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— Muy bien -dijo en voz alta la nueva enfermera-, quiero que forméis dos equipos.
Cruzó entre ellos como un blanco barco hospital que surcara un mar taciturno, empujando a pacientes y personal hacia la derecha y la izquierda. Él se encontró en el grupo de la derecha, con North a su lado.
— Ahora voy a nombrar dos capitanes -anunció la nueva enfermera-. Doctor Pille, ¿quiere ser usted uno de ellos?
El hombre que asintió era un oriental delgado y sonriente.
— Y usted, señor Walsh, será el otro.
— ¡Claro! -gritó Walsh -. ¡Acercaos a mí, tigres! Escuchadme.-Cada uno de vosotros deberá elegir un hechicero.
— Tú -dijo Walsh tocándolo en el hombro-. Tú serás mi hechicero.
Preguntó qué debía hacer el hechicero.
— Hacerle mal de ojo al enemigo. Yo estaré ahí fuera dirigiendo a la tropa. Y tú, chico, tienes poderes mágicos que acabo de otorgarte.
Alguien le entregó a Walsh un bate rojo de plástico blando y un casco también de plástico con plumas rojas.
— Gracias -dijo Walsh.
— No soy mágico.
— Antes puede que no, pero ahora sí. Fíjate en el de ellos, ya ha puesto manos a la obra. Tienes que neutralizar sus hechizos, venga,
ponte a trabajar. — Walsh se alejó-. Tengo tres de personal. Los de personal serán todos de caballería, ¿entendido? ¡Cohn, tú también serás de caballería! Caballería, a buscar vuestros caballos.
Los «caballos» eran triciclos de brillante plástico azul y rojo. En el centro de la sala, un par de pacientes armados con las tapas de plástico de los cubos de la basura y unos mazos enormes de plástico blando habían empezado a darse con ahínco. Entre ambos había una pelota de playa de alegres colores, probablemente la pelota de múpsbol.
Decidió que quizá fuera una buena terapia. ¿Cómo se podía estar enfadado con una enfermera o un médico al que se acababa de aporrear en la cabeza con un mazo de plástico? Con todo, no quería jugar. Bostezó.
Como seleccionada por un reflector, vio la cara del hechicero azul, el hombre que Walsh le había mostrado. Era una cara delgada, esquelética incluso, en una cabeza que parecía afeitada. El dueño de aquella cara permanecía inmóvil en medio del bullicio, sonriendo levemente, con los brazos tendidos y los ojos fijos en él.
«Dios mío -pensó-, ¡funciona!» Comenzó a bailar como había visto hacer a los indios en las películas, dando patadas, agitando los brazos y dándose golpecitos en la boca mientras gritaba.
— ¡Aaauh, aaauh! ¡Indio cazar hombre blanco y arrancar cabellera!
Al cabo de unos instantes, notó que varios miembros del equipo azul habían dejado de jugar para mirarlo.
— No tardarán en llevar en volandas por toda la sala al capitán del equipo ganador. Vete a toda prisa a tu habitación y ponte la ropa de calle. Dirígete a la Puerta C. Se abrirá y yo estaré del otro lado. -Era North que desaparecía en medio del tumulto al tiempo que se volvía para mirar.
Una turba tocada con cascos rojos rodeó el ancho tubo de plástico que los había defendido de los azules; la caballería de los rojos mantenía a raya a los azules con mangos de escoba acolchados. Walsh, llamativo con su casco de plumas, marcó el gol.
El pasillo estaba desierto y se preguntó si North se le habría adelantado o iría detrás de él. Lo más probable era que se le hubiera adelantado. North ya había presenciado otros juegos y seguramente tenía una mejor idea de lo que iba a ocurrir y cuándo.
