7
Lo despertó el teléfono que sonaba junto a su cama. Medio dormido contestó la llamada. -¿Diga?
— ¡Eh, Emma, dame eso! -Era la voz de una mujer.
— ¿Lara? -preguntó-. ¿Eres tú, Lara?
— \Cariño, soy yo! -No había duda, era la voz de Lara, serena y graciosa-. Espero…, de veras espero que no estuvieras profundamente dormido, cariño. Es que acabo de regresar, ya sabes tú cómo son estas cosas, y vaya, mi preciosa Emma me esperaba despierta. A la pobre no le quedó absolutamente más remedio que hacer esto, así que le dije «Llama al maldito sitio a ver si me dejan hablar con él», y fíjate si será un amor que me ha conseguido la llamada y me han dejado hablar contigo. Pero antes, la pobrecita tuvo que quedarse ronca para convencerlos, ¿no es así, Emma? Y mientras, las horas iban pasando y se iba haciendo cada vez más tarde. ¿Qué hora es ahí, cariño?
— No lo sé -repuso él.
— Aquí es pasada la una, y no he hecho más que volver a casa y tratar de hablar contigo. Aunque antes me tomé un baño y una copa. -Lara soltó una risita-. Suena como si me hubiera bebido el baño, ¿no? No, Emma me preparó una bebida de chocolate y la hizo fuerte como para tumbar a una yegua. Puedo comentártelo ahora porque Emma se ha ido. ¿Has recibido mis flores? ¿No son preciosas?
— Sí. Son preciosas. Gracias.
— Deberían serlo, querido… Me han costado un ojo de la cara. Pero me alegra infinitamente que te gusten.
Decidió soltárselo en aquel momento.
— También eres Marcella.
— ¿Además de todas las otras zorras asquerosas que interpreto quieres decir? Sí, pero también hay una Marcella real…, aunque a veces me cuesta muchísimo ponerme en contacto con ella. Además, es tan divertido ser una zorra, aunque después una no se gusta tanto. Pero querido, quiero que sepas que es terrible, terriblemente peligroso que hable contigo teniendo en cuenta que estás en ese horrible lugar, porque siento la tentación de portarme como una zorra contigo. ¿Por qué no fuiste bueno? En cuanto pueda iré a verte. Quizá los dos logremos encontrar una puerta para marcharnos.
No hubo despedidas, sólo la terrible irrevocabilidad del micro teléfono al volver a su soporte. Colgó él también y se puso las manos detrás de la nuca, como hacía siempre que debía pensar. Quizá Lara volviera a llamarle, como Marcella o cualquier otra. ¿Como Tina? La muñeca Tina era la reproducción de alguien, seguro, una mujer de verdad que se llamaba Tina pero que en realidad era Lara. O más bien, que en realidad era la mujer que él conoció, que había conocido como Lara.
Salió de la caravana, puso un pie en el hielo y le fallaron las piernas. Despertó sobresaltado.
Entonces había estado durmiendo, durmiendo y soñando. Quizá hasta la llamada de Lara había sido un sueño. Se levantó, encontró la ganzúa que había sacado de la habitación de North y abrió su taquilla. Su ropa estaba tal como la recordaba. El amuleto que Sheng le había regalado colgaba de un gancho de la taquilla; Tina, la muñeca, se encontraba en el bolsillo superior de su chaqueta. El mapa mal plegado se hallaba en uno de los bolsillos de su abrigo. Lo sacó, pero en la habitación no había luz suficiente como para que pudiera leerlo.
Cuando fue a guardarlo, se topó con un obstáculo. Volvió a sacarlo y metió la mano en el bolsillo. Como por arte de magia, de auténtica brujería, en el bolsillo había aparecido una cajita. Al agitarla producía un ruido leve. Un dedo inquisidor descubrió un cajoncito y lo abrió. Se oyó un segundo ruido, esta vez más fuerte, cuando una serie de objetos pequeños cayeron del cajoncito al suelo. Cerillas, por supuesto.
