25

La muñeca

En el autobús se respiraba el mismo ambiente caldeado y sofocante de siempre y la rápida caminata de manzana y media desde la parada hasta su edificio le sirvió para refrescarse; cuando llegó a su apartamento, se había olvidado por completo de su decisión. Al día siguiente, ya no hacía viento y el tiempo fue, o al menos le pareció, considerablemente más cálido. La ciudad se encontraba bastante al sur por lo que los inviernos excesivamente crudos resultaban excepcionales.

La semana siguiente fue la excepción. Antes de que acabara, no sólo recordó lo que tenía intención de hacer, sino que llegó a arrinconar al encargado del edificio para exigirle que le entregara la caja de cartón que había guardado en el trastero.

— Tiene guardada ahí su ropa de abrigo, ¿eh? -le preguntó el encargado con una risita-. Espero que no se la haya comido la polilla.

— Espero que no. Debí haberla cerrado con cinta adhesiva.

— Y metido dentro unas cuantas bolas de naftalina -añadió el encargado-. Es lo que yo hubiera hecho. -Buscó entre las dos decenas de llaves que colgaban de su cinturón -. Aquí está.

No entraba en la cerradura; buscó otra. La tercera no sólo entró, sino que giró en la cerradura con un clic de protesta.

— Cuando la gente se muda les recuerdo siempre que está este lugar -le comentó el encargado-. Pero si tienen algo aquí guardado, se olvidan de todos modos. Son muchos los que han traído aquí cosas, pero usted es el único, que yo recuerde, que ha venido a buscarlas. No. -Hizo una pausa con la mano en el pomo y levantó un dedo de la otra-. La señorita Durkin hizo sacar un vestido viejo de su hermana para regalárselo a una amiga. Pero a la amiga no le gustó y al día siguiente volvió a traerlo.

Entraron y el encargado tiró de un cordón para encender la luz. La habitación estaba casi llena.

— ¿Se da cuenta de lo que le quiero decir? Pronto tendré que tirar un montón de cosas viejas. Pero no me hace gracia porque alguien podría decir que me las he robado. Claro que no pienso tirar nada que pertenezca a alguien que sigue viviendo aquí.

Él asintió tratando de recordar su caja. ¿Sería de la tienda de ultramarinos?

— No la ve, ¿eh?

— No -repuso -, todavía no.

— Podría estar al fondo de esto, o debajo. Lo metí hace apenas un mes.

El encargado tironeó de una enorme maleta; al cabo de un instante, movido por la lástima que le producía la debilidad del hombre, le echó una mano. Cuando levantaban la maleta, cayó en la cuenta de que hacía mucho tiempo que no sentía lástima por nadie, salvo, quizá, por sí mismo.

Su caja de cartón se encontraba, efectivamente, debajo de la maleta. La recogió, le dio las gracias al encargado y la llevó al ascensor. Mientras esperaba, se le ocurrió que el encargado tenía tanto derecho a ser considerado una pieza de antigüedad como el escritorio que había perdido, y que, al igual que el escritorio había sido más viejo que la mayoría de los escritorios, el encargado era más viejo que la mayoría de los hombres. Sin embargo, a nadie le importaba, nadie iba a hacer el mínimo esfuerzo por salvar al viejo encargado de las llamas del crematorio. «Con el tiempo -reflexionó-, a la gente mayor acabarán conservándola como a los muebles viejos. Los coleccionistas se echarán a llorar al pensar en las cosas que hemos tirado.»

Se abrieron las puertas del ascensor y lanzó aquella idea por el hueco al tiempo que metía la caja de cartón y pulsaba el botón. Ahora que tenía la caja -de la compañía de mudanzas, claro-, no estaba tan seguro de que contuviera ropa de invierno, aunque no tenía la más mínima idea de lo que podía haber en su lugar. Trató de recordar el día que se había mudado de la Asociación de Jóvenes Cristianos. Estaba seguro de que entonces no tenía un abrigo; ese invierno había ido a trabajar con cazadora, y el abrigo de vestir lo había guardado en la taquilla.

Al empujar la puerta de su apartamento con el hombro, nada le resultó familiar; como si alguien hubiera movido el sofá y los sillones y las mismas habitaciones mientras él estaba trabajando. El salón había duplicado su tamaño convirtiéndose en una L; la cocina había crecido como si hubieran mezclado con levadura la fregadera de acero inoxidable y la encimera de fórmica.

Dejó la caja en el suelo. El hogar había desaparecido; no entendía cómo había podido ocurrir. Recordaba haberse tumbado delante del fuego para beber una copa de brandy en compañía de alguien, alguna chica, una mujer. ¿Acaso el hogar había pertenecido a la mujer? No, a la mujer no, ella misma lo había dicho. ¿Se lo habría llevado consigo al marchar? Imposible.

Había existido otro apartamento, por supuesto, un apartamento en el que había vivido antes, después de salir de la Asociación. Resultaba extraño que recordara tan bien cuándo se había mudado de la Asociación y que no recordara haberse mudado a ese piso.

Había estado enfermo. Se le había olvidado ese detalle. O, para ser sincero, había tratado de quitarse la idea de la cabeza. Sin duda, la empresa lo había trasladado a la tienda del centro para que nadie se enterara de lo de su colapso nervioso.

Aunque no tardaron mucho en averiguarlo. Recordó entonces que la chica de la sección de Los Mejores Vestidos se lo había preguntado cuando se sentó junto a ella en el picnic. Había sido un error; era como todas las demás, una chica soltera que buscaba afanosamente el tipo de hombre que jamás iba a fijarse en ella si llegaba a encontrarlo, un hombre guapo, rico, atlético, con estudios universitarios, un hombre sensible, inteligente, culto, absolutamente ciego a cuanto ella representaba.

Se rió por lo bajo.

¿Y él, acaso era él mejor? Creía que sí. «Sí, soy mejor. Estoy dispuesto a reconocer lo que soy.

»Pero ¿qué soy? Sin duda no soy Dios, porque es Dios quien dice: "Yo soy".» Lo recordaba, pero no lograba recordar cómo lo sabía; lo habría visto en una de esas películas bíblicas en las que Charlton Heston se volvía hacia el Mar Rojo.

Colgó el abrigo, la chaqueta y la corbata y puso agua para el café; como siempre al final de cada jornada, le dolían los pies. Mientras se quitaba los zapatos, se preguntó si no le quedaría algo de brandy, no de entonces, no de aquella noche. No recordaba cuándo había ocurrido, pero hacía mucho tiempo.

En el mueblecito empotrado del salón había media botella de ron. No recordaba haberla comprado y se le ocurrió que quizá la hubiera dejado otro inquilino, pero le recordó al capitán que había sido durante una noche, y el escritorio del capitán. Vertió un dedo de ron en el tazón de café instantáneo que se preparó después de haberle echado crema y azúcar.

La caja de cartón estaba atada con un grueso cordel. Llevó el tazón de vuelta a la cocina, sacó un cuchillo grande que a veces utilizaba para cortar cebollas y lo afiló.

Esperó un momento, tocando el filo, sorbiendo su café con ron y sonriendo levemente. El no saber qué contenía la caja o si era suya siquiera le producía un agradable nerviosismo. Se dijo que el encargado era viejo y que muy fácilmente podía haber colocado su etiqueta en el recipiente equivocado. Repasó su colección de cintas en busca de una adecuada para poner en el estéreo y al final, impulsado por un vago recuerdo de su niñez, de cuando abría regalos debajo del árbol, se decidió por La música de Navidad. Pronto, muy pronto, en la tienda pondrían villancicos a todas horas y él secundaría a los dependientes en sus quejas al respecto; pero esa noche, tuvo la corazonada de que debía escuchar la Navidad, que debía escuchar otra vez antes de que la tienda la destruyera junto con todo lo que había significado alguna vez.

