Muchos tíos tienen esos sueños. No pasa nada, no te preocupes.
El desayuno consistía en corn flakes con rodajas de plátano, leche y café. Comió sin ganas y trató de recordar lo que había cenado la noche anterior. De lo único que estaba seguro era de que W.F. le había prometido postre de chocolate. ¿Había tomado patatas? Creía recordar que le habían servido judías verdes con una cucharada de puré de patatas y media cucharada de salsa.
¿Era eso lo que hacían los pacientes? Antes no había pensado en sí mismo como paciente, sino como un animal herido, un aventurero perdido, exiliado brevemente de los campos de la vida. Quizá nadie pensara en él como paciente hasta que se encontrara restablecido o casi restablecido. Al fin y al cabo había sufrido una conmoción, una conmoción grave. Quizá fuera así como se sentían los pacientes, como vivían los pacientes, esperando de una comida a la siguiente, marcando sus vidas con corn flakes revenidos y café frío.
Trató de terminarse el café antes de que se le enfriara más y notó que la mano le temblaba demasiado como para sostener la taza. Aquel era un hospital psiquiátrico. Tenía conmoción… ¿O era lo que les decían a todos? Se tocó la cabeza vendada.
Llamaron al vano de la puerta; vio allí a un hombre vestido con un mono que ingeniosamente fingía tener delante una puerta real, una puerta impenetrable para el ojo humano.
— ¿Sí?
— Servicio técnico de televisión. ¿Tiene usted el televisor averiado?
Se había olvidado de aquello.
— Sí -repitió-. Al menos ayer no funcionaba.
Cogió el mando a distancia y pulsó el botón de encendido. No pasó nada.
El hombre había entrado en la habitación.
— No hay imagen ni sonido.
— Efectivamente -dijo él.
— No habrá estado tocando los mandos, ¿verdad? -El hombre se dirigió hacia el aparato sin quitarle la vista de encima.
— No estoy loco -le dijo-. Soy alcohólico, un borracho. Me caí y me golpeé la cabeza. Léalo en mi historia clínica. No, no toqué los mandos; lo único que hay aquí para subirse es esa sillita y tiene ruedas.
Para sorpresa suya, el técnico de la televisión hizo lo que le había sugerido, se inclinó para estudiar la historia clínica que había al pie de su cama.
— ¿Todo en orden? -le preguntó.
— Todo en orden. -El hombre se irguió y le sonrió -. Ya sabe cómo es esto…, aquí hay tipos que están realmente chalados. Me imagino que para usted será peor estar aquí metido todo el tiempo.
— No he conocido a muchos de los otros enfermos. Llegué ayer. — Cayó en la cuenta de que no sabía a ciencia cierta si lo que decía era verdad o no -. O al menos me desperté ayer.
— Una vez un tipo se me echó encima. Otro me dijo que él era Dios. -El hombre soltó una risita ahogada-. Y como no le gustaba cómo funcionaba el mundo, lo cambió. Pero tampoco le gustaba la nueva forma del mundo, y quiso volver a cambiarlo. Estaba como una regadera.
Él sonrió obedientemente.
— También vi a una mujer que decía ser piloto. ¿Alguna vez conoció a alguna mujer capaz de pilotar un avión?
— Claro que sí -le contestó.
— Entonces tal vez fuera piloto. Pero la cuestión era que según ella, cuando estaba en las nubes, no tenía ni idea de dónde se encontraba y no quería bajar atravesándolas porque a veces, cuando se baja entre las nubes, se corre el riesgo de chocar con algo. Entonces veía un agujerito en las nubes por el que se colaban unas luces que venían del suelo y se metía por el agujero y todo cambiaba.
El hombre volvió a reírse entre dientes y siguió diciendo:
— Antes tenían a hombres y mujeres juntos; al fin y al cabo, ¿qué saben estos tíos? Pero un periódico se enteró.
Con mano experta, el hombre sacó el televisor de su soporte inclinado.
Él se había puesto el teléfono en el regazo. Sin demasiadas esperanzas, marcó el número de su apartamento.
— Los mandos no funcionan -dijo el técnico-. Tengo que comprobar si tiene corriente. A veces no funcionan porque los enchufes están averiados.
En alguna parte (¿dónde?) un teléfono comenzó a sonar y a sonar.
— Tiene corriente, así que debe de ser el fusible principal. Hay corriente, no hay imagen y sonido, no puede ser otra cosa.