Se agachó, recogió una, la frotó en el lateral de la caja y se produjo un impresionante fulgor de luz sulfurosa. Un dragón rechoncho se retorció con asombrosa flexibilidad sobre una etiqueta de papel y flotó hacia lo alto para besar, o devorar quizá, a un personaje chino de sorprendente complejidad.
Temeroso de que pasara una enfermera y viera la luz, apagó la cerilla.
Se acordó entonces de que aquéllas eran las cerillas de Sheng. Cuando, en compañía del chino, había recorrido el sótano de su tienda, Sheng le había entregado la caja de cerillas y lo había invitado a encender una. Al haberse negado él, Sheng había encendido una cerilla de otra caja y él debió de haberse metido ésa en el bolsillo.
Recogió cuantas cerillas pudo y volvió a guardarlas en la caja. Metió la cabeza y los hombros en el interior de la taquilla para impedir el paso de la luz y encendió una segunda cerilla para examinar a la muñeca.
Era Lara, no cabía ninguna duda. Quizá su pelo fuera un poco menos rojizo, si bien a la luz de la cerilla resultaba difícil estar seguro; de todos modos las muchachas -las mujeres- suelen cambiarse el color del pelo, y tal vez los pómulos fueran un poco menos marcados, pero era Lara. La llama le llegó a los dedos y apagó la cerilla de un soplo.
Después de guardar la muñeca y la caja de cerillas, cerró la puerta de la taquilla y encajó la cerilla quemada en la parte de abajo para mantenerla cerrada. ¿Debería devolverle la ganzúa a North? Por un instante discutió consigo mismo. Seguramente North iba a notar su falta, pero no sabía dónde la había ocultado North; del mismo modo, North podía darse cuenta de que estaba fuera de sitio.
Más aún, en ese momento no podía ir a ver a North.
Inclinó el florero y colocó la ganzúa debajo de él; se metió otra vez en la cama y se tapó con la sábana y la fina manta. Como si al inclinar el florero se hubieran liberado, los perfumes de las rosas llenaron el aire. Descubrió que era capaz de distinguirlos entre sí, aunque no tenía idea de cuál correspondía a cada flor.
Uno parecía umbríamente ambarino, lánguido, sensual y fuertemente especiado. Otro, ligero y a la vez evocativo de peras y manzanas maduras, recordaba al de los claveles. Entre estos dos, a veces sutil, a veces voluptuoso, danzaba un tercero que no insinuaba tonalidad alguna, pero que resultaba atrevido, seductor, embriagante. Por una de esas ideas que suelen asaltarnos cuando estamos a punto de dormirnos, supo que aquel perfume era Lara misma, que el primero era Marcella y el segundo, Tina.
Como si al adivinar el secreto hubiera terminado el juego, apareció Lara y lo cogió de la mano. La cerilla cayó al suelo y la puerta de la taquilla se abrió de par en par. Tras ella se extendía un jardín lleno de sol y de flores. En su centro, en un pequeño prado, había un arco de piedra decorado con profusión de rosas silvestres: amarillas, rosadas y blancas y un centenar de colores y tonalidades más. Por alguna razón, el ver aquel arco lo llenó de un frío terror, el mismo que le inspira a un hombre a punto de ser operado la vista de un escalpelo.
Al ver su temor, Lara le soltó la mano y entró sola en el jardín. Horrorizado y fascinado a la vez, la vio cruzar el pequeño prado, pasar debajo del arco y desaparecer.
Aunque Lara ya no estaba, le fue imposible obligarse a entrar en el jardín o cerrar la taquilla. Una brisa juguetona alborotó el jardín, haciendo ondular los alegres parterres de tulipanes y las ramas inclinadas de las lilas. Unos pájaros rojos y amarillos surcaban el aire cantando mientras volaban y de vez en cuando se posaban en las ramas de los rosales que cubrían el siniestro arco.
