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El apartamento de él

Encontró el buzón lleno, y entre facturas y anuncios vio un aviso amarillo en el que se le indicaba que en la oficina de correos tenía más correspondencia. Un relojito en forma de fresa que había comprado en un drugstore estaba pegado a la puerta de su nevera; su cara exhibía fielmente la hora y la fecha: 1.38,15-4,1.38,15-4,1.39, 15-4.

Mediados de abril; intentó recordar cuándo lo había dejado Lara pero no pudo. Su nota seguía sobre la mesa del café, sin más fecha que una ligera capa de polvo. Volvió a leerla:

Cariño:

Anoche traté de despedirme, pero no me hiciste caso. No soy una cobarde, de veras.

Si no fuera por las puertas, no te contaría nada…, sería lo mejor. Al menos durante un tiempo es posible que veas una, puede que más de una. Estará cerrada toda alrededor. (Es preciso que estén cerradas por todas partes.) Puede tratarse de una puerta de verdad, o de algo parecido a un viento de alambre que sujeta un poste de teléfono o un arco en un jardín. Sea cual fuere su aspecto, parecerá significativa.

Te ruego que leas con cuidado. Te ruego que recuerdes cuanto te digo. No debes trasponerla.

Si la traspones sin darte cuenta, no mires atrás. Si lo haces, desaparecerá. Regresa inmediatamente caminando de espaldas.

Lara La firma de Lara era tal como la recordaba: la primera A, una continuación de la L mayúscula. No leyó la posdata (que él llamaba P.D.), porque presentía que si lo hacía se moriría literalmente, que si lo hacía, el corazón le iba a estallar.

Debajo de la mesa del café había un diario. Era del 13 de marzo; treinta y tres días desde que Lara desapareciera. Una noche en el hospital, o tal vez dos. Digamos dos noches en el hospital, una noche en el hotel con North, una noche en el hotel él solo. Cuatro noches de allí equivalían a treinta y tres días de aquí.

Encendió el televisor y de casualidad pescó un programa sobre las prisas por presentar la declaración de la renta. Quince de abril, la fecha límite para presentar la declaración. Mecánicamente se dirigió a la oficina de correos y recogió el resto de la correspondencia. Encontró los papeles de la renta y la tienda ya le había enviado el certificado de retenciones; estaba en la pila de papeles que había sobre su mesita de noche. La cama seguía sin hacer, toda revuelta de la noche en que se había metido en ella con Lara y el día que había despertado solo.

Utilizó el impreso abreviado y no tenía que declarar más que el salario; en veinte minutos había completado, sellado y timbrado la declaración. Para ir a la oficina de correos no se había puesto el abrigo y no sabía si ponérselo o no para salir a despachar la declaración. El fajo de billetes de cincuenta seguía en el bolsillo lateral derecho. Lo sacó y se preguntó qué haría Hacienda si llegaba a enterarse de que tenía ese dinero; estaba claro que había que declarar los beneficios, aunque provinieran de comprar varios miles de dólares por diez céntimos. En la banda de papel marrón seguía impreso seguridad PUROLATOR, y se veía aún un carácter chino y los símbolos de los diez céntimos dibujados por el pincel aplicado del señor Sheng. ¿Dónde estaría ahora el señor Sheng? ¿Y su sobrino, el doctor Pille? En otro programa, en un canal diferente.

Sacó de la billetera los billetes de Marcella, los dobló, los ató con una bandita de goma y se los guardó en el bolsillo del abrigo. Quitó la faja de papel de los billetes del señor Sheng, la arrugó, la lanzó a la papelera y metió los billetes de cincuenta en su billetera.

Se sintió como un viajero internacional, como James Bond; le pareció que debería llevar una automática pequeña pero letal escondida en alguna parte y varios pasaportes. Se rió de su propia ocurrencia mientras colgaba el abrigo en el armario y le colocaba la bufanda alrededor del cuello mientras resistía, resistía siempre, el impulso de sacar la muñeca Tina y examinarla, besarla, quizá, peinarle el pelo como había hecho la mujer de la tienda de ropa para caballeros.

— Estás demasiado mayor para jugar con muñecas. -Lo dijo en voz alta, suavemente.

Al regresar de la oficina de correos por segunda vez, sintió frío a pesar de que llevaba el chaleco de lana y se detuvo a comprarse otro abrigo. En su propia tienda, donde trabajaba, o al menos donde había trabajado, podría conseguir el descuento para empleados. Pero el abrigo estaba rebajado y con el descuento que les concedían no habría resultado más barato, porque sólo se aplicaba al precio normal, nunca al precio rebajado. Su nuevo abrigo era de color marrón, como el viejo.

De vuelta en su apartamento, cambió las sábanas, se duchó, se cambió de ropa y tiró los pantalones chamuscados. En el suelo del armario encontró una camisa con olor a humedad. La lió junto con las sábanas, las fundas de las almohadas, la otra camisa sucia, los calcetines y la ropa interior que acababa de cambiarse y miró a su alrededor para comprobar si Lara no había dejado nada.

