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Se sacó la muñeca del bolsillo delicadamente. Estaba seguro de que antes tenía las piernas estiradas. Ahora una de ellas aparecía ligeramente flexionada a la altura de la rodilla. Su cara, antes tranquila y seria -quizá la habría calificado de inexpresiva de no haberla querido tanto-, mostraba ahora los labios ligeramente curvados.
— ¡Ah, usted admirador de diosa! Asintió casi inconscientemente.
— ¡Eso es bueno! ¿Deja que vea?
El chino tendió la mano y él le pasó la muñeca de mala gana.
— ¡Oh, muy hermosa! ¡Piernas largas, pies pequeños! -El chino rió disimuladamente-. A usted no gusta que Sheng tenga. Sheng entiende.
Sólo cuando la muñeca volvió a encontrarse en el interior de su bolsillo estuvo dispuesto a reconocer que había temido que no se la devolviera.
— Pronto Sheng enseñar. Primero té.
Un dragón de blanco humo salido de la pipa se enzarzó en una lucha con el dragón salvaje de vapor de la tetera. El agua hirviente cayó en el interior de la tetera seguida de una nieve momificada de fragantes hojitas.
— Pronto -dijo Sheng-. Muy pronto. ¿Gusta tetera? Muy buena, muy barata. Porcelana Nankin amarilla, hecha hace cien años. Sheng tiene más.
Asintió y le preguntó:
— ¿Cómo es que vino a este país, señor Sheng? El chino sonrió y repuso:
— A construir ferrocarril. Muchacho piensa que lejos todo mejor. -Con la mano delgada se tironeó pensativamente del largo bigote -. Que volver a casa rico. -El chino lanzó un suspiro.
— ¿Todavía quiere volver a casa?
De pronto sintió una gran fascinación por la historia de aquel moreno y enjuto hombre de mediana edad. Era como si viera su propio futuro reflejado en algún extraño espejo oriental.
— Acaba usted de decir que su sótano era el paraíso.-Paraíso de muchacho. Por eso soñaba. Trabajó en ferrocarril.
Romperse la camisa. -El chino hizo una pausa para reflexionar-. No tenía aguja. Preguntó a los hombres, ¿tiene aguja? ¿Hilo? No tenían… -¿Y?
— Sábado fue a la ciudad. Compró hilo. Pidió aguja, hombre de la tienda no vendió. Vendía papel con veinte agujas. Sheng compró. Y dijo, ¿quiere aguja? Cuesta diez céntimos. Así Sheng llegó aquí.-La mano agitó los dedos ahusados para señalar la pequeña tienda y luego bajó en picado para coger la tetera. Un líquido perfumado cayó en las tazas -. Sheng paraíso.
— Ya veo.
— Ahora sueña nuevo paraíso, muchos niños, muchos hijos rezan por el pobre Sheng, Joven Sheng soñaba mucho, este Sheng no. Ley del Cielo dice un paraíso para cada hombre.
Asintió mientras sorbía el té hirviente y se preguntaba cómo era posible que, en tan poco tiempo, su búsqueda de Lara hubiera tomado aquel rumbo.
Sin levantarse, el chino estiró un largo brazo hasta uno de los estantes del que sacó una caja laqueada.
— Ahora Sheng enseña. Quiere tocar mucho, de acuerdo, usted toca. Sheng prefiere que no tocar.
Asintió y dejó la taza. La tapa de la caja se deslizaba por unas ranuras laterales. Recordó vagamente haber visto en la sección de Antigüedades una caja de canicas que se abría igual. En el interior de la caja había una muñeca que no medía más de un palmo y llevaba un traje muy elaborado.
— Ésta Heng-O -le explicó el chino-. Igual que la suya.
Se inclinó para verla. Era la misma cara, como si un oriental hubiera esculpido a Lara añadiéndole inconscientemente las facciones raciales que un artista de ese origen habría considerado normales y atractivas. Su túnica era de seda pura, un traje que muy bien podía haber llevado una diminuta emperatriz, cubierto de pájaros y extrañas bestias bordadas.
— Es muy hermosa -le comentó al chino -. Muy, pero muy hermosa.
— Sí. -La tapa volvió a cerrarse silenciosamente-. Luna llena ella se pone aquí. Quema imagen venerada. Sólo eso puede hacer Sheng. En funeral de Sheng, arroz humeando sobre tumba de Sheng, ella me ve, sonríe y dice: «Quema una imagen venerada para mí». Feliz para siempre.
Él volvió a asentir, se bebió lo que le quedaba de té, agradecido por su calor y su alegría. Sus miradas se encontraron un instante y supo que el chino era su hermano, a pesar de que los separara medio mundo y de que el chino lo había sabido al verlo en el callejón.
— Señor Sheng, ya he abusado bastante de su hospitalidad. Tengo que marcharme -le dijo, y se puso en pie.
— ¡No, no! -El chino levantó ambas manos con las palmas hacia afuera-. ¡No vaya antes que Sheng enseñe mercancía!
— Si se empeña…
El rostro impasible se iluminó con una amplia sonrisa. -Usted ve muchas cosas. Cuenta a amigos. ¡Ellos vienen, compran a Sheng seguro!
Intentó recordar a sus amigos. No había ninguno.
— Señor Sheng, me temo que es usted el único amigo verdadero que tengo.
— Entonces vive mucho solo. ¡Mire! -Le enseñó una baraja-. ¡Amuleto mágico trae amigos! Aprende póquer, bridge, rummy. Va por ahí, «Quiero jugar, nadie juega». ¡Así pronto muchos amigos!
Sacudió la cabeza y repuso:
— Es una buena idea, pero soy muy tímido.
— No tiene amuleto para tímido -dijo el chino lanzando un suspiro-. No tiene licencia para alcohol. ¿Gusta recibir cartas?
— Sí, mucho.
— ¡Bien! Cartas van bien a hombre tímido. ¡Amuleto mágico!-El chino le enseñó una raíz aplastada y marchita.
— ¿De verdad que eso me traerá cartas?
— ¡Sí! Raíz macho correspondencia -le dijo el chino. (O quizá fuera «Raíz mucha correspondencia».)
Parecía fresca, firme y delgada al tacto. En la penumbra hubiera jurado que el chino tenía un sobre en la mano.
— Me gustaría comprarla -le dijo. De todos modos estaba en deuda con el chino por haberlo rescatado de la policía.
— No compra. ¡Gratis! Próxima vez, compra. -De la raíz seca colgaba una fina hebra de seda roja-. Ponga alrededor de cuello. Lleve debajo de la camisa. Muchas cartas.
Obedeció. De afuera le llegó un estruendo rítmico, apagado y a la vez profundo. Quiso preguntar qué era, pero el chino no le dio tiempo.
— ¡Mire y verá! -Un rollo apretado de papel se desenrolló y entonces vio la figura de un hombre, la mitad del tamaño natural-.Para quemar en tumba. En próximo lugar consigue buen sirviente.-El chino volvió a sonreír-. ¿Usted morirá pronto?
— Espero que no.
— Entonces no necesita. Más adelante, a lo mejor. ¿Y caballo?
Era un animal corpulento, de aspecto fiero, dibujado con trazos osados.
— No he montado en mi vida -confesó.
— Próximo lugar aprende. Mucho tiempo.
Al desviar la mirada descubrió un grueso fajo de billetes de cincuenta dólares sujetos con una banda de papel marrón.
— Señor Sheng, no debería dejar esto por aquí tirado.
El chino se echó a reír.
— ¡Dinero de juguete! ¡Quema en tumba y en próximo lugar, rico! ¿Le gusta?
Los acercó a un ventanuco polvoriento. Eran billetes de verdad, estaban casi nuevos. Al quitarles la banda de papel, vio la cara de Grant bien clara y brillante.
— ¿Le gusta?
En la banda se leía seguridad purolator. Junto a las palabras se veían un carácter chino en tinta negra y la cifra 10 céntimos.
— Sí -dijo-. Me gusta mucho. Pero tiene que dejar que le pague.
Sintiéndose como un perfecto ladrón, sacó una moneda de diez céntimos. El chino aceptó la moneda sin mirársela y le metió el fajo de billetes en el bolsillo del abrigo junto al mapa.
La calle a la que salió no era la misma de la que había huido internándose por el callejón, pero aunque era más pequeña y estrecha, flanqueada de coches aparcados y edificios de ladrillo tiznado, había un desfile. Las majorettes se pavoneaban y giraban; el viento invernal les había teñido de azul las piernas desnudas. Unos soldados ataviados con brillantes chaquetas verdes presentaban armas una y otra vez con sus fusiles cortos; los políticos sonreían y saludaban con la mano intercambiando caramelos y cigarros. Las trompetas sonaban roncamente. Unas carrozas inmensas avanzaban lentamente como si se tratara de coloridos mastodontes, no eran nada seguras y se agitaban como junquillos mientras unas muchachas preciosas, adornadas con flores y plumas y vestidas con trajes de lentejuelas bailaban solas o entre sí.