Cuando llevaba esperando mucho tiempo, tanto que los pies y los brazos se le habían enfriado y entumecido, Tina apareció por el arco; sus facciones -delicadas e infantiles, pero a pesar de ello eran las de Lara- estaban en contradicción con sus pechos prominentes. Sonriendo y tendiéndole la mano, cruzó el prado. Al tocarla él se convirtió en Marcella, rubia y elegante, engalanada con diamantes y envuelta en visones. Fue tal la sorpresa que le causó la transformación que sacó la cabeza de la taquilla y la cerró de un portazo.
Se incorporó en la cama pero el sonido del portazo continuaba implacablemente, como si diez mil escolares estuviesen eternamente eligiendo libros, cambiándolos por otros y eligiendo otros nuevos. Por las cortinas de la ventana se filtraba una luz intensa y desolada.
Temblando debajo del pijama, contempló una tormenta de invierno. La nieve y el granizo llenaron el aire, desaparecieron y regresaron triunfantes. Los truenos hacía vibrar las heladas ramas de los árboles y los relámpagos jugueteaban entre las torres de la ciudad; bajo su luz febril vio unas siluetas que jamás había visto ni en su ciudad ni en ninguna otra con la que estaba familiarizado: pagodas, pirámides, pilones y zigurats.
— ¡Métete otra vez en la cama! -le ordenó W.F. a sus espaldas.-Estaba viendo la tormenta.
— Ya sé lo que estabas haciendo. Métete en la cama ahora mismo y me lo cuentas. Si no obedeces -le advirtió con tono amenazante-, no te daremos plátanos con los Cora Flakes de la mañana. Dentro de nada amanecerá. -W.F. entró en la habitación a grandes zancadas-. ¡Vamos, métete en la cama!
Obediente, agradecido incluso, volvió a la cama y se arrebujó al calor de la manta.
W.F. le remetió las sábanas; luego se inclinó sobre las rosas y empezó a olerías.
— ¿Sabes? Tienes suerte de haberlas recibido. A Joe le gustan tanto las flores que ha hecho que a mí también me gusten. Cuando está en casa con esa Jennifer, es lo único que hace, trabajar con esas flores. Tiene un invernadero.
De haber podido habría regresado a la taquilla y a su jardín fantasmal. En cambio, se encontró otra vez en el trabajo, delante de una señora con cara de pocos amigos que le decía:
— Quiero comprar unos muebles. Enséñeme muebles, joven.
Los pasillos de la sección Muebles transformados en autopistas desiertas iluminadas por el brillo sesgado de un sol poniente se extendían durante cientos, quizá miles de kilómetros, flanqueados de camas de latón, librerías con camas incorporadas e inmensas camas de agua que fue enseñándole a la mujer; había también mesas de alas abatibles, bonitos comedores de diario y juegos de comedor formales en madera de nogal. Cuando llevaban vistos innumerables sofás beige y cómodos sillones de orejas, llegaron por fin a un escritorio Chippendale. Abrió un cajón para enseñarle a la mujer el revestimiento de paño verde y descubrió en su interior una carta sin abrir que llevaba un sello en lacre rojo con forma de corazón.
Consciente de que la cliente desaprobaba firmemente lo que estaba a punto de hacer, sacó de todos modos la carta y rompió el sello que se quebró como si fuera cristal.
El ruido del sello al romperse coincidió con el del accionar de un interruptor. Los infinitos pasillos de muebles y el mundo finito se hundieron en la noche. En el vano de la puerta había una mujer; por el gesto de llevarse el bolso debajo del brazo, supo que el ruido que había oído era el del bolso al cerrarse.
Se sentó, pero la mujer ya se había alejado. Por un instante, el rostro de la mujer quedó iluminado por la luz del pasillo y supo que era Marcella, la muchacha cuya foto (pero era la de Lara) aparecía en la tarjeta que acompañaba las rosas, la mujer que había visto en el jardín. Saltó de la cama y corrió pasillo abajo, pero había desaparecido.
Al regresar a su habitación, North encontró a North sentado en la sillita, junto a la cama.
