30
Tina podría decirle lo que contenía la caja; pero tendría que abrirla él mismo, a menos que quisiera esperar hasta el día siguiente por la tarde y pedirle al encargado que lo hiciera. Sin duda, era lo más sensato.
Descubrió que no tenía ningunas ganas de ser sensato, y al cabo de un breve autoanálisis, descubrió el motivo: al día siguiente vería a Lara y quería poder contarle lo de la caja y su contenido. Y lo que sin duda no quería era decirle que le había sido imposible abrirla. ¿Qué iba a pensar Lara de un hombre incapaz de abrir una simple caja de madera?
Fue a la cocina, empuñó el destornillador del que le había hablado a Tina y un cuchillo grande que venía con el juego de la sección de Útiles Especiales de Cocina. Estudió la curva cruel del cuchillo e intentó recordar si lo había utilizado alguna vez. Probablemente no, parecía hecho para rematar enormes animales peludos no del todo muertos. No podía empezar a asestar cuchillazos a la caja hasta que Tina no estuviera convenientemente a salvo.
— ¡Tina! -le gritó-. ¿Estás bien?
No obtuvo respuesta. Acercó la oreja a la abertura y escuchó, seguro de que si Tina se movía en el interior, alcanzaría a oírla. Al cabo de unos segundos, del apartamento contiguo, le llegaron el chirrido del reloj eléctrico y los leves ruidos de alguien que se disponía a irse a la cama, pero de la abertura no salía sonido alguno; aquello estaba más callado que una tumba.
— Tina, ¿me estás gastando una broma?
Aferró otra tabla y trató de arrancarla. Ya fuera porque estaba mejor clavada o porque él se había cansado al arrancar la primera, la tabla no cedió ni un milímetro.
Sin embargo estaba ligeramente resquebrajada. Enterró la enorme cuchilla en la hendidura y se puso a aserrar la madera. La hendidura se agrandó satisfactoriamente y no tardó en llegar hasta el borde de la tabla, con lo que el clavo de un extremo comenzó a aflojarse. Metió la punta del cuchillo por ese extremo e hizo palanca; había oído comentar que no se debía hacer palanca con la punta de un cuchillo, pero a él aquello le traía sin cuidado. Si se rompía la punta, seguiría haciendo palanca con lo que quedara.
El otro clavo cedió con un crujido y se dobló. Dejó el cuchillo, agarró la tabla y la arrancó.
La abertura se había duplicado, de manera que la luz de la lámpara que había colocado para Tina la iluminaba mejor. La áspera superficie oscura, que él se había imaginado como la del objeto contenido, resultó ser una especie de material de embalaje o un envoltorio. La palpó y la empujó; el objeto parecía suave y duro. No había señales de Tina.
Con el cuchillo comenzó a trabajar en la tercera tabla y entonces cayó en la cuenta de que se había olvidado de una herramienta mucho más potente. Metió el extremo estrecho de la tabla que acababa de arrancar debajo de la tercera tabla e hizo contrapeso con todo el cuerpo sobre el extremo opuesto, utilizando el borde de la caja como punto de apoyo. Aunque los clavos chirriaron como los demás, la tabla salió con bastante facilidad. Lo mismo ocurrió con la siguiente; sólo quedaba la tabla sobre la que estaba apoyada la lámpara.
Intentó aferrar el rugoso material de embalaje para romperlo, pero era demasiado duro y estaba demasiado tirante como para que pudiera agarrarlo bien. Estaba seguro de que con el cuchillo podría cortarlo. Pero corría el riesgo de dañar el objeto que el envoltorio protegía, e incluso podía lastimar a Tina. Volvió a llamarla en voz baja e intentó explicarle lo preocupado que estaba. No obtuvo respuesta.
Cuando hubo vuelto a colocar la lámpara sobre la mesa, trató de volver a hacer palanca con la tabla que había sacado, pero la ventaja mecánica que le ofreciera antes había desaparecido.
No veía ninguna hendidura por la que pudiera meter el cuchillo. Con dificultad logró clavarlo debajo del extremo de la tabla que quedaba y luego introdujo la punta del destornillador por la abertura que hizo; en cuanto intentó hacer palanca con el destornillador, éste se dobló como una percha.