El fajo de billetes se le había salido casi de la cinturilla del pi-
jama; cayó en la cuenta de que había sido un idiota al bailar como un indio porque el dinero podía habérsele caído. Pero no se le cayó y la danza había funcionado. Colocó los billetes en su billetera, delante del dinero de verdad: tres de un dólar, uno de cinco y uno de veinte, billetes del lugar que North llamaba C-Uno, la realidad sobria y cuerda en la que Richard Milhous Nixon había sido elegido dos veces presidente.
No tenía sentido que se molestara en ponerse una corbata, sin embargo, se la puso; la anudó rápida pero cuidadosamente delante de su pálido reflejo en la ventana. Al ajustar el nudo, se dio cuenta de que en lo más hondo de su alma creía que los últimos días habían sido sólo una pesadilla, que todo lo que había ocurrido desde que conociera a Lara había sido un sueño, que pronto se despertaría e iría a trabajar; y si iba a trabajar sin corbata, tendría que comprarse una en la Sección Caballeros.
North lo esperaba vestido con un pulcro traje azul.
— Aquí tienes las llaves. Ella me dijo que es un Visón color chocolate y que está en el medio de todos.
Las llaves compartían el llavero con una pata de conejo. Se lo echó todo en el bolsillo mientras bajaban ruidosamente la escalera.
— ¿No nos oirán?
— Siguen chillando y dando vivas por lo del partido. La cuestiónes que salgamos de aquí deprisa antes de que terminen.
En lugar de meterse en la sala en la que había bebido café en compañía de Joe y W.F., salieron a un aparcamiento nevado situado en lo que a todas luces era la parte trasera del hospital. El coche marrón era más grande de lo que él había esperado, pero parecía como encorvado con su capó corto, el maletero alto y la espaciosa cabina de pasajeros.
Giró la llave en el arranque, pero no hubo manera.
— ¿No dijiste que sabías conducir?
— No arranca, eso es todo. Ni siquiera se oye el motor.
Impulsado por un recuerdo casi racial, bajó la vista hacia los pedales. Había tres y un botón de acero pulido por el uso, a la izquierda del embrague. Lo pisó con el pie; el motor se puso en marcha.
— Así está mejor -dijo North.
Asintió y se preguntó qué tal le iría con los cambios. Hacía tiempo que no conducía un coche con la palanca de cambios en el suelo.
y cuando lo hizo, se había tratado de una palanca cortita en la cabina de un vehículo deportivo. La de aquel coche era una varilla rematada por un pomo de goma negra y dura. Probó las marchas.
— ¡Muévete de una vez, maldita sea!
— ¿Quieres que salgamos de aquí o quieres tener un accidente?
El coche retrocedió suavemente; al poner la primera los engranajes soltaron un crujido, pero la segunda y la tercera entraron como la seda.
— Supongo que ahora somos ladrones -dijo cuando giraron para salir del aparcamiento del hospital-. Si no nos vuelven a mandar aquí, acabaremos en la cárcel.
Apretado en su rincón, North le sonrió.
— ¿Cómo crees que conseguí las llaves y logré que me abriera esa puerta? Yo también tengo dinero.
— ¿Cuánto?
— ¿A ti qué carajo te importa? ¿Tú tienes algo?-Te contesto lo mismo -respondió.
— ¿Sabes una cosa? Me caes bien -North soltó una risita-. Es una lástima porque algún día acabaré partiéndote esa maldita narizota.
— Espero que no sea antes de que termines de necesitar mis servicios como chofer. ¿No sabes conducir? Me dijiste que sí.
— He pasado por el curso para chóferes del FBI.
— Entonces ¿por qué me llevas contigo? -le preguntó.
— Porque me dabas pena, pelma.
Le echó una mirada a North y comprobó que ya no sonreía.
Ante ellos se extendía una calle desconocida; era ancha, flanqueada a ambos lados por dos carriles de brillantes vías de tranvía. Entre la calzada y la acera había árboles desnudos y cargados de nieve. Pensó en las calles que había visto partir de la intersección situada delante del centro de salud mental. Aquella era una de ellas, estaba seguro. Pero ¿cuál? Tenía la impresión de que a pesar de que todas iban rectas, ninguna de ellas llevaba una dirección definida: ni hacia el norte, ni hacia el sur, ni hacia el este, ni hacia el oeste. Sin embargo, aquella calle había llevado dirección norte.