— Hola -le dijo North-. Creí que iba a tener que despertarte. ¿Qué pasa?
— He tenido otra visita.
— ¿Tiene algo que ver con nuestro plan de mañana?
— De hoy, querrás decir. Hace rato que pasó la medianoche. No, no tiene que ver.
— Tu taquilla está abierta. Lo comprobé. Bien, ésa era la prueba. Haremos lo siguiente…
— Yo no iré -dijo.
Se produjo un largo silencio tras el cual North dijo:
— Piensas que ahora tienes una forma mejor.
— Así es.
— Necesito que alguien me lleve en coche. Eres el único disponible.
— ¿Tú no sabes conducir? -le preguntó.-Joder, sí que sé. Pero no voy a hacerlo.
Vaciló. Marcella (que podía o no podía ser la misma que Lara, aunque no estaba seguro de que lo fuera) iba a intentar sacarlo de allí. Pero ¿acaso las posibilidades de ella empeorarían si él lograba salir antes?
— Está bien -dijo-. Pero hay un precio.
— Tú pide.
— Eres del mundo real, del mundo donde Richard Nixon fue presidente. Yo también. Pero creo que has estado en éste mucho más tiempo que yo. ¿Cuánto?
North se encogió de hombros; bajo la tenue luz apenas se le veía la espalda.
— He perdido la cuenta.
— ¿Más de un año?-Claro.
— Entonces quiero que me contestes tres preguntas abierta y sinceramente. Tres preguntas sobre este mundo. ¿Lo harás?
— Dispara.
Vaciló. Eran tantas las preguntas, algunas de ellas debía formulárselas a sí mismo. ¿Quería volver a casa? ¿O encontrar a Lara?
— ¿Quién es la mujer a la que llaman la diosa? -le preguntó.-Alto ahí -le dijo North-. No puedo contestar preguntas que no tienen sentido. ¿Te refieres a la diosa verdadera?
— La primera vez que llegué aquí, compré una muñeca. El dependiente me dijo que era la diosa cuando tenía dieciséis años. Me refiero a la diosa a la que él se refería.
— Está bien, esa es la diosa verdadera. Pero la cuestión es que no es verdadera. Es como Cristo o Buda, ¿me entiendes? Representa el maldito ideal femenino o lo que sea. Hacia el oeste hay un inmenso lugar consagrado a ella. Dicen que tiene como veinticinco mil kilómetros cuadrados. Nadie puede vivir allí. Se supone que nadie puede entrar tampoco.
— ¿Y nadie la ve nunca?
— ¿Es ésa tu segunda pregunta?-Sí.
— Sí, la gente la ve. Como ve fantasmas y platillos volantes y todo tipo de mierdas. Dicen que va por ahí buscando a su amante perdido, un tipo al que abandonó hace miles de años. -North hizo una pausa; resultaba imposible descifrar su expresión bajo la levísima luz que se filtraba por el vano-'. Si quieres saberlo, para mí que es María Magdalena y que está buscando a Jesús. En fin, que a veces también lo ven a él, al amante perdido.
— Ahí va la tercera. ¿Cómo se llama él?
North titubeó abiertamente antes de contestar.
— Ésta no voy a contarla. Hay un puñado de nombres a los que nunca he prestado demasiada atención. -Volvió a titubear-.
Attis es uno. Tiene algo que ver con la primavera o la cosecha. O al menos tenía que ver.
— ¿Todavía me queda una pregunta?-Sí.
— Entonces me la guardaré para después. ¿Vas a decirme cómo saldremos de aquí? ¿O quieres que toque de oído?
— Voy a decírtelo. Antes de mediodía nos van a llevar a todos ala sala de recreo. Lo llaman recreo en grupo, pero en realidad es una fiesta para que nos conozcamos y tengamos ocasión de ventilar nuestras quejas. Estará presente todo el personal, por lo que es la mejor hora para largarnos. Entonces, lo que vamos a hacer es lo siguiente…
Se encendieron las luces.