10
Había un balcón cuya mullida alfombra de nieve era testigo de que en invierno no lo utilizaba nadie. Él sí; abrió las puertaventanas y salió con el abrigo puesto a contemplar el mar invernal. Las olas tenían ese color casi negro verdoso que, según le habían comentado, los artistas denominaban tono cañón; golpeaban la playa desierta como seres vivos, como otros tantos obreros que supieran que al final el trabajo quedaría acabado, que las piedras finales, los últimos granos de arena quedarían lavados a fondo y que hasta que aquello se hiciera, no cobrarían la paga.
Más cerca se veía un muro de contención barrido por el viento; más cerca aún, un estrecho camino de asfalto manchado de hielo. Una terraza pavimentada, flanqueada de árboles de hoja perenne plantados en tinas conducía desde el camino hasta la escalinata de mármol del Grand que en verano era, con toda seguridad, un balneario, y en invierno, muy poca cosa.
La habitación en la que se encontraban -North había insistido en que la compartiesen- se hallaba en el último piso. Les costaba la módica suma de veinticinco dólares la noche; a pesar de ello, habían logrado conseguir una tarifa semanal de ciento veinticinco. Era amplia, con el techo alto, y hasta ese momento había estado siempre fría.
Una gaviota solitaria volaba en círculos sobre el mar helado; se le ocurrió pensar que North podría haber intentado dispararle de haber estado allí.
Y que la gaviota le habría dicho, si pudiera hacerlo, qué mar era aquél y si su país se encontraba al otro lado, aunque estaba convencido de que no.
¿Dónde entonces? ¿O acaso le habían administrado una droga que distorsionaba de forma permanente su visión del mundo, para que en la ciudad en la que había nacido lo vieran vagar, con los ojos desorbitados, hablando de fantasmas? ¿Acaso sería, como Lara le había dado a entender en su nota, el otro lado de una puerta especial que debía encontrar? De ser así, ¿de qué lado estaría Lara, de éste o de aquél? Porque daba la impresión de que estaba en ambos, y que dejaba entrar a un extraño en el apartamento de él, y aparecía aquí en sus sueños y en la televisión, aunque tal vez ésa fuera Marcella.
Que con toda seguridad, sin lugar a dudas, era la misma Lara disfrazada. ¿Qué le había dicho? «Querido, es terriblemente peligroso que hable contigo.» Eso había sido un mensaje; una advertencia tan clara como le fue posible a Lara.
«¿Qué hora es ahí?» De modo que «Marcella» estaba -había estado- lejos, en otro huso horario y había acudido en avión en cuanto terminó de hablar con él por teléfono.
O quizá había querido que él la creyera lejos.
Marcella era una estrella, Marcella aparecía por televisión, todos la conocían. ¿Cómo era que la había llamado la enfermera? ¿Una diosa de la pantalla? Pero Marcella le había telefoneado, lo había despertado de su sueño, a menos que la llamada hubiera sido un sueño.
Contempló cómo bailaban los copos de nieve sobre las baldosas de la terraza.
El teléfono volvió a sonar al otro lado de las puertaventanas. Las abrió, entró en la habitación, que le pareció cálida, las cerró y echó el pestillo cuidadosamente.
El teléfono sonó por tercera vez.
Miró a su alrededor para comprobar si las puertaventanas lo habían enviado de vuelta a su país, o tal vez lo habían lanzado a un lugar todavía más extraño que el de Lara. A excepción de la comodidad de la habitación, nada parecía haber cambiado; supo que existía sólo por el contraste con el viento helado de fuera. Contestó el teléfono.
— ¿Señor Pine? -era el nombre que él y North habían escogido.
— Sí, diga.
— ¿Comparte usted su habitación con un tal señor Campbell?
— Sí -contestó-. O mejor dicho, el señor Campbell comparte la suya conmigo. Él fue quien pagó.
— En nuestro registro sólo figura su nombre, señor, aunque indican que hay dos personas. ¿El otro caballero es el señor Campbell?
— Efectivamente. ¿Por qué lo pregunta?
— Porque el señor Campbell está comprando cosas en una de las tiendas, señor -repuso el empleado, y colgó.
Él también colgó y encendió el televisor. Lara no apareció en la pantalla, aunque en el fondo él esperaba que lo hiciera. Se sacó el mapa y el fajo de billetes de los bolsillos del abrigo, se lo quitó y lo lanzó sobre el sofá.
Por lo que alcanzaba a juzgar, los billetes eran perfectamente genuinos. La banda de papel marrón con su inscripción, su carácter chino escrito en tinta y el precio de diez céntimos estaba tan como la recordaba.
Guardó los billetes y estudió el mapa, tratando de recordar la topografía de Estados Unidos y dónde podría encontrarse aquella zona. La muchacha de la tienda de mapas había mencionado una ciudad cercana, o quizá había sido el hombre de cara colorada con el que había hablado en la calle. Por más que se devanara los sesos no lograba recordar el nombre de la ciudad.
