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Almuerzo con Lora

Cuando la camarera se hubo marchado, sacó a Tina y la colocó sobre el mantel a cuadros.

— ¿Una muñeca? -Lora Masterman dejó de juguetear con lasilla y sacó de su bolso unas gafas de montura dorada para examinara Tina.

— La compré porque me recordaba a ti -le dijo. -Muy amable de tu parte.

— Sabe andar y hablar, e incluso discurrir un poco cuando trabaja. Pero no sabe leer ni hacer números. No está programada para eso, y dudo que tenga capacidad suficiente. Si le preguntas cuánto es uno más uno, te dice que es dos o tres. Cuando le preguntas cuánto es cuatro más cuatro, te contesta que un montón. -Se apresuró a aclarar-: No quiero decir que piense que tú seas así.

Sin dejar de sonreír, Lora le contestó:

— Estoy segura de que la doctora Nilson a veces cree que soy así.

— Quiero hablarte de Tina y de mi escritorio. ¿Te parece bien?¿Te gustan las antigüedades?

— Sí, pero no sé mucho del tema.

— Yo sí -le dijo-. Hasta el más tonto sabe algo de algunas cosas. ¿Te habías fijado? En mi caso, sé sobre antigüedades y ordenadores personales. Cuando vivimos juntos, sólo conocía de ordenadores personales, pero ahora también entiendo de antigüedades. Los ordenadores están bien, pero las antigüedades son mejores porque hay más para aprender.

— Sólo duró un par de días -aclaró Lora con voz suave.

— Ya lo sé, pero yo quería que durara eternamente. No era lo bastante listo ni apuesto, y no ganaba suficiente dinero. Lo entiendo. No te culpo.

— En realidad no fue por ninguna de esas cosas. -Lora se quitó las gafas y volvió a guardarlas en el bolso-. Yo no era buena para ti. Eras uno de los pacientes de la doctora Nilson, yo trabajaba para ella y te estaba haciendo daño. Al cabo de unos días no pude soportarlo.

La camarera les llevó agua helada, una cesta con mantequilla y una pequeña hogaza de pan italiano tibio, y el vino.

— ¿Cómo me hacías daño? -le preguntó.

— Empezaste a bloquearte. Te olvidabas, me refiero a nivel consciente, de que eras un paciente y eso era muy grave. Llegaste incluso a olvidar que nos habíamos conocido en la consulta de la doctora Nilson. Decías que nos habíamos conocido en el parque, porque acostumbrábamos a pasearnos a la hora del almuerzo. Y ahora… -A medida que hablaba, la voz de Lora se había ido apagando hasta que dio la impresión de que iba a echarse a llorar-. Me temo que estás volviendo a lo mismo. Estás construyendo un sistema de delirios en cuyo interior estoy yo.

— No sería capaz -le dijo-. Eres demasiado grande. Me sería imposible envolverte en mi mente.

— Ya lo has hecho una vez.

Sacudió la cabeza.

— Eras real, tan real como ahora. Cambiaste tu aspecto, lo cambiaste sólo un poco y decías que te llamabas Lara Morgan. Dejaste que te abordara en el parque. Pero en una cosa dices la verdad: yo no quería reconocer que estaba yendo al psiquiatra, ni siquiera quería reconocerlo para mí mismo. Y una persona así no era lo bastante buena para ti, lo sabía.

»De todos modos, el lugar al que fui cuando traspuse la puerta era real. Allí conocí gente real, comí comida de verdad y me compré esta muñeca. Incluso conocí a un hombre de nuestro mundo, un hombre que trabajaba para Nixon.

Lora tendió la mano para tocar a Tina pero él se la apartó.

— Crees que voy a romperla -le dijo Lora; era una afirmación, no una pregunta.

Asintió.

— Si anduvieras calle abajo hasta llegar a una juguetería, probablemente podrías comprar una muñeca…

Mamá Capini se detuvo ante la mesa de ellos con una sonrisa.

— ¿Os habéis vuelto a arreglar? Me alegro.

— El que se ha arreglado soy yo -le dijo-. Ahora trato de que Lara se arregle conmigo.

— ¿Las chicas ya os han tomado nota? Él sacudió la cabeza.

— Pedios las almejas. Hoy están buenas. -De acuerdo -le dijo. -Os mandaré a la chica. Mamá Capini se alejó.

— Se acordaba de mí. Después de tantos años -dijo Lora.-No estás tan cambiada. Además, ¿quién podría olvidarte? No compré a Tina porque pensara que me iba a olvidar de ti. Sabía que siempre te recordaría, que cuanto viera me haría acordar de ti. Compré a Tina porque quería poseer una parte pequeña de ti. Si no puedes tener a alguien, te conformas con su foto y tú serviste de modelo para Tina. Tenías que ser tú.

Lora iba a protestar, pero él la interrumpió con un gesto.