Adeste, fideles,

laeti triumphantes;

venite, venite in Bethlehem.

Cortó el cordel y echó hacia atrás las solapas de cartón. En lo alto había un chaleco de punto. Lo sacó para admirarlo; era de ese tono marrón claro que llaman camello; grueso y suave, con cuello en V y botones. «Justo lo que necesito -se dijo-, para que el viento no me penetre en el pecho mientras espero el autobús.» Mientras buscaba las etiquetas, se felicitó por haberse acordado de aquellas prendas.

Era una talla mediana que le iría perfecta. En una segunda etiqueta indicaba que la prenda era de lana virgen cien por cien, que había que lavarla en seco, y que había sido confeccionada en Toronto… Eso era en Canadá. Lo llevó al armario y lo colgó junto con su abrigo y su chaqueta.

Al sacar el chaleco de la caja había hecho lo posible por no ver lo que había debajo. Volvió a la caja a buscar su segundo descubrimiento frotándose las manos entusiasmado.

Encontró un par de guantes, guantes de cabritilla oscura y suave, forrados de piel. Estaban sin usar; del cordelito que los unía, colgaba la etiqueta de la tienda con el precio. Lo cortó, se los probó, y aunque nunca había boxeado, lanzó unos puñetazos en el aire. Le estaban a la perfección, y se imaginó tocando el piano con ellos, aunque no sabía tocar. En el estéreo se oía Noche de paz', la acompañó con un instrumento mágico que siempre ponía las teclas correctas debajo de sus dedos. No tenía sentido que colocara los guantes en los bolsillos de su abrigo, porque esperaba encontrar otro más abrigado en la caja de cartón. Después de considerar aquel punto, se los sacó y los colocó en la barra de la percha de la que colgaba su chaqueta.

La siguiente prenda era una bufanda larga de punto, color marrón corteza y debajo de ella encontró el abrigo que recordaba. Los sacó de la caja; metió los brazos en las amplias mangas del abrigo y se enrolló la bufanda al cuello. Las dos prendas parecían transmitir un calor palpable. Entró en su dormitorio y se colocó frente al espejo para abrocharse el abrigo, que le quedaba lo bastante holgado como para que, con una chaqueta debajo, le sentara perfectamente. Al palpar la tela gruesa y mullida, notó que llevaba algo en uno de los bolsillos laterales.

Era un mapa. Como tenía demasiado calor, se quitó el abrigo, lo extendió sobre la cama, se sentó junto a él y desplegó el mapa sobre su regazo.

La zona representada parecía sumamente boscosa y casi sin caminos, recorrida en su mayor parte por estrechos arroyos azules en los que aparecían señalados un rápido tras otro. Su punto más elevado era el monte Hieros; a juzgar por su centro blanco, el monte Hieros estaba coronado de nieve. Nada indicaba dónde se encontraba esa porción del mapa ni la montaña. Unas letras diseminadas desde un extremo al otro del mapa rezaban overwood.

Sacudió la cabeza, volvió a plegar el mapa y lo lanzó sobre la cómoda para estudiarlo después de cenar. Hacía tiempo que no iba al restaurante italiano. Lo tenía muy cerca de su viejo apartamento -el barrio de su antiguo apartamento volvió vividamente a su memoria- pero se encontraba a más de diez manzanas del actual, y lo de caminar tanto no le había hecho mucha gracia. Pero notó que no sólo tenía hambre, sino que estaba ansioso por comprobar la efectividad contra el viento de la ropa de invierno que acababa de recuperar. Se puso su otro mejor par de zapatos, el chaleco de punto, la chaqueta, los guantes, la bufanda y finalmente, se envolvió en el largo abrigo oscuro.

Afuera, el viento se negó a cooperar. Había desaparecido junto con la luz del día, dejando atrás una noche clara y fría en la que el aire parecía reposar en estantes de vidrio, como las copas de cristal de la sección de Porcelanas Finas. Avanzó deprisa admirando el penacho fantasmal de su propio aliento, con el cuerpo caliente y las mejillas haladas por el frío.

