24
Aparentemente, en la sala de día había cosas para hacer, pero los juegos y pasatiempos eran, en su gran mayoría, ilusorios. En un armarito de la pared oeste había media docena de rompecabezas a los que les faltaban piezas y eran motivo de bromas previsibles cuando alguien sacaba uno. Al piano le hacía falta afinarlo, pero no porque en el pabellón hubiera nadie capaz de tocar otra cosa que no fueran escalas, aunque de vez en cuando alguien lo intentara. A las barajas sobadas que había en el cajón les faltaban el as, el dos y el cuatro de corazones. Las enfermeras guardaban un recipiente con pelotas de tenis de mesa, pero normalmente, para ahorrarse problemas, decían que se les habían terminado.
«Aunque tal vez se les hubieran acabado de veras -pensó-. Tal vez el recipiente esté vacío y lleve años así, tan lleno de polvo por dentro como por fuera.»
— ¿Quiere jugar al ajedrez?
Levantó la vista. El hombre que llevaba la caja y el tablero era bajo, de mediana edad y tenía el pelo como un pajar.
— Faltan algunas piezas -le informó.
— Podemos usar otra cosa.
Asintió y se acercó a la mesa. Utilizaron fichas del juego de damas: con dos negras sustituyeron los peones negros que faltaban y un rey rojo ocupó el sitio de la reina blanca.
— ¿Blancas o negras?
Se lo pensó. Tuvo la vaga sensación de que decidir aquello era sumamente importante. Estudió a la reina blanca y a la negra tratando de decidir cuál de ellas era Lara. La blanca, por supuesto. Blanca por el cutis y roja por el pelo.
— Blancas.
Su contrincante giró el tablero y le dijo:
— Usted juega.
Asintió y adelantó un peón cualquiera. El peón negro de la reina avanzó dos casillas. Movió el alfil.
— ¿No lo conozco de algo? -le preguntó.-No lo creo.
— Tal vez nos vimos hace tiempo. -Hizo una pausa y añadió -: Afuera -aunque no le pareció del todo correcto.
— Es posible -dijo su contrincante -. Me han estado haciendo electroshock, ¿sabe a qué me refiero? Y uno se olvida de las cosas. -Levantó ambas manos y se señaló las marcas inflamadas de las sienes -. ¿Y usted qué?
— Yo todavía no.
— Pero se lo van a hacer, ¿eh?
— Eso creo.
— No duele. Muchos tíos se piensan que sí duele, pero no. Oiga, ya tiene las marcas.
Cuando terminaron la partida, su contrincante se sentó al piano y tocó una vieja canción titulada Busca a tu verdadero amor y cantó al ritmo de la música desafinada con una voz ronca aunque no desagradable. Hasta esa noche, cuando estaba tumbado en su estrecha cama del hospital, con las manos detrás de la cabeza, no cayó en la cuenta de que su contrincante era el paciente que lo había enviado a contarle a Walsh cosas sobre no sabía quién. No recordaba los nombres.
Había una mujer con el cabello teñido y la cara larga, a la que le preocupaba profundamente la actitud que él tenía hacia el sexo. Había un indio que le explicó por qué era mucho más fácil curar a alguien que creía en los demonios. Estaba el doctor de mediana edad y aspecto cansado cuyo nombre recordaba a veces, y la doctora Nilson, cuyo nombre olvidaba a veces.
Después estaba el césped que había que cortar y un jardín al que había que quitarle las malas hierbas, parques que había que rastrillar y hojas de tonos rojizos, pardos y dorados que había que quemar. Había nieve que había que quitar con la pala. Le dieron una cazadora abrigada y guantes, ropas donadas por alguna persona que había dejado unos casquillos vacíos del calibre 22 en los bolsillos de la cazadora.
Algunas noches se preguntaba qué le había pasado al hospital al que lo habían llevado en la furgoneta, y a veces estaba seguro de haber vuelto al General Unido. En cierta ocasión le contó a un coreano lampiño lo del General Unido y el doctor Pille, y el doctor Kim, el coreano lampiño, soltó una risita.
Había un asistente que se mostró amable con él pero que, a la larga, un día, cuando estaban detrás de la caldera en la planta generadora de vapor, quiso que le hiciera algo que él se negó a hacer. Fue entonces, cuando regresaba solo al edificio principal, cuando se le ocurrió pensar que se encontraba allí por un recuerdo que, después de todo, no era más que un sueño.
En su entrevista siguiente, le preguntó al médico indio si habían averiguado lo que le había ocurrido durante su ausencia.
— Ah, pero ¿es que usted no lo sabe? -inquirió el indio-. Creo que usted mismo nos lo puede decir.
Negó con la cabeza y le comentó que tenía la mente en blanco y observó con aire satisfecho al doctor indio mientras éste apuntaba algo en su libreta (también con aire satisfecho).