— De acuerdo, da la casualidad de que Tina es idéntica a ti. No discutamos por eso. De todos modos, una dama a la que consideraba una zorra me envió el escritorio porque sabía cuánto lo deseaba. En el fondo, resultó ser una santa.

— Algunas veces resulta ser justamente lo contrario -le hizo notar Lora.

Volvió a asentir y repuso:

— Te refieres a que creo que eres un ángel pero que en realidad podrías ser un demonio, un ángel caído. Da igual; te seguiría hasta el mismísimo infierno si fueras hacia allí.

Hizo una pausa para pensar, pero Lora no dijo palabra.

— Tenemos uno de esos tapices Victorianos. En él aparecen un caballero y una dama y el fondo que hay detrás del caballero es corriente. Un montón de hierba y árboles. Pero el fondo que hay detrás de la dama es de lo más extraño. Ilustra un poema, La belle dame sans merci, de John Keats. También ésa eras tú, ¿no? No reparé en ello hasta ahora mismo, porque la dama no se parece mucho a ti. Dudo que Keats te hubiera visto de verdad, probablemente haya echado mano de alguna vieja leyenda, pero quizá te vio.

— Esto es mejor que la muñeca parlante -dijo Lora con una sonrisa-. Siempre quise aparecer en un tapiz.

— Pásate por la tienda y te lo enseñaré. En fin, que el escritorio venía en una caja de madera. Supongo que la mujer mandó llamar una empresa de mudanzas para que se lo embalara, porque tenía todo el aspecto de haber sido embalado por profesionales.

Lora asintió.

— No sabía lo que había dentro y me costó trabajo abrir la caja, de modo que cuando pude quitar la primera tabla, mandé a Tina que se metiera a investigar.

— O sea que te crees todo esto, ¿verdad? -Lora sacudió impaciente la cabeza y con el movimiento echó hacia atrás su brillante cabello castaño-. Crees de verdad que la muñeca puede andar y hablar.

— Bueno, no era tan lejos después de todo -le dijo -. Al principio creía que era yo, que era como magia. La asombrosa Tina, así fue como se bautizó ella misma. Pero los de Heathkit te venden un robot pequeño que tú misma puedes montar y la Fuerza Aérea tiene aviones que vuelan, combaten, regresan a la base y aterrizan, todo con el piloto muerto. Yo no pude construirla, y no sé quién pudo haberlo hecho. Pero aquí podríamos lograrlo si nos lo propusiéramos.

Tina estaba boca abajo sobre el lado de la mesa que ocupaba él, casi debajo de sus antebrazos. Él había cogido el salero y jugueteaba con él mientras hablaba, pasándolo de una mano a la otra.

La camarera les llevó las almejas.

— Tina no salió. Abrí la caja y la busqué por todos los rincones. Pero no pude encontrarla. Al final descubrí que el escritorio tenía un compartimiento secreto. Dudo que la señora que me lo regaló lo supiera. Lo abrí y encontré a Tina dentro. Ya no andaba ni hablaba, estaba como la ves aquí -le explicó señalando la muñeca.

Lora masticaba un bocado de pasta con almejas. Asintió, escéptica.

— Debí haberte comentado antes que Tina era así cuando la compré. El dependiente me explicó cómo hacerla funcionar, pero no le presté demasiada atención. -Hizo una pausa y agregó-: Mira que pasarme esto a mí, que lo he visto mil veces cuando vendía ordenadores personales y periféricos. Le explicaba algo a un cliente, y al día siguiente venía a la tienda a preguntarme. En fin, que me pregunté qué le habría pasado a Tina, pero al cabo de un rato lo deduje. Cuando tienes un juguete mecánico no lo dejas funcionando continuamente; lo apagas cuando el niño no juega con él. Si es un juguete de cuerda, no hace falta, porque se le acaba la cuerda. No te diré cómo puse en marcha a Tina la primera vez, pero lo hice accidentalmente.

Lora se limpió la boca con la servilleta.

— O sea que no pudiste volver a ponerla en marcha.

Negó con la cabeza y repuso:

— Efectivamente. Estoy sumamente contento porque te he encontrado y vas a llevarme de vuelta.

— No sé a qué te refieres. Puede que vuelva a salir contigo, pero puede que no.

— Tina me explicó cómo le gustaba el té y le preparé un poco; pero sólo me lo dijo una vez y al cabo de un tiempo se me olvidó. Cuando la encontré ahí tirada, lo comprendí. Se lo explica al niño una vez, y si el niño está realmente interesado, la mantiene en marcha. Pero si no lo está, no lo hace más y entonces, ella se guarda para que la madre del niño no tenga que andar recogiéndola. Y así, al cabo de un tiempo se le acaba la energía o tal vez se apague sola. De ese modo no se rompe ni se gasta. La verdad es que Tina ya no me interesaba tanto; me interesaban más la caja y tú.

Bebió un sorbo de vino.

— Esperas que me crea todo esto -le dijo Lora.