No se veía ninguna ciudad en el mapa, que se parecía demasiado a un cuadro. Había montañas con picos nevados, estrechos valles de aspecto inhóspito. Una serie de desnudos muros rojizos y torres con el nombre de «Castillo de los Gigantes» no sería más que una formación rocosa. Tuvo la impresión de que había oído hablar de aquel sitio, o quizá fuera de otro parecido, el Terraplén de los Gigantes o algo por el estilo.
La muchacha había mencionado un sitio llamado Garganta de Cristal, de eso estaba seguro. Lo encontró en el mapa: urnas resplandecientes y estatuas sobre pedestales de cristal. Había otro lugar denominado Jardín de los Placeres de la Diosa en cuyo centro aparecía un arco de piedra cubierto de flores. Se acordó de que en sueños había visto aquel arco y se echó a temblar.
La puerta se abrió estrepitosamente y North entró cargado de cajas y con un periódico.
— Aquí tienes -dijo North, lanzándole una caja al regazo.
Sacó el mapa de debajo de la caja y le preguntó: -¿Qué es?
— Un sombrero. Tuve que adivinar tu talla, pero si no te va bien, puedes devolverlo. Se te ve raro sin uno. Aquí todo el mundo lleva sombrero.
Volvió a plegar el mapa, abrió la caja y sacó un sombrero de copa alta y ala breve. Nunca había llevado sombrero, pero debía reconocer que North tenía razón.
— También te he comprado una corbata nueva y un par de camisas. Si la criada se pone a fisgonear, es mejor que encuentre algo.
— ¿Ha venido el hombre con el que debías encontrarte?-Eso me lo guardo para el final. Pruébate el sombrero.
Así lo hizo; al principio le pareció una pizca apretado, pero luego decidió que le estaba bien. La corbata era de seda roja con un estampado amarillo que le recordaba unos huevos revueltos. Las dos camisas eran de color gris oscuro, una con rayas amarillas y la otra con rayas azules.
— Pura seda, aquí la seda es barata. Calculé que tendrías un treinta y ocho de cuello. Si no te van bien, déjate el cuello desabrochado. De todos modos, así es como quedan mejor.
— Treinta y ocho de cuello me irá bien.
— Y ahora vas a leer sobre nosotros -le dijo North entregándole el periódico -. Salimos en primera plana.
LOCOS HUYEN Tres pacientes huyeron ayer de la planta de hombres del Hospital Psiquiátrico General Unido. No se han dado a conocer sus nombres para no herir los sentimientos de sus familiares, pero el doctor Jonathan Pille, funcionario del hospital, describe a uno de ellos como peligroso. «Es un hombre de raza caucasiana, mediana altura», informó el doctor Pille a este reportero. «Cabello oscuro que empieza a ralear, ojos castaño oscuros y bigote negro. Recibía un tratamiento de electrochoque y litio y nos daba la impresión de que íbamos progresando. Hace diez días lo trasladamos del Pabellón de Violentos a nuestra Ala de Tratamiento General, pero lo más probable es que sufra una recaída si no recibe tratamiento.»
El segundo es un hombre bajo, más bien corpulento, completamente calvo, de unos cuarenta y cinco años. Se dice que tiene un trato agradable y que es capaz de parecer completamente cuerdo durante largos períodos. No se lo considera peligroso, pero para su propia seguridad, debería estar internado.
El tercero es joven, de estatura algo inferior a la media, cabello castaño y ondulado y ojos castaños. Se cree que es amigo del anterior y que pueden ir juntos.
Esta es la primera vez en diez años que unos pacientes se escapan del General Unido. Se han reforzado las medidas de seguridad.
— De ella ni una sola palabra, ¿te das cuenta? -dijo North-. Temen que los obliguen a dejar de emplear enfermeras en la planta de hombres.
— ¿De la enfermera que te ayudó? A lo mejor no lo saben.
— Claro que lo saben, si es que tienen cerebro. ¿Cuál es el coche que falta? ¿De quién…? -North se interrumpió al ocurrírsele de pronto una idea-. El otro es Eddie Walsh. Tiene que ser él.
— No vino con nosotros.
North sonrió y comentó:
— Pero no echamos llave a la puerta. ¿Te acuerdas de la Puerta C? Siempre está con llave. Los muchachos lo llevaban en volandas cuando nosotros salimos y debió de habermos visto. Eddie es un cabrón muy, pero que muy listo.
— No tenía ropa de calle. Dios santo, debió de haber muerto congelado.
— Pues se arriesgó como hicimos nosotros.
Si North dijo algo más, él no lo oyó. Vio la cara de su madre y oyó su voz, la cara y la voz, tal como habían sido hacia el final, cuando estaban a punto de perder la casa: «Me arriesgué».
— Aquí no llevan demasiada documentación encima -dijo North-. Por lo que me han comentado, con un carnet de conducir puedes ir a todas partes. Aquí tienes el tuyo.
Un cuadrado de cartulina voló por el aire y fue a aterrizar sobre su regazo. Creía que un carnet de conducir debía estar forrado en plástico y llevar foto; aquel se parecía más a una entrada de teatro muy elaborada, pero llevaba impreso un nombre (como si esa noche él fuera el espectáculo) y había un espacio para su firma.
— Voy a ducharme y a cambiarme -le advirtió North-. Si quieres, dúchate tú también. Después tenemos cosas que hacer.
Asintió; en la pantalla del televisor seguía viendo la cara de su madre, su cara tal como había sido cuando era mucho más joven. O la de Lara. La mujer se volvió y resultó ser una actriz que le volvía la espalda mientras la cámara enfocaba por encima de su hombro a un tipo apuesto con el que estaba hablando. Presintió que Lara había sido su madre, Lara con unas facciones que se desdibujaban cuando él intentaba aferrarías. No era exactamente la Lara que había vivido con él, sin embargo las dos eran…
Sacudió la cabeza. ¿Era posible que la locura se contagiara como ¿1 sarampión? ¿Y qué era la locura? ¿Acaso alguien que negaba los hechos era un loco, como el pobre Eddie Walsh? Volvió a sacudir la cabeza y cogió el periódico, un tónico para la locura que amenazaba con ahogarlo: Sección 1, Clasificados, Deportes.
La imagen de Eddie Walsh le lanzaba un provocativo desafío desde las páginas de deportes.
JOE PREPARADO PARA ENFRENTARSE AL CAMPEÓN El popular pugilista Joe Joseph ha firmado contrato para luchar contra «Marinero» Sawyer, campeón mundial de los pesados, tal como lo ha anunciado hoy Edward E. Walsh, representante de Joseph. «Joe ya es campeón -bromeó Walsh-. Lo único que va a hacer es defender el título.» Aún no se ha anunciado la fecha del encuentro, pero según los términos fijados en el contrato, deberá realizarse en el plazo de un año.
En sus últimas cinco peleas, Joseph ha conseguido unas victorias convincentes, la última de ellas se produjo anoche, en un encuentro con Ben MacDonald al que noqueó en el tercer asalto. La pelea con Sawyer será su primera participación en un encuentro principal. Walsh, que ha estado hospitalizado por problemas de estómago, regresa a su puesto para preparar a Joseph para la gran pelea.
Dejó el periódico. Pobre Eddie, ahora sí que iban a encontrarlo. Hasta los médicos leían las páginas de deportes. Trató de recordar el nombre del doctor oriental, pero sólo le venía a la mente el de Sheng; el viejo chino vendía específicos en su tienda de curiosidades. ¿Sería posible llamar a Walsh para advertirle? Seguramente ya habría visto la nota del diario; con todo, una advertencia no estaría mal.
En la mesita de noche que había entre las camas había un grueso listín gris y amarillo, pero en sus páginas no aparecía ningún Edward E. Walsh. Intentó recordar el nombre de la empresa de Walsh, la que él había nombrado cuando se conocieron. Promociones Walsh, eso era…, y aparecía en grandes letras negras un poco más abajo del inicio de la columna. Marcó el número.
En esa ocasión no oyó el gorjeo de voces. El teléfono (se imaginó una sórdida oficina a la que se accedía subiendo dos tramos de escalera, en un edificio de ladrillo, junto a un gimnasio) sonó dos veces y una voz maravillosamente familiar le contestó:
— ¿Diga?
— ¡Lara!
— Sí, soy Laura. ¿En qué puedo ayudarle?
— Lara, soy yo.
— Perdone, pero me parece que se equivoca de número -dijo Lara con cautela-. Ha llamado a Promociones Walsh. Soy Laura Nomos, la abogada del señor Walsh.
Inspiró hondo y le dijo:
— Creo que eres Lara Morgan.
La chica colgó. Volvió a marcar el número y el teléfono sonó y sonó en las imaginarias oficinas de Promociones Walsh, pero nadie contestó.
North salió de la ducha fresco y rosado abrochándose la camisa de rayas azules.
— ¿Quieres ir al lavabo? Él negó con la cabeza.-Entonces vamonos.
— ¿Adonde vamos?
— Digamos que a una reunión con unos amigos míos para discutir nuestra estrategia.
Se puso en pie, se alisó el traje y se enderezó la corbata; cogió el abrigo y se aseguró de que no se le había caído nada de los bolsillos.
— ¿Estrategia para qué?
— Para hacernos con el gobierno de este enloquecido lugar, ¿para qué diablos creías que iba a ser? Necesitamos hombres, y una cierta garantía de que el ejército no actuará contra nosotros.
North cogió las dos pistolas enfundadas en sus respectivas pistoleras de cuero negro y se colgó una de cada hombro.