El hombre sacó un destornillador y comenzó a quitarle la tapa al televisor.
— ¿Diga? -le contestó una ronca voz masculina.
— ¿Quién habla? -inquirió.
— El que ha llamado es usted. ¿Qué quiere?
— A Lara.
Se produjo una larga pausa en la que alcanzó a oír una leve música y voces de niños, como si en el apartamento contiguo hubiera una radio encendida, como si el apartamento se encontrara junto a una escuela (no lo estaba) y todas las ventanas estuvieran abiertas con aquel frío terrible, y dejaran entrar los ruidos provenientes del patio cubierto de nieve.
— Lara no está. ¿Quién la llama?
— Dígame quién es usted -le pidió-, y luego le diré quién soy yo.
— Ya. Está bien, le diré a Lara que ha llamado. ¿Quién es usted?
Vaciló. Quería que lo encontraran, pero ¿deseaba que fuera ese hombre? ¿De veras iba ese hombre a darle el mensaje a Lara?
Ella le había llevado las flores. No, se las había enviado, pero había ido a verlo luego; incluso le había hablado por teléfono, porque la del teléfono había sido Lara, sin duda, Lara, obligada a utilizar otro nombre.
— Lara sabe dónde estoy -contestó, y colgó.
— Psé, el fusible principal -dijo el técnico de la televisión -. Se lo dejaré funcionando en un periquete.
A falta de algo mejor que decir, preguntó:
— No creo que pueda cambiarlo por uno en color, ¿verdad?
— ¿En color? ¿Un televisor con imágenes en color quiere decir? Asintió.
El rostro del técnico se cerró como una puerta. Con el tono del adulto que explica simplezas a un crío, el hombre le contestó:
— Eso es imposible. Verá usted, estos aparatos funcionan de la siguiente manera: tenemos una pantalla redonda revestida de fósforo. Cuando el haz de electrones choca contra el fósforo, éste brilla. Si choca fuerte, brilla mucho. Si no choca tan fuerte, brilla menos. De esa forma se consiguen en la pantalla el blanco, el negro y los distintos tonos de gris. Pero si se quisiera obtener color, habría que tener un punto fosforescente para cada color, uno para el azul,
otro para el rojo, otro para el amarillo, y así. Además, habría que ponerlos bien juntos, sin que se mezclaran, y me imagino que el blanco debería tener el suyo propio. Si alguna vez llega a construirse una cosa así, costaría un millón de dólares.
— Me pareció haber leído un artículo en el que se decía que ya lo habían conseguido -comentó.
El técnico lanzó el fusible quemado hacia la papelera situada en un rincón.
— Sería alguien que estaba jugando a las adivinanzas. O uno muy pequeñito que habrá construido alguna empresa para demostrar que podían. Aunque me parece que tendrían que sacar su propia señal. Porque la normal no les serviría.
Él asintió y permaneció tumbado, sin moverse, durante un momento, mientras observaba al técnico colocar el televisor en su sitio. Sabía que tenía un televisor en color, un General Electric tan brillante como las rosas de Lara. Sabía que Lara le había enviado las rosas. Él había vendido televisores en color y había visto a Lara. Seguía teniendo el cuello rígido por la caída, y al volver la cabeza para ver las rosas, notó un dolor. Decidió sentarse en la cama con el florero en el regazo para oler las rosas e imaginar cómo se verían en un televisor en color. Al levantar el florero vio debajo un fajo de billetes.
— Todo en orden -dijo el técnico haciéndole ver una imagen en blanco y negro-. Se lo dejaré donde estaba.
Cuando el técnico le dio la espalda, cogió el fajo de billetes y lo ocultó debajo de la sábana.
— Pruebe con el mando.
Lo hizo, cambió de canales, encendió y apagó el aparato y subió y bajó el volumen. -Funciona bien.
— ¿Qué le dije? Era el fusible principal, nada más. El aparato tiene un dispositivo que se dispara al aumentar la tensión y se quemó para proteger el tubo de imagen.
Al recordar cómo se encogía y desaparecía de la pantalla el rostro de Lara, le preguntó qué podía haber provocado el aumento de tensión.
El técnico suspiró y repuso:
— Algún equipo que alguien conectó mal. En un hospital hay muchos aparatos de rayos X y cosas así. Los ascensores grandes,
por ejemplo, si se conectan mal, pueden generar unos voltajes propios que pasan a la red.
— Entiendo -dijo él. Luego añadió-: Gracias.