Después de pensárselo bien, llegó a la conclusión de que había llevado poca cosa. Dos vestidos, pero tal vez como los recordaba a los dos de color verde, fuera uno solo, un solo vestido, apto para toda ocasión, con diferentes adornos. Intentó recordar cómo los denominaban en la sección de Los Mejores Vestidos: accesorios, eso era. Se le ocurrió entonces que Lara jamás habría utilizado aquella palabra y que no le habría gustado, y se dio cuenta de que a él tampoco le gustaba.

Eso era cuanto le quedaba de Lara. Nada más, ni una sola prenda, ni una barra de labios usada, ni un peine. ¿Fumaba Lara? No, Fanny era la que fumaba, y mucho, era casi una fumadora empedernida. En su apartamento, los ceniceros estaban vacíos, cubiertos únicamente de polvo.

Llevó la ropa sucia al sótano, la metió en una de las lavadoras, puso el detergente en polvo de una máquina tragaperras. Mientras la lavadora funcionaba, se leyó un diario que alguien se había dejado. En África moría gente inocente. En la página de historietas ya no salía Lolly, la sustituía otra nueva y fea.

La lavadora se detuvo dejándole ver un lío de ropa empapada.

Metió el lío en una secadora, la programó para prendas delicadas y metió unas monedas de veinticinco céntimos.

Una columnista de una agencia de prensa, famosa por su ingenio, imaginaba una entrevista con el presidente después de un holocausto nuclear. En las palabras cruzadas había que aportar un término de ocho letras que significaba aguantar. La tienda ofrecía unas grandes rebajas de cintas para magnetofones, en su propia sección. Diez por ciento de descuento por la compra de una cinta, cualquier cinta a un dólar. Imaginó que habrían estado muy ocupados y se preguntó cómo se las habrían arreglado sin él. Se ofrecían también ordenadores para el hogar con un cuarenta por ciento de descuento sobre el precio de lista.

Metió la colada ya seca en una funda de almohada y la subió a su apartamento. Le faltaban una camisa y los calcetines. Volvió a bajar al sótano y miró en las dos máquinas; no encontró ni la camisa ni los calcetines. Decidió que de alguna manera habían regresado. North había comprado la camisa y los calcetines en el hotel.

El chaleco de punto seguía colgado en su armario. Igual que el abrigo, metido en el pequeño hueco que quedaba detrás de la puerta del armario. No logró encontrar su sombrero. En el coche de •Fanny lo llevaba puesto, igual que en Casa Capini; recordó haberlo colgado de una percha. Pero no recordaba haberlo descolgado al marcharse. ¿Lo llevaría puesto cuando entró corriendo en la peletería? No lo sabía, no lograba recordarlo.

Su reloj marcaba las cinco de la tarde. Había comida en casa, pero las cosas de la nevera seguramente se habrían echado a perder, la leche se habría cortado y las zanahorias se habrían ablandado. Quizá la margarina estuviera en buen estado.

Decidió que ese día no se encontraba en condiciones de dedicarse a limpiar la nevera, y pensándolo bien, tampoco la caja del pan. Comería en Casa Capini y quizá…

Quizá ocurriera algo.

Su corbata colgaba de la pantalla de la lámpara. Se abrochó el cuello y se anudó cuidadosamente la corbata; se había impuesto como norma el no salir de casa sin corbata, siempre cabía la posibilidad de que se topara con uno de los supervisores. Se puso la chaqueta y el abrigo nuevo.

Cuando hubo andado una manzana, en una alcantarilla vio un calcetín negro y se detuvo a recogerlo. No era uno de los suyos,

pero le recordó que a menudo había visto en la calle ropa perdida o abandonada. Sin duda, su camisa y sus calcetines estarían igualmente abandonados y perdidos, tirados en la nieve, en la ciudad de Lara, la ciudad que tanto se parecía a la suya y que, al mismo tiempo, era tan distinta. Se le ocurrió que los calcetines estarían separados, a kilómetros de distancia el uno del otro. Nadie se beneficiaría de ellos, a excepción, quizá, de algún niño que encontrara uno y lo aprovechara para hacer una marioneta, o un vagabundo, al que no le importaría que sus calcetines no hicieran juego. La camisa era buena, de pura seda. Abrigó la esperanza de que la encontrase alguien antes de que la pisara un coche, antes de que se convirtiera en un puro harapo, como los harapos junto a los que con tanta frecuencia había pasado sin pensar de dónde vendrían.

Uno de los hijos de Mamá Capini estaba en la caja. Trató de adivinar si era Guido, el que había hablado con él en el lavabo de caballeros, pero no estaba seguro. A él, los hijos de Mamá Capini siempre le habían parecido iguales; hombres de mirada colérica y bigote negro que iban y venían como clientes y que, una vez ahítos de salsa boloñesa, desaparecían.

