27

El escritorio

— Me gustaría hablar con usted del asunto -le dijo-. Eso es todo.

La voz de la mujer fea crepitó en el auricular:

— Ya estamos hablando.

— Preferiría hacerlo en persona. Puedo pasarme por su casa cualquier tarde que a usted le vaya bien.

— ¿Es auténtico? -inquirió suspicazmente.

Inspiró hondo, quiso mentir, pero descubrió que no podía.

— Es perfectamente auténtico, estoy seguro. Pero es indio, aunque lo hicieron en un estilo inglés. Por lo general, los objetos indios no suelen alcanzar unos precios elevados.

— Sea lo que sea lo que me tenga que decir, tendrá que ser ahora mismo. Entonces quizá nos veamos personalmente, si decido que hemos de vernos.

— Señora Foster -en esta ocasión respiró hondo tragando aire-, puedo ofrecerle quinientos dólares más de lo que pagó por él. Siguió una larga pausa.

— Si es auténtico, ¿por qué quieren recuperarlo?

— No llamo en nombre de la tienda. Lo quiero comprar para mí.

— Se ha enterado de que vale más de lo que pensaban en la tienda.

— No, en absoluto. -Esperó a que la mujer dijera algo, pero como permaneció callada, se vio obligado a volver a hablar para romper el silencio -. Creo que cuando lo compró le comenté queme parecía sobrevalorado. Sigo pensándolo. Me estudio los catálogos de subastas y sigo los resultados, señora Foster, Forma parte de mi trabajo.

— Siga.

— Hace dos años, en Nueva York se vendió una pieza no muy distinta de su escritorio a poco más de la mitad de lo que usted pagó por él.

— Pero está usted dispuesto a darme quinientos dólares más de lo que pagué yo.

— Sí -volvió a decir.-¿Porqué?

Intentó contestarle pero no lograba articular las palabras. Finalmente, le explicó con poca convicción: -No sé si podré explicárselo. -Lo escucho. -Vendo estas piezas…

— ¿Tiene un comprador?

— No, rió. No quiero decir que aparte del trabajo de la tienda me dedique a vender antigüedades, no podría hacerlo y conservar mi puesto. Lo que quería decir es que vendo estos objetos aquí, en la tienda.

— Ya lo sé. Usted me vendió el escritorio. Por cierto, estoy sentada delante de él ahora mismo. Es donde tengo el teléfono.

— Nunca quise ninguna de estas piezas para mí. -Sintió que le hablaba al vacío, que le estaba suplicando a una cosa de alambre y plástico, sin alma, mucho menos humana que Tina-. Había comprobado una determinada pieza, ¿sabe…?

— No diga «¿sabe?». Es algo que no soporto.

— Lo siento.

— Yo también. Siga, señor Green.

— Intentaba decirle que miraba una cierta pieza y pensaba que era bonita, o no tan bonita. O bien me fijaba en una pieza como su escritorio y pensaba que era buena pero que no le habría puesto un precio tan alto. He visto cientos de piezas así, supongo, pero nunca vi nada que realmente quisiera para mí como su escritorio.

Volvió a dejarlo sin saber cómo continuar.

— Pensé que después de Navidad iban a rebajarlo y entonces podría aprovechar para comprármelo.

— Pero a mí me dijo que creía que iban a rebajarlo en enero -gruñó -, y me sugirió que volviera a comprarlo entonces, porque lo que planeaba era comprarlo usted. Me habría quedado sin escritorio.

— Cuando usted vino a la tienda no había decidido comprarlo-prosiguió, desesperado -. De verdad. Creí que no lo compraría. No lo decidí hasta que no…

— Hasta que no se dio cuenta de cuánto lo quería.

— Sí, así es.

— Señor Green, le diré que he sentido eso mismo en un par de ocasiones. ¿Puedo preguntarle qué le parece a su mujer que se gaste tanto dinero?

— No tengo mujer.

— ¿Es divorciado?

— Nunca estuve casado, señora Foster.

— El matrimonio no es para todo el mundo. Conozco a varios hombres, de lo más amables, de lo más corteses…

— No soy homosexual, señora Foster. -Sabía que había perdido y quiso colgar-. En cierta ocasión viví con una chica un par de días, pero nunca me casé. -Hizo un último esfuerzo-. Tengo tres mil doscientos dólares. Es todo lo que tengo en el mundo y por eso le dije que le daría quinientos dólares más de lo que pagó. Le ofrecería mil si aceptara usted que le pagara los quinientos restantes a plazos Otro silencio que se prolongó indefinidamente; esta vez no habló y por fin la mujer le contestó:

— Soy presidenta del Club de Coleccionistas. ¿Lo sabía usted, señor Green?

— No, no lo sabía, señora Foster. Pero conozco su club.

— Somos coleccionistas serios, señor Green. Y no pienso vender el escritorio.

Se oyó un clic metálico y la mujer colgó. Él hizo lo mismo. Había perdido el escritorio. Cansado, intentó adivinar la edad de la mujer, cincuenta, cincuenta y cinco a lo sumo. Dentro de veinte años tal vez se subastaran sus bienes. No, era de esas mujeres que se resisten toda la vida. En Contabilidad podía conseguir su dirección igual que había conseguido su número de teléfono. Le escribiría y le sugeriría que se pusiera en contacto con él si alguna vez decidía vender el escritorio; pero no le serviría de nada.

— ¿Haciendo horas extras, Green? -le preguntó el señor Cohén, supervisor de la Galería de Arte.

— Tenía que hacer una llamada. Supongo que me ha llevado más de lo que esperaba. ¿Y usted, señor?

— Preparándome para las Navidades. Ya sabe, luces, velas y nieve.

Las imágenes bailaron en su mente mientras se dirigía a la parada del autobús: nieve, velas, luces, niños y otros regalos debajo del árbol. En la máquina expendedora de diarios un titular rezaba: