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La tierra en invierno

Al salir de la tienda de ropa para caballeros, pasó delante de la consulta del doctor Applewood, a pesar de que se encontraba en el piso de arriba y él estaba en el subsuelo. Por la puerta de cristal granulado no se veía ninguna luz; se preguntó si el doctor se habría marchado a su casa o lo habrían detenido. Parecía bastante probable que Applewood fuera un confidente, que hubiera llamado a Klamm y a sus agentes, que la herida que le causaran en el teatro no fuera más que un accidente o un truco y que esa mañana hubiera regresado al hotel siguiendo instrucciones de Klamm o de la policía.

Pensó en abrir la puerta y si podía, entrar en la consulta del médico para registrarle el escritorio, pero decidió no hacerlo. Existía la posibilidad, aunque remota, de que ni la policía ni Klamm supieran nada del doctor Applewood. En ese caso, si llegaban a verlo entrar en la consulta del médico, seguramente se enterarían, incluso si llegaba a poner la mano en el pomo de la puerta. Existía también la posibilidad de que no hubieran sabido dónde se encontraba él -cosa que en ese momento sí sabían- antes de que fuera a la cafetería, aunque lo dudaba.

En cualquier caso, embutido como iba en el chaleco de lana, el abrigo y la bufanda, empezaba a sentir calor. Quería salir lo antes posible. Un poco más allá de la consulta del médico descubrió un tramo corto de escalera al pie de la cual se leía «aparcamiento»; la subió y salió por una puerta de acero oxidada.

El viento del que le había hablado la rubia lo recibió de inme-

diato; no era fuerte, sino persistente y muy frío. Notó que no era un viento de mar sino de tierra, le faltaba el sabor a mar y daba la impresión de haber pasado por extensiones solitarias de nieve informe.

Desde la puerta que acababa de trasponer no podía ver el mar. Ante él encontró un pequeño terreno, limpio de nieve. En él había cuatro coches, todos aparcados lo más cerca posible de la puerta. Ninguno era el Visón marrón encorvado cuyas llaves llevaba en el bolsillo, aunque dos de ellos se le parecían bastante. El tercero era un convertible rojo apenas más largo. El cuarto era una limusina negra con traspuntines en la parte de atrás, un coche con capacidad para ocho personas cómodamente sentadas. Sin lugar a dudas, sería el de los agentes de Klamm: Fanny, la rubia de la que dependía, el nuevo «huésped» de la cafetería y tal vez el doctor Applewood. Se preguntó cuál de ellos habría conducido. La rubia era del tipo de las que siempre quieren conducir, de las que, si pueden impedirlo, nunca dejan que nadie más lo haga; imaginó que correría bastante, quemaría neumáticos y daría constantes frenazos, el tipo de conductor que sería North si condujera.

Intentó abrir la puerta de la limusina con las llaves del coche encorvado. No le funcionó ninguna, ni siquiera entraban en la cerradura. Para su asombro, el maletero no estaba cerrado con llave. Lo abrió y encontró un montón de papeles sueltos; alguien había echado dentro un archivo, y con el movimiento del coche, se había vaciado. El viento atrapó dos hojas de papel y remontándolas en el aire, las hizo cruzar el asfalto helado como gallinas asustadas. Agarró otra antes de que lograra escaparse, le echó un vistazo y luego se puso a leer, fascinado.

Nombre:«Wm. T. North», «Bill North», «Billy North», «Ri-

chard North», «Ted West». Nombre actual, se desconoce. El primero de todos es el más utilizado.

Fecha de nacimiento:Se desconoce.

Lugar de nacimiento:Se desconoce, posible visitante.

Altura:1,77 m.

Peso:76,5 kg.

Cabello:Oscuro, calvicie. Suele llevar bigote.

Ojos:Azules.

Tez:Rubicunda.

Cicatrices, etc: Quemaduras en ambas manos. Pequeñas cicatrices variadas en los antebrazos, puede que recientes. (North se automutila.) En la parte posterior de la muñeca derecha lleva tatuadas las iniciales «RN». Las cubre siempre con el reloj.