Cuando el técnico se hubo marchado, sus dedos juguetearon con el fajo de billetes y los fue contando al tacto. Eran exactamente diez. Se preguntó cómo serían de grandes y si serían todos del mismo valor. ¿Qué aspecto tendrían? El dinero de allí no era como el suyo; la reacción de la muchacha de la tienda de mapas lo corroboraba, y la confirmó el fajo de dinero -dinero destinado a ser quemado- de la tienda china. Movió uno de los billetes hasta que su extremo asomó por el borde de la sábana y le echó una mirada. De cien.
Desde el televisor una voz dijo «¿Diga?» y él levantó la vista.
Tardó un instante en reconocer su propio apartamento, pero estaba todo allí: su raído sofá, el sillón tapizado en vinilo que le habían vendido en la tienda por treinta y dos con cincuenta después de que alguien le hubiera hecho un agujero con un cigarrillo en el brazo derecho, el soporte del teléfono que él había colocado de modo tal que proyectase una sombra sobre aquel agujero.
Una voz débil, ligeramente metálica preguntó:
— ¿Quién habla?
El hombre que contestaba el teléfono en su apartamento no era él mismo, era mayor que él, de aspecto recio; empezaba a engordar.
Pulsó un botón para aumentar el volumen.
— El que ha llamado es usted -contestó el hombre que estaba en su apartamento-. ¿Qué quiere?
— A Lara.
Se produjo una larga pausa. El hombre corpulento se quedó helado. La imagen desapareció lentamente para dar paso a una inmensa lata de comida para perros.
— Pura carne -decía una voz nueva-. Déle a su perro una sola lata y verá cómo se la come.
Volvió a bajar el volumen y flexionó las rodillas para que las mantas formaran una pantalla entre sus manos y el vano de la puerta; los billetes eran todos de cien y estaban casi nuevos. Ninguno de ellos era del todo nuevo y carecía de arrugas. No había visto billetes de cien con frecuencia, pero la rúbrica anticuada de aquellos le resultaba familiar y correcta. En cada billete aparecía la cara de una mujer mayor, amable e inteligente, una señora que, en su opinión, podía ser una maestra a punto de jubilarse de una prestigiosa escuela privada para señoritas. Se oyeron pasos en el pasillo; volvió a meter rápidamente los billetes debajo de la sábana.
Era la enfermera, que entró en su habitación sonriendo y canturreando por lo bajo.
— ¡Buenos días, buenos días! ¿Cómo está usted hoy? ¿Ha disfrutado del desayuno?
Él asintió.
— Lo dejaré aquí, en su mesita, para W.F., ¿de acuerdo? ¿Cómo va esa cabeza?
— No me duele mucho.
— Si quiere una aspirina, pídamela. Sé que puede levantarse y andar, porque ayer estuvo usted mucho rato levantado… ¡Sí, lo vi, chico malo! Así que podrá asistir a la Recreación en Grupo. El doctor Pille estará allí y queremos que vea un montón de caras radiantes. Sé que usted no ha ido nunca, por lo que se me ocurre que tal vez quiera que le cuente cómo es.
— ¿Qué hacemos? -le preguntó-. ¿Jugamos al béisbol con pelota blanda?
— Pues sí. Pero no cuando hace este tiempo, claro. Y no con un bate de verdad, porque podría lastimarse alguien. Pero nos divertimos en grande. Además, la idea es que los de personal compartamos las actividades recreativas de los pacientes. De ese modo, los conocemos mejor y ellos nos conocen mejor a nosotros. El doctor Pille no está obligado a participar, ¡pero tiene mucho espíritu deportivo! Por eso viene siempre que puede. ¡Una vez jugó a la gallina ciega! Pero hoy no podemos estar al aire libre por culpa de la nieve, así que jugaremos al múpsbol sala. ¿No le parece divertido?
— Nunca he jugado.
De repente le entró el temor irracional de que los billetes asomaban por el borde de las sábanas. Con todo el disimulo de que fue capaz, los empujó más hacia adentro.
— ¡Entonces ésta es su gran oportunidad de aprender! Vamos, a levantarse de la cama, y no se preocupe por ir en pijama, todo el mundo, bueno me refiero a los demás pacientes, van vestidos igual.
Tuvo la visión apocalíptica de que alguien arreglaba la cama en su ausencia por lo que se metió el fajo de billetes en la cinturilla del pijama.
— Ha llegado el día -susurró la enfermera-. William le dará la señal.