Mamá Capini seguía allí y se acordaba de él, aunque él apenas la recordara. Le dio la bienvenida, lo obsequió con una botella de Chianti con su envoltorio de paja, cortesía de la casa. Pidió lasaña, se bebió varios vasos de vino y cuando se marchaba, chocó de lleno con otro cliente.

El accidente fue todo un desconcierto; se disculpó, el hombre impasible, de mediana edad con el que había chocado, le dijo que no se preocupara, y la cosa quedó ahí. Sin embargo, aquello le sirvió para que se diera cuenta de que llevaba algo en el bolsillo de la pechera del abrigo, algo largo, duro y de forma irregular. Lo primero que pensó era que se trataba de otra botella; luego creyó que era un arma; pero tenía una forma extraña para tratarse de cualquiera de esas dos cosas. Cuando se quitó un guante y palpó el objeto con los dedos, notó piel, como si un animalito inflexible se sostuviese sobre sus patas traseras en el interior de su bolsillo. Se sentía tan a gusto con el vino y la comida que había tomado que aquello no pareció importar demasiado.

Cuando hubo regresado a su casa, esa sensación de gusto había desaparecido casi y descubrió que volvía a experimentar la misma ansiedad infantil por descubrir qué llevaba en el bolsillo que la que había sentido por averiguar qué había en la caja de cartón. Extendió cuidadosamente el abrigo sobre el sofá, dejó lo que quedaba de Chianti en el estante inferior de la puerta de la nevera antes de sacar el objeto de extraña forma del que tan consciente había sido mientras regresaba andando a su casa.

Era una muñeca. La llevó bajo la luz para examinarla más de cerca; lo que había tomado por piel era su suave cabello castaño; al parecer, auténtico cabello humano. Enmarcada por el pelo, se veía una cara agradable, hermosa e impertinente a la vez: una mujer -una muchacha- de largas piernas y cintura breve, pechos erguidos, caderas redondeadas y ojos castaños de mirada fija. Vestía una túnica sin mangas, de tela metálica verde, sujeta por un cinturón; tal como comprobó con una mirada incómoda, era la única prenda que llevaba.

¿Cómo era posible que aquel objeto fuera suyo? ¿Le pertenecía acaso? Aunque el abrigo y los guantes le estaban a la perfección, lo más probable era que no fuesen suyos; al fin y al cabo, tenía una talla normal. Estaba seguro de que nunca había tenido una hija. Ni siquiera había estado casado. Seguro que de eso se acordaría.

¡No, pero qué sencillo era! Debió de haber salido con una divorciada. Seguramente habría comprado la muñeca en la sección de Juguetes, con el descuento especial para empleados, para regalársela a la hija de la divorciada; con toda seguridad, entonces había faltado poco para Navidad, como faltaba poco ahora. Después, había roto con la mujer y había guardado el abrigo sin vaciar los bolsillos.

Llevó la muñeca a su dormitorio y la dejó sobre el mapa: otra cosa en la que pensar más tarde.

Para su sorpresa, pensó en ella después. Al comprobar que no podía concentrarse en la película de medianoche, volvió a llevar la muñeca al salón y la acunó entre sus manos como si fuera una niña, perseguido por la sensación de que él también estaba en la televisión, que debía toda su existencia a un plato entero que actuaba en una sala vacía, que tanto él como la muñeca estaban perdidos, que eran los niños perdidos en el bosque, los del cuento que su madre le había dejado ver hacía tanto tiempo, cuando era muy pequeño.

Respiró ruidosamente y se sintió avergonzado, divertido y triste a la vez; sin saberlo ni quererlo, vio que los ojos se le habían llenado de lágrimas. Sacó el pañuelo, se sonó la nariz y se secó los ojos. Pero una lágrima fue a caer sobre la túnica verde, otra sobre las graciosas piernecitas y una tercera había caído de lleno en la agradable cara de la muñeca.

Y la muñeca se movió en su mano como una niña viva.