Miembro Septiembre Azul 12/7/87. 11/12/87 jefe Bota de Hierro. Detenido 6/6/88, ingresado en el Hosp. Psiquiátrico Gral. Unido. Experto tirador, suele llevar dos, e incluso tres armas. Experto lanzador de cuchillos, puede llevar cuchillo atado a la muñeca, el brazo o el tobillo. Temperamento violento, incontrolable. Sumamente peligroso.

Aparecía una foto de North (ligeramente más joven de lo que lo recordaba) y unas huellas digitales. Volvió a meter el papel en la carpeta y revolvió entre los demás preguntándose si encontraría un informe similar sobre el doctor Applewood o él mismo. No encontró nada, pero descubrió una hoja con el encabezamiento Daniel Paul Perlitz y un sello atravesado que decía fallecido. El doctor Applewood había llamado Daniel al hombre uniformado.

De repente le entró miedo de que lo estuvieran vigilando y cerró el maletero. La incómoda sensación de calor había desaparecido; cuando regresó a la puerta herrumbrosa, estaba helado y ansioso por volver al calórenlo del hotel y guarecerse del viento. Para darse ánimos, metió la mano en el interior del abrigo y se aseguró de que todavía llevaba la llave de la habitación en el bolsillo.

La puerta de acero estaba cerrada con llave y no pudo abrirla ni con la llave de su habitación ni con las del coche encorvado. Al cabo de un instante, decidió que el aparcamiento estaría probablemente reservado para los empleados e inquilinos que alquilaban las tiendas y oficinas de la galería. Seguramente ellos tendrían las llaves de esa puerta. Debería ir andando hasta la entrada principal del hotel y tendría que hacerlo por la nieve acumulada.

Se subió el cuello del abrigo, se tapó la boca con la bufanda (y en silencio bendijo a la mujer que lo había convencido para que se la comprara) y caminó alrededor del aparcamiento en busca de un sendero sin nieve. No encontró ninguno, sólo la entrada utilizada por los cuatro coches, medio cubierta por la nieve que el viento depositaba en ángulos rectos, y que parecía alejarse serpeando en dirección de unas cuantas estructuras sueltas situadas justo en el límite de su vista y casi perdidas en la blancura de la nieve.

El hotel constaba de unas largas alas que se abrían a ambos lados. No tan largas, quizá, para alguien que se paseara tranquilamente por sus corredores; sin embargo, para él, que tenía que andar por la nieve, que en algunos lugares le llegaba más arriba de la cintura, eran larguísimas. Avanzó unos cuantos pasos y se dio por vencido. Tarde o temprano, la entrada para coches iría a desembocar en la carretera que había junto al mar.

Al cruzar el aparcamiento, analizó las desventajas de su equipo. El abrigo, el chaleco y la bufanda habían sido unas inversiones sensatas; pero en lugar del sombrero tendría que haberse comprado un gorro, un gorro de piel con orejeras atadas debajo de la mandíbula, o tal vez uno de esos pasamontañas de lana que los de la tienda denominaban balaclavas, había visto unos cuantos expuestos, pero apenas había reparado en ellos.

También necesitaba guantes. Le pareció increíble que no se le hubiera ocurrido comprarse guantes; se le estaban helando los dedos aunque llevaba las manos metidas en los bolsillos del abrigo. Pero más que nada, necesitaba botas en vez de zapatos; en el breve intento que había hecho por andar, los zapatos se le habían llenado de nieve y a pesar del ejercicio, los pies se le estaban congelando. Lo peor de todo era que no paraba de resbalar; las suelas lisas de los zapatos se negaban a agarrarse a la nieve compacta y a la capa casi invisible de hielo que cubría el asfalto en sitios aislados.

Había dejado atrás el aparcamiento y se había metido en la entrada para coches cuando vio la foto de Fanny; la recogió y descubrió que tenía en las manos una hoja de papel parecida a la que hablaba de North.