Un bombo comenzó a tocar al ritmo de su corazón.
Una pequeña multitud de hombres y niños y unas cuantas mujeres iban tras la última carroza; quizá a su manera formaban una división en el desfile. Se le ocurrió entonces que si la policía seguía buscándolo -cosa que parecía improbable -, aquel grupo rezagado le ofrecía el mejor de los medios para despistarlos. Se unió a él abriéndose paso hacia adelante por el centro hasta que logró situarse tan cerca de la carroza que nadie habría podido verlo con claridad desde las aceras.
Una patinadora con un tutu rosa giraba casi en el borde. Cuando lo vio, se detuvo, le sonrió y señaló los tres escalones de hierro que bajaban de la parte posterior de la carroza.
Creyó que lo invitaba a unirse a ella y le gritó:
— ¡No llevo patines!
Ella asintió sin dejar de sonreírle y le indicó una puerta rodeada con una guirnalda de rosas.
Vaciló un instante. Si subía esos escalones, quedaría expuesto hasta que traspusiera la puerta. Pero una vez en el interior de la carroza, habría encontrado el escondite perfecto.
La patinadora volvió a sonreírle haciéndole señas. Era rubia, de ojos azules, mejillas rojas como manzanas debido al viento cortante.
Cuando subía los escalones, la multitud que dejó atrás silbó, aplaudió y dio vivas. Los espectadores de las aceras también dieron vivas y una de las bailarinas encendió la mecha de un fuego de artificio. Éste estalló en medio de una gloriosa nube de chispas doradas justo en el momento en que la patinadora le abría la puerta con la guirnalda de rosas para dejarlo pasar.
— Un momento -le dijo-. Tengo que quitarme los patines.
Se encontró en la parte trasera de una caravana. Había dos amplias literas, una encima de la otra, asientos giratorios, un pequeño fregadero y una cómoda con un lavabo a modo de encimera. La conductora, una mujer de mediana edad, no se volvió para mirarlo; pero vio sus ojos en el espejo retrovisor, unos ojos que lo observaban más de lo prudente, o al menos eso le pareció.
El techo le quedaba incómodamente cerca de la cabeza. Se sentó e intentó echar un vistazo a su alrededor, pero los laterales de la carroza oscurecían todas las ventanillas. Alcanzaba a oír aún la aclamación de la multitud y el estallido de petardos.
Se abrió la puerta. La patinadora entró sin hacer ruido con las medias puestas. Le acarició la cara con los dedos deteniéndose en un pómulo.
— No soy de las que ponen una pistola en la sien -le dijo-. Si cambias de parecer…
— Esto me gusta -repuso.
— Bien. A mí también.
Lucía un jersey de seda azul con adornos de piel blanca en puños y cuello; se lo quitó por la cabeza con un solo movimiento dejando a la vista el estrecho sujetador de encaje color melocotón.
— ¿Quieres que te desnude? Sé que a algunos les… Pues lo que tú quieras. Lo que sea que hayas estado pensando en todos estos años.
Se levantó del asiento y oyó su propia voz como si fuese otro el que hablara.
— He estado pensando en Lara.
La muchacha hizo una pausa; tenía las manos apoyadas sobre los botones del abrigo de él.
— ¿Lara?
— La quiero -le dijo. Y añadió-: Pero tú no eres Lara y la verdad es que no sabía que esto fuera a acabar así. -Retrocedió.
La chica se quedó boquiabierta. Por un instante su rostro se transformó en una máscara atormentada de incredulidad y decepción. El fuego del odio acabó con ellas como con un bosque; sus ojos azules brillaban y echaban chispas.
— Será mejor que me vaya -dijo él.
Un ruido metálico salió del cajón que había debajo del fregadero; la chica se abalanzó sobre él empuñando un cuchillo de cocina. Él se lanzó hacia un lado y el cuchillo fue a clavarse en la delgada pared interior. Sin pensarlo le dio un golpe en la muñeca con una mano y la empujó con la otra.
La puerta se abrió fácilmente y por un misericordioso milagro lo hizo hacia afuera. Salió corriendo sin acordarse del círculo de hielo que le servía de pista a la patinadora.
Perdió el equilibrio y salió disparado de la carroza. Por un absurdo instante tuvo la sensación de que se caía del mundo, de que volaba en el espacio. La negra calzada lo golpeó como un puño.