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La doctora de él

El sol ya había calentado el fresco aire de la mañana. Avanzó por la acera con el abrigo doblado sobre el brazo e iba mirando los escaparates al pasar. Su sección rara vez conseguía escaparate, en general, estaban reservados a la ropa, pero cuando lo conseguía, casi siempre le encargaban a él que lo decorase; tenía en ello un interés profesional, o al menos eso era lo que se decía para sus adentros.

Mientras iba mirando se preguntó qué hacer con el dinero del fajo del señor Sheng. La prudencia (el fantasma de su madre) le aconsejaba guardarlo en el banco para épocas de vacas flacas. Pero la precaución le susurraba que Hacienda podía comprobar sus depósitos.

¿Cómo iba a justificarse? Y nada justificaría el hecho de que no había declarado esos ingresos al rellenar el impreso 1040A. Le había salido a devolver, porque él siempre les pedía a los de Contabilidad que le retuvieran más de lo necesario para no tener que pagar. No, ni siquiera los de Hacienda podían culparlo por no declarar el dinero en ese ejercicio; porque correspondía al año anterior y él lo había adquirido en el año en curso.

¿O no? Pensándolo bien, Allí tenía un aire extrañamente anticuado. La mayor parte de los edificios se veían viejos, incluso los que parecían nuevos tenían un diseño antiguo, estaban construidos con materiales conservadores como el ladrillo, llevaban ventanas de guillotina, como las casas. Los coches diminutos le habían parecido bastante modernos, pues los antiguos eran más espaciosos, con alerones en la cola y puertas gruesas como la cámara acorazada de un banco. De modo que Allí tenían coches modernos exceptuando las largas palancas de cambios; pero la televisión era en blanco y negro.

Intentó recordar la fecha del periódico en el que había leído sobre su huida del hospital y sobre la pelea de Joe con otro boxeador cuyo nombre no recordaba. Pero había desaparecido, transformada en tinta invisible.

Tal vez pudiera hacer un crucero por el mar Caribe, como en Vacaciones en el mar. No, porque cabía la posibilidad de que se enamorara de alguien y él no podía enamorarse de nadie más que de Lara, y de ella ya se había enamorado. Cabía también la posibilidad de que creyera haberse enamorado, como le había pasado con Fanny, un polvo a cambio de dos o tres mil dólares.

Se rió de sí mismo. Hubo una época en la que una o dos veces por semana iba a bares para solteros; una época que había terminado cuando se dio cuenta de que las mujeres buscaban marido y no amor. (Nunca buscaban amor.) Si lo que quería era un polvo, podía conseguirlo por mucho menos dinero.

No lejos del edificio trabajaban unos hombres con cascos azules y chalecos de seguridad anaranjados. Unos gruesos cables negros trazaban lánguidas curvas en la calle. Abordó a un obrero y tímidamente le preguntó qué estaban haciendo; el hombre le explicó que estaban quitando los cables de la luz aéreos para reemplazarlos por otros subterráneos.

Asintió, le dio las gracias y se quedó en la calle mirando y recordando la puerta significativa que no volvería a abrirse para él. Una guardia urbana encargada de controlar los parquímetros le tocó el brazo y le indicó dónde estaba el Centro Urbano de Salud Mental.

— Está ahí mismo, señor. ¿Quiere que lo acompañe?

— No -repuso meneando la cabeza.

Descubrió, sobresaltado, que había estado llorando desconsoladamente en público por primera vez desde que era niño. Sacó el pañuelo rojo del bolsillo de la pechera, se secó los ojos y se sonó la nariz. Cuando volvió a sentirse presentable, entró.

En un panel, junto a los ascensores, se indicaba que el consultorio de la doctora Nilson se encontraba en la cuarta planta. Descubrió que ya lo sabía; sin duda porque lo había visto en el listín de teléfonos. Llamó al ascensor y subió.

En la sala de espera había tres pacientes: una mujer delgada y melancólica, un chico gordo de unos dieciséis años que sonreía sin motivo y él. Eligió una silla justamente entre los otros dos y se preguntó qué pensarían de él, cómo lo describirían. Quizá como un empleadito pulcro, aunque esa mañana él no se sintiera demasiado pulcro.

En la recepción no había nadie. El teléfono sonó seis veces mientras ellos esperaban, pero nadie lo contestó.

Cuando dejó de sonar, se levantó y echó un vistazo a la recepción. Sobre el escritorio había una maceta con una planta, un secante verde, un bolígrafo de plata abrazado por un osito koala de color rosa. El primer cajón de escritorio contenía lápices, un bolígrafo de propaganda, una gruesa de clips para papeles metidos en una cajita de cartón y varias banditas de goma. A la izquierda, un falso frente de cajones ocultaba una máquina de escribir eléctrica fijada a una mesita abatible. La levantó para comprobar si había algo detrás y la mujer melancólica le lanzó una mirada de desaprobación.

«Con razón estás tan abatida -pensó -. No dejas que nadie se divierta.»