Nombre:Francés Land, «Frannie Land»,'«Faith Lord».

Fecha de nacimiento:9/7/64.

Lugar de nacimiento:Marea AX.

Altura:1,57 m Peso:47 kg Cabello:Negro y rizado.

Ojos:Castaños.

Tez:Clara.

Cicatrices, etc: Seis dedos en la mano derecha. Usa gafas para leer.

Se asocia con miembros de Septiembre Azul, Inmortales, Bota de Hierro. Se cree que es una simpatizante.

Sacudiendo la cabeza, arrugó la hoja y la tiró. Se había equivocado por completo sobre Fanny. Sobre Francés, se corrigió. Al igual que el doctor Applewood, Francés era una cómplice de North. Como toda esa gente trabajaba allí, North había elegido ir a ese hotel que en invierno estaba absolutamente desierto, a aquel enorme y viejo hotel a tantos kilómetros de la ciudad.

La rubia del salón de belleza pertenecía sin duda a la organización de North, puesto que a Fanny le habían dado órdenes (¿quién?) de ponerse en contacto con ella.

O tal vez Fanny fuera… ¿Cómo los llamaban? Alguien que trabajaba para los dos bandos. Alguien que fingía trabajar para un bando y le pasaba información al otro. Porque si Fanny no había ido en la limusina, ¿cómo había ido? Y si la limusina no pertenecía a Klamm, ¿por qué en el maletero estaban esos papeles, papeles del FBI, del Servicio Secreto o de la Policía Secreta o como se llamaran?

En la entrada para coches apenas había sitio para un vehículo y la máquina quitanieve había acumulado la nieve a los costados en unas pilas que le llegaban más arriba de la cabeza. Anduvo en un mundo blanco y negro; al cabo de un tiempo, tuvo la impresión de que no era más que un comparsa en una vieja película, una vieja película en blanco y negro. No había color porque todavía no habían coloreado la película y sólo se veía el cielo gris en lo alto, la cinta negra del asfalto debajo y nieve a ambos lados. Sus zapatos también eran negros y su abrigo gris oscuro parecía casi negro. ¿Sería el comienzo de la película de madrugada? ¿O el final, cuando él (que, de vuelta en su apartamento, miraba esa vieja película) se levantaba, bostezaba, quitaba el vaso y la botella de la mesita, sabiendo que pronto los amantes se abrazarían, mientras la mujer vestida como la Libertad, tenía la antorcha en alto?

Al andar miraba hacia ambos lados, y al cabo de un tiempo, se dio cuenta de que esperaba encontrar la otra hoja que se había volado del maletero, porque en ella vería la foto de Lara. Se le habían volado dos hojas, una había logrado atraparla. La que había encontrado era la de North y la que no, era la de Fanny, la de Francés, mejor dicho. La tercera, que no había ni atrapado ni encontrado, era la de Lara, Lara vista por última vez bailando sobre el asfalto, sobre la nieve, bailando al viento.

El estruendo que oyó a sus espaldas le advirtió justo a tiempo; se lanzó hacia la montaña de nieve acumulada a su izquierda. La enorme limusina negra pasó rugiendo tan cerca de él que notó que su succión intentaba quitarle un zapato.

Salió de la nieve. No maldijo; se sentía demasiado feliz de estar vivo -¡todavía vivo!- como para maldecir. Una fina capa de hielo le había hecho un corte en el índice izquierdo; se lo chupó y con la mano vendada se sacudió la nieve del abrigo. Cuando se sacó el dedo de la boca para mirárselo, la sangre manó de la herida y goteó sobre el asfalto negro y la nieve blanca.

Había guardado el paquete de pañuelos en el bolsillo lateral de la americana, junto con el mapa. Lo sacó, lo abrió y se envolvió el dedo con uno de los pañuelos.

De no haber temido caerse en el hielo, se habría puesto a saltar. Pensó entonces que por eso era que Cary Grant y Rosalind Russell, William Powell y Myrna Loy irradiaban tanta felicidad, tanto contento en aquellas películas de madrugada, por eso brillaban con tanta intensidad aunque estuvieran en negro y gris cuando tendrían que haber estado muertos. ¡Qué felices se sentían de seguir vivos, allí en el celuloide parpadeante, en las pantallas exiguas fijadas a las radios que habían conocido, qué alegres!

Igual que él. En su casa, en ese momento, podía estar muerto, muerto y pudriéndose delante de la televisión, sentado en el sillón que le había costado tan barato; pero allí estaba vivo, lo probaba su sangre roja, aunque aquélla fuese la última bobina.

La entrada para coches subía una colina y giraba a la derecha. Oyó pasar un camión ruidoso; no sólo lo oyó, sino que lo vio, al menos vio su techo verde y anaranjado por encima de las crestas de las montañas de nieve. Cien pasos más adelante, alcanzó el punto en el que el sendero se alejaba de un camino de dos carriles, también de negro asfalto, y que podía o no haber sido el camino por el que él y North habían pasado. Intentó adivinar en qué dirección estaba el mar, y se equivocó; pero después de andar medio kilómetro, llegó a un lugar desde el cual pudo ver el hotel y advertir su error.

Se disponía a volver sobre sus pasos cuando una vieja camioneta roja con cadenas se acercó traqueteando por el camino; al volante iba un granjero de mediana edad. La paró y le explicó al conductor lo más brevemente que pudo que se había quedado encerrado fuera.

El granjero se rió por lo bajo y le abrió la puerta.

— Supongo que por ahí no volverá a salir más.

— ¡Puede estar seguro! -repuso con una sonrisa.

En el fondo pensó que tenía que estar enfadado, pero se sentía incapaz. La calefacción de la vieja camioneta funcionaba y el aliento caliente que le echaba en los pies le presagiaba grandes delicias.

— En invierno no hay mucha gente -dijo el granjero -. Mi Junie trabaja ahí algunas veces, pero cuando viene el otoño, la despiden. No sabía que estuviera abierto.

— Está bastante vacío -comentó él asintiendo-. Espero que no se desvíe usted por mi culpa.

— No, tengo que pasar delante. Voy a la ciudad. El hotel no está lejos, a unos dos o tres kilómetros de mi casa.

El camino terminaba con una señal de stop en otro más ancho; enfilaron por él y entonces oyó las olas. No tardó en verlas, frías y verdes, pero vivas; parecían las escamas de una serpiente de agua enroscada alrededor del mundo, y no tan malévolas como inhumanas.

— Ya estamos. -La camioneta se detuvo con una sacudida-. Por cierto, me llamo Grudy.

— Green -dijo él, y se estrecharon la mano-. Había pensado pagarle algo por su ayuda, señor Grudy…

El granjero lanzó un bufido y le contestó:

— Ni se le ocurra sugerirlo, señor Green. Es algo que he hecho con mucho gusto, y que usted habría hecho por mí, estoy seguro.

Volvió a darle las gracias al granjero, se apeó, cerró la puerta de la camioneta con mucho cuidado y lo saludó con la mano mientras el granjero se alejaba. Al cruzar la terraza hacia la pared de cristal brillantemente iluminada del hotel, miró su reloj. Eran las once treinta y cuatro; en la cafetería no tardarían en servir el almuerzo. Buscaría el modo de hablar con Fanny que, aunque fuera una doble agente, podía conducirlo hasta los que no lo eran. Si Fanny volvía a verlo, no averiguaría sobre él más de lo que ya sabía; pero él sí podría aprender mucho, incluso a pensar y a comportarse como un conspirador, que era lo que más necesitaba saber.

Esa mañana, en la entrada no había ningún botones. Un letrero atravesado sobre ambas puertas de cristal anunciaba: cerrado durante toda la estación. En la recepción había un solo empleado con gafas que trajinaba con unos papeles. Llamó a las puertas, pero el empleado desapareció en la oficina que había detrás de la recepción y no volvió a aparecer; al cabo de un momento, las luces del vestíbulo se apagaron.