— Sé que me crees, lo sabes todo sobre estos juguetes. Creo que probablemente sepas mucho más que yo. Lo que espero es que lo reconozcas cuando veas que no tiene sentido que sigas como ahora. -Dejó la copa de vino y volvió a coger el salero -. En fin, que eso es lo que hizo. Cada vez que yo no estaba, ella se guardaba. Y al sitio que le gustaba ese día, lo llamaba su fuerte secreto. Esta vez se metió en el compartimiento secreto del escritorio.

Desenroscó la tapa del salero, echó sal en el agua y la revolvió con la cuchara. Cuando la sal se hubo disuelto, remojó los dedos en la fría solución salina y roció a Tina.

— Cuando funcionan, puede bebería -le explicó a Lora-. Té o agua con sal, supongo. Cuando están apagadas, tienes que hacer esto. Es un electrolito. No te molestes en hacerte la sorprendida.

Una gota cayó sobre la cara de Tina y la muñeca se sentó.

— Hola. Soy Tina. -Sus enormes ojos castaños parpadearon lentamente antes de posarse en Lora.

— Hóla, Tina -dijo Lora con voz tensa.

— Soy tuya -le anunció Tina-. Soy tu muñeca y sé hablar.

Lora negó con la cabeza y le contestó:

— Me temo que no, Tina. Te has equivocado de dueña. Perteneces a ese señor que está detrás de ti.

— Hola, Tina. ¿Te acuerdas de mí? -le preguntó.

— Un poco.

— Jugábamos en mi apartamento. Me ayudaste a buscar un montón de cosas y yo te leía cuentos. Te compré unos bonitos vestidos y un juego de té pequeñito.

Tina asintió.

— Si quieres que tomemos el té, te puedo ayudar a poner la mesa.

— Sí -le contestó -, cuando volvamos a casa. -Dirigiéndose a Lora, añadió-: ¿Seguro que no la quieres para Missy?

Lora sacudió la cabeza.

— Sé que tienes buenas intenciones y he de reconocer que tenías razón y que yo estaba equivocada. Decías la verdad, pero para mi gusto, y para el de Missy, esto se parece demasiado al vudú o algo así.

— De acuerdo, olvidémonos de Tina por un instante. Cuando te fuiste me dejaste una nota, ¿lo recuerdas? Si no eres más que lo que dices, una divorciada con una hija pequeña, ¿por qué me comentaste lo de las puertas?

— ¿Qué puertas? -inquirió ella, intrigada.

Sacó la nota de la billetera, la desplegó, la alisó y la puso sobre la mesa. Una gota de agua salada, como una lágrima, humedeció una esquina. Cuando levantó la vista para mirar a Lora, Tina soltó una risita.

— ¿Queréis explicarme dónde está la gracia? -inquirió Lora. Le echó un vistazo a la nota cuando él la abría y luego no volvió a mirarla.

— En tu cara -le dijo-. Hasta ahora controlabas a la perfección el gesto.

Lora se levantó al tiempo que se rozaba los labios con la servilleta.

— Si no te gusta mi cara…

— Suponte que llamara a Canal Nueve -le dijo-. Suponte que les enseñara esta nota, y que luego les mostrara a Tina. Creo que a los del telediario les encantaría Tina. No podrías volver aquí por mucho, mucho tiempo.

— ¡No te vayas! -añadió Tina.

Un comensal gordo, sentado a la mesa contigua, le echó una mirada y apartó rápidamente la vista con la expresión horrorizada pero decidida del ateo que acaba de ver un espíritu.

— Es una locura -dijo Lora-. Debí saber que lo sería, de manera que yo tengo la culpa. Gracias por el almuerzo.

— También tengo una imagen tuya -le dijo. Al ver que ella no le contestaba, agregó -: Siéntate.

Con los brazos tendidos, suplicando que la cogieran, Tina chilló:

— ¡Qué guapa eres!

Lora se sentó. En esta ocasión no jugueteó con la silla y sacó pecho.

— Nunca te dejé que me fotografiaras.

— No te fotografié. -Hizo una pausa para meditar sobre lo que iba a decir-. Dios los cría y ellos se juntan, ¿no es así? Las cosas de tu mundo y las del mío se juntan con las de su clase. Cuando era pequeño, mi madre me daba corn flakes para desayunar y nunca pude averiguar por qué cuando ponía un copo en el centro del tazón acababa flotando hacia el costado. Sigo sin saberlo, pero no creo que sea magia, como tampoco creo que esto lo sea. Probablemente se trate de alguna ley de la naturaleza, como la de la gravedad. ¿Qué pasa cuando algo pertenece a los dos lugares? -Esperó una respuesta.

— Llamemos mar a mi mundo -dijo Lara con voz repentinamente nueva; el cambio fue ínfimo pero ampliamente significativo; acababa de abandonar un juego que ya no la divertía-. Y el tuyo es la tierra.

Debajo del maquillaje se le veían las pecas y le brillaban los ojos verdes.