23
— Suponga que en ese mundo hubiera una mujer, una diosa en realidad, que quisiera hacer el amor con un hombre de nuestro mundo.
La doctora Nilson sonrió y le preguntó:
— ¿Y por qué iba a querer hacer algo así, señor Green?-Porque en su mundo, los hombres mueren después de haber hecho el amor.
— Como los zánganos, ¿es eso lo que quiere decir? He de admitir que sería una buena inversión de papeles; aquí son tantas las mujeres que mueren después de ser violadas, o incluso antes.
— No entiendo lo de los zánganos -le dijo.
— Son las abejas macho. La mayoría de las abejas son hembras estériles; son las obreras, las que hacen el trabajo. Unas pocas son hembras fértiles, supongo que las llaman princesas. Otras son machos fértiles: los zánganos. Durante el vuelo nupcial, los zánganos más fértiles se aparean con las princesas que se convierten así en reinas. Después, los zánganos mueren.
— Pues allí no es exactamente así -comentó negando con la cabeza-. Los hombres trabajan mucho. El policía que habló conmigo en el incendio era hombre, igual que el médico que me atendió, y también era hombre el empleado que no pudo dejarme entrar otra vez en el hotel. Pero cuando hacen el amor, mueren. Su sistema inmunológico se viene abajo. Un doctor me lo dijo, se llamaba Applewood.
La doctora Nilson volvió a sonreír e inquirió:
— ¿Quiere usted decir que tienen doctores igual que nosotros?¿Y policías? Y supongo que hablarán inglés.
— Sí, al menos en la parte que yo visité. Pero deben de tener diferentes lenguas en los diferentes países. Sé que hay un hombre que habla alemán… -Se calló de repente.
— ¿Qué ocurre, señor Green?
— Ahora comprendo quién llamaba a Lara cuando hablaba por teléfono con ella, es decir, con su Lora. Era él. Era Klamm.
La doctora Nilson se inclinó hacia él con las manos entrelazadas debajo de la barbilla.
— ¿Se da usted cuenta, señor Green, de que si hubiera un mundo como el que acaba de describirme, un mundo donde los hombres mueren después de practicar el coito, tendría unas costumbres, toda una cultura, completamente diferente de la nuestra?
— Pues no -contestó-. Se parecen mucho a nosotros. -Hizo una pausa para reflexionar al cabo de la cual añadió -: No me había parado a pensarlo antes, pero tiene que serlo. Porque los mundos están muy cerca y porque es muy fácil pasar del uno al otro. Suponga que alguien de allí se inventa una palabra nueva. Al cabo de poco tiempo, alguien se va para allí, quizá sin siquiera saberlo, y oye la palabra y la trae de vuelta. O tal vez uno de ellos viene hacia aquí y utiliza la palabra. Probablemente muchas de las costumbres que creemos nuestras son en realidad de ellos, como la de que el novio se vista de negro para la boda.
Alguien llamó discretamente a la puerta. La doctora Nilson le ordenó:
— Pase.
Entraron dos negros fornidos con uniforme blanco de enfermeros. Los dos tenían aproximadamente su misma edad y tuvo la impresión de que sus caras serias y oscuras contrastaban extrañamente con sus ropas. Uno de ellos llevaba una bolsa de lona.
— No creo que el señor Green les cause problemas -dijo la doctora Nilson-. En muchos aspectos parece sumamente racional y es posible que lo único que necesite sea un corto período de reposo.
Cuando se puso en pie, cada uno de los hombres lo agarró de un brazo. Algo con Lara en su centro estalló en él e hizo que se revolviera y luchara contra ellos como no luchaba desde su niñez, dando patadas y voces. Lo derribaron al suelo. Uno de ellos lo aguantaba mientras el otro abría la bolsa y le ponía una camisa de fuerza de cuero y lona.
— Señor Green -le dijo la doctora Nilson con voz amable -, voy a telefonear al señor Drummond, a su trabajo. Si quiere causar molestias, como gritar pidiendo ayuda, puede hacerlo. Pero al señor Drummond no le dará buena impresión; imagino que habrá tenido en cuenta ese detalle.
Mientras le hablaba, había descolgado el teléfono y marcado unos números. La consulta quedó sumida en un momentáneo silencio mientras la doctora esperaba respuesta.
— Soy la doctora Nilson, la que atiende al señor Green. ¿Puedo hablar con el señor Drummond, por favor? Es importante.
»¿Señor Drummond? La doctora Nilson. El señor Green me comenta que quería usted que le enviara una carta como prueba de que había venido a verme. Espero que con esta llamada le baste.
»Estupendo. Señor Drummond, voy a ingresar al señor Green. No creo que sus problemas sean muy serios, pero al cabo de una ausencia tan prolongada, lo considero aconsejable.
»No puedo prometerle nada en concreto, señor Drummond. Quizá a finales de mes, tal vez más tarde.
»No lo sé. En mi opinión, creo que cuando le demos de alta, estará en condiciones de volver al trabajo, pero ésa es mi opinión, no un hecho.
»Por supuesto. Adiós.
La doctora colgó y por primera vez él notó su perfume, una ligera fragancia floral más adecuada para una jovencita.
— El señor Drummond me pidió que le transmitiera sus mejores deseos de que se recupere pronto. Trabaja usted para una empresa bien informada, señor Green, que de ningún modo olvida, como hacen tantas otras, el lado humano de las cosas. Espero que sepa apreciarlo. Me habrá oído comentarle a su jefe que creo que su hospitalización será corta y que espero que pueda volver a trabajar en cuanto le demos de alta. Se lo he dicho porque tuvo usted la precaución de quedarse callado, un síntoma esperanzador, por cierto.
— Gracias.
— No puedo visitarlo todos los días en el hospital, porque tengo unos horarios demasiado apretados. Pero intentaré ir a verlo tres o cuatro veces por semana. Espero que mejore usted, estoy segura de que así será.
Les hizo una seña a los hombres y éstos lo ayudaron a incorporarse.
— No creo que esto sea necesario -dijo.
— Pero yo sí, y debe someterse a mi opinión.
Las palabras salieron de sus labios a pesar de que pugnó por contenerlas.
— Esto me impedirá encontrar a Lar a.
— Lo que es cierto es que le impedirá buscarla, señor Green. Espero que podamos hacerle ver muy pronto que buscar a Lara es tan inútil como buscar a Cenicienta.
Con voz suave, amable incluso, uno de los hombres de uniforme blanco le ordenó:
— Vamos. -Luego le tiró del brazo.
— Está bien -dijo, y justo en ese momento sonó el teléfono.
La doctora Nilson contestó.
— Ah, hola, Lora… No, no estoy enfadada. Sé lo difícil que puede llegar a ser.
Lo sacaron de la consulta y cerraron la puerta con firmeza.
— Y ahora, a caminar.
Eso hizo; bajó la escalera y salió por la parte posterior del edificio. Una pequeña ambulancia blanca, en realidad una furgoneta con luces rojas de emergencia, esperaba junto al bordillo. Uno de los hombres le abrió la puerta lateral. Se subió y el hombre subió tras él. El otro hombre se puso al volante.
Cuando se hubo sentado, el hombre que iba a su lado le asestó un fuerte golpe en la oreja izquierda que fue como una explosión en el costado de su cabeza.
— Eso es por patearme la rodilla -le dijo el hombre -. Quiero que lo sepas.
El zumbido que le llenó la cabeza a duras penas le permitió entender las palabras, pero asintió.
— Nos gusta cuando pelean y gritan -le comentó el hombre-. Porque los gritones y los que maldicen son los que salen primero; cualquiera te lo puede decir. Los tipos como tú conservan cierta vitalidad, no pasan por el aro así como así; los tíos dicen «Ey, yo voy a salir de aquí». Pero si golpeas, te vamos a devolver los golpes.
— Lo entiendo -dijo volviendo a asentir.
— Pero no porque te lo haya explicado. Sino porque te pegué, por eso lo entiendes.
— Está bien.
— No vuelvas a patearme y yo no te pegaré.
— ¿Conocías a Lora? -le preguntó.
— ¿La recepcionista de la doctora Nilson? Claro.
— ¿Cómo era?
— Una chica blanca -repuso el enfermero encogiéndose de-hombros-, así que no me fijé mucho en ella. No tenía ni pechos grandes ni nada por el estilo. De vez en cuando, hay alguna chica blanca a la que le gustan los negros, pero muy de vez en cuando. Hacíamos alguna broma. No era engreída.
— ¿Era guapa?-No se ha ido.
— Sí que se ha ido. Se marchó de repente y se llevó todas las cosas de su mesa.
El hombre le lanzó una mirada escéptica y le dijo:
— La doctora Nilson hablaba con ella por teléfono cuando nos fuimos. Seguro que volverá.
Asintió y volvió a preguntar:
— ¿Era guapa? ¿Es guapa?
— ¿Quieres que lo sea?
— Supongo que sí.
— Entonces lo era. Ojos grandes y azules y una cara de muñequita de porcelana, ya sabes.
— Verdes -dijo el conductor. -¿Ah, sí? -dijo él.
— ¿Qué quieres decir? -inquirió el enfermero que iba junto a él.
— Que esa Lora tiene ojos verdes, idiota. -No le hagas caso -le dijo el hombre que iba a su lado-. Está loco. ¿Quieres que te quite la camisa?
Sin saber por qué, había supuesto que el hospital se encontraría en la ciudad. Pero estaba en los suburbios, entre interminables extensiones de césped y parterres de narcisos que comenzaban a florecer. El viento cortaba un poco, pero tenía un frescor y una limpieza de la que los vientos invernales suelen carecer. Cuando vio que no había barrotes en las ventanas dijo:
— Esto no parece un manicomio.
— No lo es, hombre. Es un hospital corriente, atienden partos y hacen bypass triples y cosas así. Así que si la gente te pregunta dónde has estado, les puedes decir dónde sin problemas, como si estuvieras jurándolo ante un tribunal, porque podrías haber venido a que te quitaran el apéndice. ¿Entiendes?
Asintió. Una vez dentro, uno de los hombres habló brevemente con una recepcionista que les indicó el ascensor mediante una seña. En la novena planta (se preocupó de fijarse qué botón habían pulsado), el mismo hombre conversó durante mucho más tiempo con la enfermera que estaba sentada ante un escritorio. Cuando por fin terminaron de hablar, el hombre le dijo:
— Ahora vamos a llevarte a la sala. Le he dicho que te portarás bien y que no causarás problemas. Que sea así, ¿me oyes? Porque tenemos que dejarte ahí y marcharnos.
Volvió a asentir. Había asentido tantas veces que ya había perdido la cuenta.
Aunque la sala estaba limpia, echó de menos la frescura del viento primaveral. Intentó abrir las dos ventanas, pero no pudo; al examinar sus marcos, vio que el cristal era muy grueso. En la sala había siete sillas barnizadas y una mesa baja, también barnizada, con una pila de revistas viejas. Al cabo de un rato, se le ocurrió que la foto de Lara podía aparecer en una de esas revistas. Cogió una y se puso a hojearla.
Iba por la tercera cuando un hombre calvo, de aspecto cansado, entró y se sentó.
— ¿Le gusta leer? -le preguntó el calvo. Negó con la cabeza.
— A mí sí. Me pasaría todo el día leyendo si no fuera porque mis ojos ya no aguantan. Además, tengo que salir y ocuparme de mis pacientes. -El calvo se rió entre dientes.
— ¿Qué es lo que lee?
— Casi siempre historia. Algo de narrativa. Y además las publicaciones médicas. Estamos suscritos a Newsweek, The New Yorker Psychology Today y Smithsonian. Mi mujer se las lee todas, y a veces yo también.
— Me gustaría ver revistas de cine -dijo -. Me imagino que a usted no le hacen mucha gracia.
— Más de lo que usted se piensa -le confesó el calvo -. La mayoría de la gente no lee nada.
— A mí los libros me parecieron siempre dinero tirado.
— ¿Cuida mucho el dinero?-Lo intento.
— Pero ahora está usted ingresado en este hospital. Los hospitales son muy caros.
— La tienda corre con todos los gastos -le explicó. De pronto se estremeció de miedo. ¿Lo pagaría todo? El calvo sacó una libreta y una pluma Cross.
— ¿Qué día es hoy?
Intentó recordarlo, pero no pudo.
— ¿Miércoles? -sugirió.
— No estoy seguro. ¿Sabe la fecha? -Dieciséis de abril.
— ¿Sabe por qué la tienda le paga el tratamiento?-Tiene esa política -le contestó.
— Pero ¿por qué creen que necesita usted tratamiento?
— Supongo que porque me ausenté durante mucho tiempo. Casi un mes. No, más de un mes.
La pluma bailaba sobre la libreta. Por la ventana había entrado la luz del sol, al reflejarse en el dorado brillante de la pluma, daba la sensación de que la que hablaba era la pluma y no el hombre.
— Quiero que se concentre en lo que pasó hace una semana. No me conteste de inmediato; cierre los ojos y piense. Ahora bien, ¿dónde estaba usted hace una semana?
Fue el día en que conoció a Lara. -Paseaba junto al río. -En el parque. -Sí.
— ¿Por qué estaba allí?
— Me había llevado el almuerzo. Me lo comí en un banco y me quedaba un cuarto de ahora para volver a la tienda. -A manera de explicación, agregó-: Estamos cerca del parque.
— ¿Había trabajado en la tienda esa mañana?-Sí.
Lo llevaron a otra sala, lo hicieron desnudar y vestirse con la ropa del hospital. Un hombre de uniforme blanco se llevó su ropa en una cesta de alambre.
Al cabo de un rato entró una enfermera y le dio una medicina.