A la derecha había otro falso frente de cajones que al levantarse dejaba ver unas bandejas con papel blanco y amarillo, papel con membrete del Centro Urbano de Salud Mental, sobres a juego, papel carbón y hojas de papel cebolla.

Eso era todo. Si la persona que utilizaba el escritorio había guardado en él objetos personales, se los había llevado consigo. Pensó entonces que en un diccionario podía haber encontrado su nombre garrapateado en el interior de la cubierta. Pero el diccionario, si había existido, ya no estaba.

No había nada debajo del secante, y el teléfono no llevaba ninguna etiqueta pegada. El koala de juguete era simpático y mudo. Sacó el papel blanco de hilo y el amarillo y los hojeó pensando vagamente que entre aquellas hojas podía ocultarse algo. Pero no encontró nada; revisó el papel carbón (todo sin usar) y las hojas de papel cebolla y su búsqueda resultó igual de estéril. El bolígrafo del cajón era de plástico, del tipo que regalan las empresas vendedoras de equipos de oficina para promocionarse. El nombre good tiger inc., con una dirección y un número de teléfono ocupaban la mitad de los laterales del bolígrafo. Los otros ponían: centro urbano de salud mental / lora MASTERMAN. Se metió el bolígrafo en el bolsillo y se sentó.

Una mujer desgarbada con un vestigio de barba salió con paso firme de la consulta, cruzó la sala de espera como si ellos fueran invisibles y se marchó. La mujer dentuda con la que había hablado el día que descubrió que Lar a había desaparecido, se asomó al vano de la puerta, y al verlo, le pidió:

— Pase, por favor, señor Green.

El adolescente gordo se puso en pie y protestó:

— ¡Un momento!

— Señor Bodin, el caso del señor Green es urgente -le contestó con calma la mujer dentuda-, y me reservo el derecho a visitar a mis pacientes en el orden que yo disponga.

— Dentro de nada le contará que he cogido este bolígrafo del escritorio de su recepcionista, doctora -le dijo enseñándole el bolígrafo para que lo viera -. Se me ocurrió que podía apuntar lo que dijésemos y como no he traído nada con que escribir, por eso lo he cogido.

— No se preocupe, señor Green. ¿Quiere pasar?

Su consulta era más pequeña que la oficina de Drummond y mucho más simple. Se sentó al mismo tiempo que ella y le preguntó:

— ¿Qué es lo que me pasa, doctora?

— En realidad, no lo sé, señor Green. Es lo que tratamos de averiguar.

— ¿Me ha visitado antes? La doctora asintió.

— ¿Cuántas veces?

— ¿Tiene importancia?

— Para mí sí. Mucha. ¿Cuántas veces?

La doctora hojeó la carpeta de archivo que tenía sobre su escritorio.

— Ésta es su octava visita. ¿Por qué es tan importante?

— Porque sólo recuerdo haber venido aquí una vez.

— Interesante -dijo la doctora frunciendo el ceño-. ¿Cuándo?

— El catorce de marzo. ¿Recuerda lo que le pregunté entonces?

— Tengo unas notas de su entrevista. Buscaba a una joven llamada Lara Morgan. ¿La ha encontrado?

— No. ¿Tiene una foto de Lora Masterman?

— Si la tuviera, señor Green, no se la dejaría ver. La señorita Masterman ya no trabaja aquí y no me gustaría que mis pacientes la molestaran.

— La dejó a usted de un modo bastante repentino. Hablé con ella cuando llamé de la tienda. Me pidió que esperara y al cabo de diez minutos o así se puso usted. Cuando llegué, ella ya no estaba.

— Así es, señor Green, no me dio ningún preaviso -admitió la doctora volviendo a asentir-. No obstante, su dimisión es asunto mío, no suyo.

— Dígame una cosa y no le preguntaré más por ella. ¿Responde a la descripción de Lara que le di cuando estuve aquí en marzo?

— Antes debe usted darme su palabra de honor, señor Green.

— Está bien, le doy mi palabra de honor que si contesta a mi pregunta no volveré a preguntar nada más sobre ella.

— De acuerdo entonces. Deje que le lea lo que me contó. -Repasó el papel que tenía delante y continuó -: Dijo usted que Lara Morgan era pelirroja, que medía uno setenta. También me dijo que tenía pecas. Y que llevaba un vestido verde de seda o nailon y joyas de oro. No, señor Green, la descripción no coincide en nada con la de Lora.

Se inclinó hacia adelante en su dura silla de madera y le preguntó:

— ¿En qué no coincide, en el color del pelo? Porque…

— Señor Green, me ha dado su palabra de que no me haría más preguntas si le decía si Lora encajaba con la descripción que me dio. Ya se lo he dicho: no encaja. Dispongo de un tiempo limitado y ahí fuera tengo a unos pacientes que esperan verme, pacientes que estaban aquí antes de que usted llegara.

Asintió y le devolvió el bolígrafo de Lora Masterman.

— Tengo que pedirle una nota en la que conste que he venido a verla. De lo contrario, no me dejarán reincorporarme al trabajo. Si me la da, me iré.

— Entonces no se la daré, al menos no en este momento. No tiene usted más preguntas para mí, señor Green. Al menos, no sobre Lora, así me lo ha prometido. Pero yo tengo algunas para usted. Mi primera pregunta es por qué ha venido a verme hoy, pero ya me la ha contestado. La segunda es por qué necesita esta nota. ¿Hace tiempo que falta a su trabajo?

— Falto desde el trece de marzo -repuso meneando la cabeza-, justo desde el día antes en que vine a verla por última vez.

— ¿Ha dedicado todo ese tiempo a su infructuosa búsqueda de Lara Morgan?

— Sí.

— Ya. -La doctora Nilson apuntó algo en su libreta-. Pruébeme que Lara Morgan existe, señor Green.

— De acuerdo, pero antes tendrá usted que probarme que Lora Masterman existió.

La doctora Nilson le lanzó una breve mirada colérica, pero luego una sonrisa se dibujó en sus labios.

— Una de dos, o ha empeorado usted mucho o ha mejorado mucho, señor Green, y le juro que no sé cuál de las dos cosas ha ocurrido. Es usted un acertijo envuelto en un enigma. Creo que fue Winston Churchill quien dijo eso de Rusia.

— ¿Puede probarlo?

— Sí, claro. Y de un modo muy simple, por cierto. Ahora tenemos en plantilla a un abogado. Hace cosa de dos semanas trajo una cámara nueva y para probarla, recorrió el edificio y sacó fotos. Una de las que nos hizo a Lora y a mí salió tan bien, al menos en su opinión, que nos hizo una copia a cada una. -La doctora Nilson sacó la foto de uno de los cajones del escritorio-. Tengo la mía aquí mismo.

Sacó un sobre marrón de doce por diecisiete en el que se leía TIENDAS CÁMARA OCULTA. -¡No!

— ¿No qué, señor Green? Se quedó callado.

— ¿No quiere ver mi foto?

— No hay ninguna foto -le contestó-. O si la hay, no será Lara. Digo Lora.

No logró precisar cómo lo supo, pero lo cierto era que lo sabía.

— Tiene usted razón al pensar que en esa foto no sale Lara Morgan, sino Lora Masterman y yo. Por cierto, hace unos momentos la estuve mirando, cuando Lora se marchó tan de repente. Era la mejor recepcionista que he tenido.

Sacó una copia de papel del sobre marrón y se la entregó. En ella se veía a la doctora en la sala de espera, con la mano apoyada en el hombro de una muchacha sonriente, de cabello castaño, que estaba sentada ante el escritorio. En una modesta placa de plástico, apenas visible en el rincón inferior derecho de la foto, se leía Lora Masterman.

— Ahí la tiene, señor Green; nada de pecas, muy pocas joyas, nada de vestidos verdes de seda, o al menos nunca la vi lucir uno, y nada de abrigos de piel. Cabello castaño, no pelirrojo. Ojos castaños, no verdes.

— Es Tina -dijo despacio.

— ¿Tina?

— Tina es uno de los nombres que utiliza. Creo que cuando tiene ese aspecto se llama Tina.

— Ya -dijo la doctora Nilson sin ninguna inflexión en la voz -. ¿Puede decirme por qué cambia de nombre?

— No -repuso. Y luego añadió-: Tal vez sí, en cierto modo. He pensado mucho en ella.

— Ya lo veo.

— ¿Alguna vez ha mirado el cielo de noche, doctora? -le preguntó despacio.

— Sí, con frecuencia. Aunque no tanta como quisiera; en las ciudades hay tanta luz que rara vez se ven las estrellas. Pero el invierno pasado hubo un apagón, tal vez lo recuerde. Estuve en el balcón de mi casa mirando el cielo hasta helarme casi.

— Y sabe lo lejos que están.

— Vagamente. No soy astrónoma.

— Una vez vi el programa de Carl Sagan y dijo que la mayoría de las estrellas están tan lejos que un rayo de luz salido de una de ellas tarda millones de años en llegar a nosotros, y eso que la luz es lo más veloz que existe. ¿Nunca se ha preguntado por qué Dios las puso tan lejos?

— Como todo el mundo, señor Green.

— Y sin embargo a veces recibimos Visitantes, y hay cosas de nuestro mundo que se van.

— Como el cartel de los aeropuertos, salidas y llegadas -dijo la doctora Nilson asintiendo.

— Supongo. Nunca he viajado en jet, ni en ningún otro tipo de avión. Pero sé que la gente y las cosas desaparecen y que a veces hay otra gente y otras cosas que aparecen aquí.

Intentó recordar lo que Fanny había dicho sobre los canales de televisión, pero decidió que sería incapaz de explicarlo bien.

— Existe otro mundo, justo aquí al lado, si uno logra trasponer la puerta adecuada.

La doctora Nilson hizo algo debajo del escritorio y le dijo:

— Por favor, continúe, señor Green.