Había perdido su apartamento, pero la tienda le encontró otro que era incluso mejor. Había puesto su ropa y sus muebles en un guardamuebles, y le resultó agradable ver cómo le sonreían sus viejas cosas cuando las sacó de las cajas y las colocó en sus nuevos sitios. Como era verano, dejó algunas prendas de invierno en las cajas. El apartamento incluía un cuarto trastero en el sótano del nuevo edificio; etiquetó la caja de cartón tal como el administrador del edificio le indicó y juntos la pusieron en el trastero y cerraron la puerta con llave.
Algunas de las personas que había conocido en la tienda se habían marchado; otras continuaban trabajando allí. A solicitud del señor Capper -de esto se enteró después- algunos de los que continuaban en la tienda le organizaron una cena de bienvenida para el martes por la noche, después del trabajo. Él no tuvo que pagar nada y los demás colaboraron para pagarse cada uno lo suyo y la parte proporcional de su invitación. No era un grupo muy nutrido para lo que suelen ser los grupos en ocasiones como aquella, él y una docena de comensales. Sin embargo, se alegró de la invitación y se alegró de descubrir que recordaba los nombres de casi todos los allí presentes.
En un momento de la cena, cuando casi todos habían dado cuenta del segundo plato y los camareros esperaban a que el resto terminara para servir los postres, una mujer que podía haber sido Lara pasó por el vestíbulo exterior al salón privado que ocupaban ellos. Sintió la gran tentación de decir algo, de gritarle, pero se contuvo. Más tarde, cuando se disculpó para ir al lavabo, mantuvo los ojos abiertos; pero no se fijó en los otros salones privados y no vio nada.
Al día siguiente empezó a trabajar en serio. Lo habían sacado de la sección de Ordenadores Personales, porque las ventas estaban bajando, para volver a ponerlo en la de Muebles y Grandes Electrodomésticos. Estaba un poco asustado hasta que tuvo que atender a la primera cliente, que compró un sofá y una mesa para el café; después de eso se sintió mejor.
Bud van Tilburg era el encargado de la sección de Muebles y Grandes Electrodomésticos, y su jefe, al que él llamaba señor Van Tilburg y al que siempre le sonreía. No fue sino varias semanas más tarde cuando cayó en la cuenta de que lo habían trasladado al departamento del señor Van Tilburg porque éste era amigo del señor Drummond. Entonces se dirigió decidido al despacho del señor Van Tilburg y le preguntó de hombre a hombre si no le estaba tomando el pelo. El señor Van Tilburg introdujo las cifras de ventas que habían hecho todos los del departamento y le demostró que él había logrado vender más que el resto, que había superado en más de mil dólares al primero de la lista.
— Conseguir que me lo mandaran a usted fue lo mejor que me pudo pasar en los últimos dos años -le dijo el señor Van Tilburg.
Después de aquello se esmeró aún más. La otra vez que había estado en esa sección, no se le había ocurrido que se podía aprender cosas sobre los muebles del mismo modo que se aprenden cosas sobre ordenadores y videojuegos.
Y sin embargo, era así. Había distintas telas y materiales de re-
lleno, por ejemplo; y acabados y métodos de fabricación. Por no mencionar los innumerables estilos: Chippendale, reina Ana, primitivo americano, tradicional, jacobeo, renacimiento italiano y decadente italiano, Enrique IV, Luis XIII, renacimiento francés, y un montón más. Se los aprendió todos; sacó libros de la biblioteca para estudiar las fotos y memorizar lo que los expertos opinaban de cada uno. Aprendió a diferenciar el roble colorado del blanco, el roble blanco del arce, el arce del nogal, el nogal del nogal pacanero, el nogal pacanero de la teca, y por último, el falso palisandro del genuino palisandro brasileño.
Llegó un día en que al volver a su casa se dio cuenta de que había vendido algo a cada uno de los clientes con los que había hablado. Le produjo una alegría que le duró hasta que se metió en la cama y que le continuó incluso hasta la mañana siguiente mientras se preparaba el café y se comía su bollo dulce.
Para llegar a su apartamento tenía que cruzar el parque, pero por lo que a él respectaba, sólo había dos temporadas, la de primavera, en la que la sección vendía muebles de jardín y terraza y, por supuesto, las navidades. A veces, en el parque había junquillos y a veces crisantemos. A veces había nieve -nadie parecía encargarse nunca de quitar la nieve de los senderos del parque-, entonces se ponía las botas altas, forradas con piel de corderito que se había comprado en las rebajas de la sección de Zapatos de Señora y Caballero y llevaba los zapatos en una bolsa de papel marrón.
Llegaron así tres navidades (en octubre) y pasaron (a principios de diciembre). Un día de febrero se estuvo casi una hora hablando con un gordo de unos sesenta años que parecía interesado en unas estanterías para libros. El gordo se marchó sin comprar nada y en cuanto se hubo ido, Bridget Boyd entró a toda prisa desde la sección de Pequeño Electrodoméstico.
— ¿Sabes quién era ése? Negó con la cabeza.
— ¡El mismísimo H. Harris Henry! -La chica notó que no la comprendía-. Nuestro presidente, el jefazo de toda la empresa. Tienes que estar apuntado al plan de acciones.
Asintió.
— Entonces recibes el informe anual. ¿Es que no te miras las fotos? Será mejor que empieces a mirártelas.
Decidió que era mejor no empezar; nunca había sentido la me-
ñor inclinación a leerse aquello y, estaba claro que ya era demasiado tarde.
— Podrías haberme avisado -le comentó.
— ¿Y cómo? Estabas con él. -Se mordió el labio inferior-. Si comiéramos juntos, podría pasarte un montón de datos sobre la Estructura de la Empresa.
Lo pronunció así, con mayúsculas, y se alejó de ella.
Una semana más tarde, le llegó la orden de traslado a la sección de Antigüedades de la tienda del centro. El nuevo puesto le llegó con un saludable aumento pero para él el traslado implicaba veinte minutos de desplazamiento en autobús por la mañana y por la noche. Además, con frecuencia tenía que pasarse otros veinte minutos esperando a que llegara el autobús. Hasta el mes de abril, en la parada hacía un frío tremendo y, de junio a agosto y gran parte de septiembre, en el autobús hacía un calor insoportable.
Le gustaba el trabajo, si bien había logrado establecer inmediatamente que varias piezas de su sección eran unas falsificaciones flagrantes. Cuando sus clientes le preguntaban por ellas, se limitaba a leer la descripción de la etiqueta, iniciando la lectura con un «Verá usted, aquí pone». Si el cliente le caía bien, llegaba incluso a negar ligeramente con la cabeza. Pero como las piezas en cuestión eran grandes y ostentosas, generalmente se vendían bastante bien, incluso a pesar de su falta de apoyo.
Había una pieza en especial en la que él estaba interesado, un pequeño escritorio de incontestable autenticidad, que había iniciado su carrera casi doscientos años atrás, al servicio de un capitán británico. Por lo que podía juzgar, había sido construido en la India, en sándalo de la zona; los tiradores de los cajones eran de vidrio opal rescatados de una pieza anterior. Tres de los cajones conservaban los interiores originales en paño verde; cuando no tenía nada mejor que hacer, le gustaba examinarlos, cada vez que los abría tenía la sensación de que iba a encontrar en ellos algo que no había visto la vez anterior, y a veces, llegaba incluso a inclinarse para oler la tela desteñida. El viejo capitán había guardado el tabaco en el cajón superior izquierdo; los demás olores resultaban engañosos y fugaces, tanto que nunca tuvo la certeza de no estar imaginándoselos.
Una noche llegó a soñar que estaba sentado ante aquel escritorio. El suelo se movía bajo sus pies, meciéndose suavemente, subía y bajaba siguiendo un ritmo que, según comprobó, se repetía ligerísimamente en el tintero de negra tinta en el que mojaba la pluma.
«Queridísima mía -escribía-. Mi buen amigo el capitán Clough del Muñeca de Porcelana, que me ha prometido despacharte, ésta en Inglaterra. Es un clíper, de modo que…»
Se oyó un grito seguido del tamborileo de pies corriendo por la cubierta. Se incorporó y al cabo de un instante se rió de sí mismo, aunque en su interior había algo -una parte de él que seguía siendo el viejo capitán- que no reía.
Al día siguiente, una mujer fea, de mediana edad, le pidió que le enseñase el escritorio.
— Le falta la silla -le informó-. Debería tener una silla a juego.
— No importa -le dijo la mujer-. Puedo encargar que me hagan una. No tiene mayor complicación.
Le dio el precio tratando de dar la impresión de que lo encontraba demasiado alto.
— No está mal -dijo la mujer revisando la pieza.
Bajó la voz y le comentó:
— En enero creo que van a rebajarlo en trescientos dólares.
La mujer sonrió; la suya era como la sonrisa del gato que siente el pájaro entre sus garras.
— Estupendo, hágame enviar la factura.
Cuando hubo rellenado y entregado el pedido, echó un vistazo al reloj. La mujer se lo había hecho cargar en cuenta y por un momento abrigó la esperanza de que no aprobaran la venta.
Eran las seis menos diez, faltaban diez minutos para la hora de cierre. La semana siguiente, sólo faltaban siete días, la tienda estaría abierta hasta las diez, y en semanas alternas, tendría que entrar a las dos y quedarse hasta las diez. Iban a contratar personal temporal que no estaba autorizado a cambiar de horario y que aceptaba esos trabajos para robar. Gracias a Dios, en su sección no serían muchos.
Sonó el primer timbre de advertencia.
Al segundo, se dirigió al Salón de Empleados a tomar un café.
Las ventanas estaban en penumbra. Se acercó a ellas, sorprendido de que hubiera oscurecido tan temprano. Había comenzado el plan de ahorro energético. Lo había olvidado.
La gente llevaba semanas hablando del buen otoño que hacía, del veranillo de San Martín. Al mirar por las ventanas en penumbra y ver las siluetas que andaban raudas por la acera, le pareció que el invierno había llegado por fin y que tenía todo el aspecto de ser un invierno muy frío. En alguna parte tenía guardado un abrigo largo, de lana más pesada, y un tono gris tan oscuro que parecía negro. Se dijo que no debía olvidarse de sacarlo.