— Siéntese donde quiera -le gritó el hijo de Mamá Capini-. Todavía es temprano.

Ocupó la mesa junto a la ventana, donde había almorzado con Fanny. Si se había dejado el sombrero en Casa Capini, colgado de una percha, ya no estaba.

— Estuve hoy, alrededor de mediodía, con una señora; ella tomó una ensalada -le comentó a la camarera-. No sé qué era, pero tenía un aspecto delicioso. ¿Se acuerda de nosotros?

La camarera negó con la cabeza y respondió:

— Me parece que no los atendí yo, señor.

— Ella tendría unos… -Intentó recordar qué edad le había dicho Fanny que tenía-. Pues tendría unos veintitrés. Una chica menuda, de cabello negro y rizado.

— Tal vez los haya atendido Gina. Gina se me parece mucho.

— ¿Podría buscarla y decirle que viniera a verme?

— Tenemos tres ensaladas, señor. -La camarera se las describió-. Todas son muy buenas.

— Busque a Gina -le pidió.

La chica se marchó con cara larga y él se puso a mirar las matrículas de los coches que pasaban. Estaba oscureciendo, pero aun así, lograba leer algunas de ellas y eran perfectamente corrientes.

Impulsado por la sensación de haberse olvidado de algo, se revisó los bolsillos de la chaqueta. No tenía nada en los bolsillos, a excepción de un pañuelo, el rojo, que llevaba meses en el bolsillo de la pechera. En el bolsillo interior llevaba el talonario; lo sacó para examinarlo. El último cheque que había emitido llevaba fecha del once de marzo. Recordó entonces que había pagado la muñeca con un cheque, y que la suma había sido importante, pero no lograba recordar a cuánto ascendía y no estaba seguro de que una tienda de otro mundo, una tienda de un sueño pudiera presentar al cobro un cheque.

— No está -anunció la camarera, a su lado.

Levantó la mirada y le preguntó:

— ¿Cómo ha dicho?

— He dicho que Gina no está. La he buscado por todas partes. -La camarera se apartó un mechón de pelo de la frente y consiguió mostrarse acalorada y exhausta a pesar de no estarlo-. Justo ahora que empezamos a servir la cena.

— ¿Puede hacer algo así, marcharse de esa manera? La camarera se le acercó más y repuso:

— Gina se folla a Guido. Puede hacer lo que se le antoje.

— ¿Está Guido? -inquirió echando un vistazo hacia la caja, donde no vio a nadie.

— No, Guido se ha ido. Casi nunca se queda para la cena. ¿Qué quiere tomar?

Pidió una de las ensaladas y la chica se marchó. Al cabo de uno o dos minutos, volvió a guardar el talonario en el bolsillo interior de la chaqueta y se preguntó qué podía hacer hasta que le sirviesen. Llevaba años comiendo en ese restaurante, casi siempre solo, como en ese momento; sin duda, siempre había hecho algo. Mientras Lara había vivido con él, había tenido cosas que hacer, alguien con quien hablar.

Mamá Capini apartó de la mesa una silla vacía y se sentó.

— Eh, ¿qué le pasa? ¿Es que no se llenó en el almuerzo? Tendría que habérmelo dicho, le habría puesto un poco de pan de ajo.

— ¿Se acuerda de la chica que traje aquí a almorzar? Mamá se besó los dedos y contestó:

— Claro. ¿Se va a casar?

— Si llegara a venir, ¿me puede avisar?

— ¡Claro!

— ¿Se acuerda usted de Lara? Avíseme si viene Lara. Sobretodo si viene Lara.

— Claro. Buscando plan, ¿eh?

— No, sólo trato de encontrar a estas dos personas. Y si el hombre corpulento y su mujer, la señora del vestido rojo, llegaran a venir, por favor, avíseme también.

Se demoró una hora y media en comerse la ensalada, luego se tomó un espresso y un par de amarettos. No vio a nadie conocido y no ocurrió nada.

Al final, pagó la cuenta. Al contar el cambio, comprobó que no era más que dinero; en la caja registradora no había visto billetes con fotos extrañas. El de la caja era el que le había dicho que Guido estaba chalado, era más grande y mayor que Guido. Mientras regresaba despacio a su apartamento, se preguntó vagamente dónde habría ido Guido. ¿Acaso habría ido a parar al otro mundo? En ese caso, ¿se habría enterado ya? Quizá Gina viniera de allí; si los clientes podían trasponer la puerta desde otro mundo, como habían hecho Joe y Jennifer, parecía bastante probable que una camarera en busca de trabajo pudiera hacer lo mismo.

De vuelta en su apartamento, puso uno de sus discos preferidos, pero comprobó que encontraba desagradable y rimbombante la música que en otro tiempo lo había deleitado. Encendió el televisor. Al cabo de una hora, cayó en la cuenta de que no tenía la más mínima idea de qué programa era ni de por qué lo estaba mirando.