— Para aquí -le ordenó North -, donde dice armas. ¿Ves el letrero?
— ¿Vas a comprar un arma?-Para o te corto el pescuezo.
North parecía decirlo en serio. Se acercó al bordillo, delante de la tienda de armas, y apagó el motor. North se apeó y él suspiró aliviado al comprobar que pasaba delante del escaparate y se dirigía a la tienda contigua donde vendían ropa para caballero.
Sacó la muñeca Tina y estudió su enigmática sonrisa durante un tiempo que le pareció larguísimo y luego se sacó de debajo de la camisa el amuleto que Sheng le había regalado. Era una raíz seca y dura con forma de hombrecito arrugado, no mayor que el antebrazo de Tina.
Una viandante se asomó a la ventanilla y él se dio cuenta de lo extraña que le habría parecido a la mujer verlo con la muñeca en una mano y el amuleto en la otra. Seguramente lo habría tomado por loco, y si llamaba a la policía, descubriría lo acertada que estaba.
Con la diferencia que en el Central Unido tampoco lo habían catalogado como loco, sino como alcohólico. Era supuestamente un borracho, ¿y North qué sería? Un maníaco esquizofrénico. O algo así.
Guardó el amuleto y la muñeca y se dedicó a mirar a los transeúntes. Al principio le parecieron de lo más corriente, aunque iban vestidos de un modo un tanto anticuado. Había visto películas de los años treinta y cuarenta y le pareció que aquellas siluetas silenciosas y oscuras que caminaban deprisa en medio de aquel frío estaban vestidas como para una de esas películas; las chicas, las mujeres y unos pocos hombres llevaban pesados abrigos que les llegaban casi hasta los zapatos, y los hombres lucían unos sombreros de fieltro de ala ancha, y unos sombreros acampanados adornaban las cabezas de las mujeres y las chicas.
A lo mejor se encontraba en algún país de la Europa del este, donde según contaban en los telediarios de la noche, seguían usando ese tipo de ropa. Un muchacho que pasó por delante de él, lucía un sombrero de piel y varias mujeres también iban envueltas en abrigos de piel. ¿Acaso en la Europa del este habría un lugar donde hablaran inglés? ¿Sería una ciudad de adiestramiento para espías rusos? En ese caso, la ciudad tendría que haber sido mucho más exacta. No era difícil conseguir coches y ropas norteamericanas.
Pasaron tres mujeres de mediana edad; llevaban un portafolios o un maletín. Cayó en la cuenta de que había visto muy pocos hombres mayores y empezó a contar. Llevaba contadas veintitrés muje-
res y tres hombres que parecían de mediana edad cuando North salió de la tienda de armas.
— Todo arreglado -le dijo North-. Vamonos.
— Creí que estabas en la tienda de al lado.
— Estuve. Me compré este abrigo. ¿Te gusta?
Era recto, de grueso tweed marrón.
— Sí -respondió.
— Es que me había entrado un poco de frío. Ahora me siento perfectamente.
North se desabrochó el abrigo y la chaqueta que llevaba debajo y se abrió bien ambas prendas. Dé los hombros le colgaban sendas pistoleras por las que asomaban las culatas de unas automáticas.
— Nueve milímetros. Me daba miedo no poder conseguirlas, pero las tenían. Vale, en marcha. Hemos de ir a varios sitios y ver a cierta gente.
— No pienso moverme mientras vayas armado -dijo él negando con la cabeza.
— Me tienes miedo. Supongo que es natural. Toma. -North depositó una de las pistolas en su regazo-. Ahora estamos iguales. Te daré la pistolera en cuanto lleguemos a algún lugar donde pueda quitarme el abrigo y la chaqueta. Andando.