No quería usar el cuchillo para hacer palanca porque temía que se rompiera. Antes le había dado igual, y gustosamente lo habría tirado en cuanto necesitara más espacio en el cajón de los utensilios. Pero en ese momento, el cuchillo le pertenecía, era suyo, como su libreta de pedidos y su pluma de plata cuyo recambio había cambiado tantas veces.
Introdujo el cuchillo por el otro extremo de la tabla y fue haciendo fuerza sobre el mango, al principio despacio, y luego, al comprobar que los clavos resistían, con más rapidez. Cuando hubo ampliado la abertura entre la tabla y el borde superior de la caja en unos pocos milímetros, retiró el cuchillo y tiró una y otra vez del extremo de la tabla de manera tal que un lateral de la caja se levantó del suelo.
Ahora que la caja había quedado despojada de su tapa, logró ver en el interior mucho mejor que cuando lo iluminaba la lámpara. La lámina áspera de color marrón grisáceo había sido añadida cuando a la caja sólo le faltaba colocarle la tapa; cubría el objeto rectangular del interior, y sus bordes estaban remetidos en la caja. Todo alrededor, colocados a presión, había unos protectores amarillos de madera troceada que reforzaban los laterales. Sacó los protectores y cuando hubo quitado el último, levantó fácilmente la lámina áspera que no era más que una especie de cartón grueso.
El objeto rectangular que había palpado era la encimera del escritorio, un panel oscuro de madera dura tropical. Lo reconoció de inmediato, conocía cada rasguño, cada una de sus magulladuras, que eran como heridas recibidas en combate. El panel abatible para escribir estaba guardado; los cajones cerrados y fijados con cinta adhesiva, pero era el escritorio, su escritorio.
Supo entonces que los laterales de la caja deberían poder retirarse sencillamente. Pero no fue así; se vio obligado a hacer palanca para sacar una por una las tablas de los laterales y las fue apilando en un rincón. Cuando hubo quitado la última y, sudoroso, hizo una pausa para buscar una vez más a Tina entre el material de embalaje amontonado y admirar el escritorio, notó que la cinta adhesiva que fijaba el panel para escribir se había despegado. Por un instante se preguntó si habría sido obra de Tina, si tendría la fuerza necesaria para hacerlo. Probablemente sí; sus deditos podían haber despegado una punta y una vez hecho esto, pudo haber tirado hacia atrás la cinta. Tironeó el extremo libre para probar y vio que la cinta no se había adherido bien; el escritorio estaba encerado.
Mentalmente imaginó el itinerario de Tina. Al encontrarse sobre la gruesa lámina de cartón, se habría arrastrado por ella hasta acceder a las tablas inferiores. Los protectores de madera troceada le habrían bloqueado los laterales, pero Tina podría haber, seguramente habría bajado por uno de los rincones. Originariamente, la lámina de cartón había sido plana, luego la habían doblado para que quedara firmemente metida alrededor del escritorio, pero había quedado bastante material extra en las esquinas. Tina no podía haber trepado por las patas enceradas del escritorio, sino por las esquinas de la caja, aferrándose a los pliegues sueltos del cartón rugoso, que le habrían ofrecido una serie de conductos fácilmente escalables.
Arrancó el trozo de cinta adhesiva. Los fabricantes del mueble le habían puesto una cerradura de bronce, pero la llave había desaparecido hacía quizá un siglo o más.
— Aquí estás, Tina, te he encontrado -dijo al abrir el panel.
No estaba allí. Detrás del panel había una fila superior de ocho casilleros, y en la inferior, otros seis más amplios -en la tienda los había contado con frecuencia- y estaban vacíos, todos vacíos a excepción de un único sobre amarfilado tamaño esquela. Lo sacó pensando que Tina habría logrado ocultarse detrás de él. Pero no, y en cuanto hubo sacado el sobre, cayó en la cuenta de que le habría sido imposible hacerlo. Los catorce casilleros vacíos lo miraron amablemente; le pareció oír la risa encantada de Tina.
Se sentó en el viejo sillón marrón que tenía una quemadura de cigarrillo en uno de los brazos y abrió el sobre.
Apreciado señor Green:
Cuando tenía doce años, mi madre me regaló una muñeca antigua y desde entonces las colecciono. De eso hace más de cincuenta años. ¿Conoce usted el poema de Kipling?
Carecía de valor el estilo y de ingenio el plan.
Aquí y allí, sin concierto,
los derruidos cimientos van. Mampostería bruta, maltratada,
pero en cada piedra tallada: «Después de mí vendrá un Constructor.
Dile que yo también lo he sabido».
Era el preferido de mi difunto esposo.
Feliz Navidad. Sabrá usted perdonar los sentimentalismos de esta vieja dama.
Martha Foster Correspondencia. Volvió a leer la carta, como si contuviera alguna pista. En los dibujos animados la gente se pasaba la vida escalando montañas y pidiéndole a barbudos monstruos togados que les explicaran el sentido de la vida. No podría volver a reírse de ellos. ¿Cómo podía nadie reírse? «Carecía de valor el estilo, y de ingenio el plan, aquí y allí, sin concierto, los derruidos cimientos van…»
Recogió el dinero que Tina había encontrado, lo contó y volvió a metérselo en el bolsillo.
Tina se estaba escondiendo, sólo se estaba escondiendo. Se encontraba en el escritorio o entre el montón de material de embalaje y las tablas, o bien, lo cual era casi imposible, había salido de la caja sin ser vista y se ocultaba en alguna parte del apartamento. Si se iba a la cama, tal vez ella…
No. Tina podía haberse escondido un ratito para hacerle una broma, pero no tanto tiempo; no habría querido preocuparlo de esa manera. Algo le había ocurrido.
No podía encontrarse en uno de los cajones porque todos ellos seguían pegados con cinta adhesiva. De todos modos arrancó las tiras de cinta y miró en todos ellos. Los habría sacado del escritorio de haber podido, pero al parecer, antes de colocar la parte posterior, los habían fijado con unos topes.
De todas maneras, Tina no se había metido ahí dentro. Se comportaba como el hombre del chiste que buscaba la billetera debajo de la farola porque ahí había más luz. Tina había levantado la cinta adhesiva que fijaba en su sitio el panel de escritura para meterse detrás. ¿No sería posible que uno de los casilleros tuviera un falso fondo? Eran todos profundos, parecían tener todos la misma profundidad, pero los revisó uno a uno con una regla. Comprobó,
efectivamente, que tenían la misma profundidad, unos dos centímetros menos que el ancho de la encimera del escritorio. Entre la fila inferior de casilleros y la encimera del escritorio no había nada.
Mejor dicho, no había nada más que un panel liso de madera casi negra de unos siete centímetros de alto. Intentó agarrarlo y extraerlo, pero el borde estaba cubierto: la encimera, por la parte inferior de los casilleros, los extremos por los laterales del escritorio, y la parte inferior por la porción fija del panel de escritura.
Levantó la lámpara y la acercó al escritorio para examinar la madera. ¿Cómo habría podido Tina divisado algo, debajo de la lámina de grueso cartón, cuando él no alcanzaba a ver nada bajo la luz brillante? Lo único que Tina había podido hacer era palpar la madera; en la profunda oscuridad reinante detrás del panel de escritura era imposible que lo hubiera visto. Volvió a dejar la lámpara en su sitio, cerró los ojos y palpó el panel con los dedos. No sintió nada.
Tina tenía los dedos mucho más pequeños que los suyos, apenas más gruesos que alfileres. Recuperó el cuchillo y pasó la punta por la superficie del panel procurando no rayarlo, o más bien, de no añadirle más arañazos de los que le habían dejado dos siglos de uso, especialmente, y por algún motivo desconocido, en su extremo izquierdo.
Cuando la punta del cuchillo llegó a ese extremo, se metió en la hendidura que había entre el panel y el lateral del escritorio. Empujó con suavidad y notó más que oyó el clic cuando el panel se movió un centímetro en dirección a él.