Sacudió la cabeza.
— ¿Qué cuernos te pasa? He tratado…No quería coger la pistola, pero lo hizo.
— Toma. Guárdatela. Devuélvelas a la tienda. Las dos. Te darán el dinero.
El puño derecho de North se estrelló contra su mandíbula aplastándole la cabeza contra la ventanilla. Por un momento vio unos intensos destellos de color amarillo pálido.
— La próxima vez que te dé, será con la pistola, no con la mano.
Intentó abrir la puerta, pero North lo sujetó por el brazo.
— Tienes un arma -le advirtió North-. A por ella.
Negó con la cabeza al tiempo que intentaba despejarse.
— ¡A por ella! Está cargada, lista para disparar. Cógela y trata de matarme. Yo haré lo mismo. Gana uno de los dos.
— Estás loco -le dijo-. Estas realmente loco.
Notó la empuñadura rugosa en la palma de su mano; North la sostenía por el cañón e intentaba que la agarrara. Pero él levantó ambas manos tal como había visto hacer a los actores en las películas, como había visto hacer a los sospechosos en la televisión. Esperaba que pasara por allí algún policía y los pescara.
— No tienes agallas -le dijo North-. Creí que algo tendrías, pero me equivoqué.
— Si hace falta tener agallas para disparar un arma descargada contra un hombre que lleva otra cargada, tienes razón; no tengo ni pizca de agallas.
North echó hacia atrás el cerrojo; un cartucho salió proyectado y fue a golpear contra el parabrisas. North lo cazó al vuelo, extrajo el cargador, metió en él más cartuchos y volvió a introducirlo con fuerza en la culata de la pistola.
— ¿Quieres probar de nuevo? Sacudió la cabeza y encendió el motor.-Entonces ponte en marcha.
Cuando se alejaban del bordillo, le preguntó:
— ¿Adonde vamos?
— Para empezar, a un hotel. Necesito más ropa, documentos, periódicos, una base desde la cual trabajar. -North chasqueó los dedos -. ¡Al Grand! Sigue adelante, tengo que dejarme localizar.
Con insistencia se preguntó para sus adentros qué clase de trabajo iba a desempeñar North desde esa base. Después de pensárselo dos veces decidió no preguntar.
La calle perdió las vías del tranvía y se convirtió en un bulevar flanqueado por imponentes edificios de mármol y granito, edificios vigilados por estatuas cubiertas en nieve y, en un caso, por un centinela de carne y hueso, que podía haber sido un infante de marina de los Estados Unidos en uniforme de gala. Finalmente llegaron a una rotonda en la que los coches, los pequeños camiones, los autobuses de doble piso y una que otra bicicleta giraban beodamente alrededor de un general de bronce con espada y sombrero ladeado. Siguió un momento de absoluta desorientación antes de que se diera cuenta de que el general, su encabritado caballo de batalla y su espada en alto también giraban y que la estatua daba vueltas en sentido contrario al de las agujas del reloj, lo mismo que el tránsito.
Un pequeño coche verde se les metió delante y North se llevó la mano al arma.
— Tranquilo -le dijo, y posó su mano sobre la de North hasta que e! coche verde se perdió de vista.
— Joder, lo hubiera machacado a ese cabrón -masculló North con los dientes apretados-. ¡Machacado!
— Y la policía nos habría echado el guante. ¿Por dónde giro?
North no le contestó y siguió mirando al frente. Los vehículos, en su mayoría de color negro, iban haciendo zigzag. Una pareja de policías, un hombre y una mujer, los adelantó en un coche patrulla blanco y negro. La mujer los miró sin ninguna curiosidad antes de que el coche patrulla se alejara internándose en el tráfico.
Le seguía doliendo la mandíbula; se la frotó con una mano mientras seguía conduciendo.
— Sigue dando vueltas -le ordenó North-. Es una de éstas.