17

La habitación

— No es lo que esperaba, ¿eh?

No lo era. La habitación de Fanny era pobre y pequeña, no tendría más de tres metros por cuatro. Había un cable eléctrico tendido de lado a lado del que colgaba ropa interior: un sujetador negro, dos pares de bragas, una color melocotón y la otra rosa.

— Incluso para una camarera… -comenzó a decir.

— ¿Es un poco extremo? ¿Es eso lo que piensa? Quédese tranquilo; no me lo alquilaron como parte del trabajo. No somos tan detallistas, normalmente no tenemos necesidad. Aquí es donde vivo.

Como para probarlo, se sentó en la cama y añadió:

— Si el trabajo me hubiera durado más, en la temporada alta, podría haberme hecho un extra con las propinas. Pero ahora se ha acabado. Mañana le hablaré de usted a Blanche y me asignarán a un nuevo caso. Siéntese.

Sólo había una silloncito de orejas tapizado con una zaraza, desteñida. Se sentó con la sensación de que el sillón era demasiado pequeño, que había sido hecho a medida para un niño, que había formado parte del mobiliario de una casita de muñecas, un mobiliario dispersado hacía tiempo, que después de pasar por vertederos humeantes y por las tiendas del Ejército de Salvación sólo habían quedado ese silloncito y la muñeca.

— Me ha preguntado por los visitantes -le dijo la chica-. Me ha comentado incluso que cree ser uno de ellos. ¿Por qué?

— Porque no encajo en este lugar. -Hizo una pausa pugnando por encerrar sus sentimientos en la caja de las palabras y al final acabó mascullando-: Nunca sé muy bien lo que está pasando.

Fanny juntó la punta de los dedos recordándole de repente a la mujer dentuda del Centro Urbano de Salud Mental.

— ¿Qué es exactamente lo que no entiende? Se lo explicaré si puedo. -Hurgó en su bolso, sacó un paquete arrugado de Chamoisy se lo ofreció-. ¿Fuma?

— No -le contestó -, y ésa es una de las cosas que no entiendo. Prácticamente nadie fuma ya, salvo droga. En cambio, aquí parece que todo el mundo fuma. Hasta el señor Sheng, que fumaba en pipa. En el teatro, Klamm fumaba un cigarro. Y en una ocasión en que intenté telefonear a mi apartamento, hablé con Klamm. Esperaba que me contestara Lara, y ahora creo que tal vez ella estuviera ahí, al lado de él, igual que aquella noche.

— ¿Conoce a Laura Nomos? Negó con la cabeza y respondió:

— Lara Morgan…, vivía conmigo. La estoy buscando. -Hizo una pausa para saborear la idea-. Por eso estoy aquí. -El mero hecho de decirlo en voz alta lo fortaleció.

— ¿Cree que Laura Nomos y esa tal Lara Morgan son la misma persona?

— No lo sé. Se parecen…, aunque no sean la misma persona da la impresión de que podrían serlo. Quizá lo encuentre ilógico, pero en el departamento donde yo trabajaba teníamos al señor Kolecke, un supervisor. No era simpático como algunos supervisores, y no siempre era justo. A veces se enfadaba mucho con ciertas personas por cosas de las que no tenían culpa alguna. Pero creo que quizá le sacó más rendimiento al departamento que ningún otro.

»Un día me lo encontré por la calle, iba con un niño y una niña. Parecía tan diferente que por un momento dudé que fuera realmente él. Los seguí un par de manzanas para comprobarlo, y los vi entrar en el Museo de Arte. Al cabo de un ratito, entré yo también, y vi que les estaba explicando unos cuadros a los niños. Pero no sólo lo que es un molino de viento y cosas por el estilo, sino quién había sido el pintor, dónde había vivido y por qué se decía que pintaba del modo que lo hacía.

Fanny asintió para infundirle ánimos.

— Al final me acerqué y le dije: «¿Señor Kolecke?». Ya sabe,

lo normal en estos casos. Se mostró sorprendido y después me llamó por mi nombre de pila. Nos estrechamos la mano, me presentó a sus niños. Me extrañó no haberlo reconocido de inmediato. Pero después de darle vueltas al asunto, me di cuenta de que él tampoco me había reconocido hasta que no le hablé. Mi aspecto no era diferente porque estuviera fuera de la tienda y llevara otra ropa. Sino que al señor Kolecke yo le había parecido diferente. Tanto que hasta que no oyó mi voz, no me reconoció y creo que lo mismo me ocurre ahora a mí con Lara.

— ¿Le duele la mano? -le preguntó Fanny. Al ver que él se mostraba sorprendido, añadió -: Es que se sostiene la muñeca con la otra mano.

— Un poco sí que me duele. El doctor Applewood me la vendó esta mañana. Me quemé en el incendio de anoche.

Fanny se inclinó hacia adelante para echarle un vistazo y le dijo:

— La venda está húmeda. Se le habrá caído nieve encima y se le habrá derretido en el coche. Y también se ha cortado el dedo. Déjeme ver, le daré un poco de gasa seca y tintura de yodo.

Le tendió las manos y le preguntó:

— ¿Qué son los visitantes? Me ha dicho que me hablaría de ellos, pero todavía no me ha contado nada.

— Esto le dolerá.

Le arrancó la cinta adhesiva vieja y le hizo daño. Sin la venda, vio la fea mancha de la quemadura a través de la crema amarilla que la embadurnaba.

— Los visitantes son personas que aparecen de repente.

Fanny se dirigió al armario de madera que había en un rincón, encima del fregadero, y sacó una caja azul de cartón en la que buscó la gasa.

— Hay un lugar, o al menos eso es lo que se cree, que se parece mucho a nuestro mundo, pero que no es exactamente igual. O tal vez haya varios sitios así. En fin, que a veces la gente se cuela. ¿Le gusta ir al zoo?

— Con este tiempo, no -repuso.

— A mí sí, y en algunas partes hay filas de jaulas, una al lado de la otra, separadas únicamente por alambre. ¿Sabe una cosa? Me estoy alejando mucho de lo que dice el manual para estos casos. Espere, se lo leeré.

De un estante que había encima de la mesa, sacó un librito encuadernado en un papel naranja bastante estropeado y fue pasando las hojas.

— Visitantes: Personas desorientadas sin una historia verificable. Los visitantes suelen dar descripciones detalladas de sus casas y sus vidas pasadas, pero los interrogatorios no tardan en demostrar que cuanto dicen es ficticio. Carecen de los derechos de ciudadanía y suelen ser peligrosos. Los peligrosos deben ser destruidos. -Hizo una pausa en la lectura y dijo -: North, por ejemplo, o al menos eso creemos ahora. Los inofensivos deben ser detenidos y llevados ante un tribunal de primera instancia local o federal, que ordenará su custodia institucional. -Y con tono duro, aclaró-: Ése es usted, si de verdad es un visitante.

— No lo soy. Sólo la estaba poniendo a prueba -le dijo.

— Es lo que pensé. ¿Todavía sigue con la idea de ver a Klamm?

— No lo sé. Usted sabe más que yo de todo esto. ¿Qué opina?

— Tampoco lo sé -reconoció Fanny; cerró el librito anaranjado y volvió a dejarlo en el estante-. Klamm podrá ser de todo, hay gente que lo odia, pero lo cierto es que no es ningún tonto. Si quisiera, tal vez podría ayudarlo. Me lo pensaré mejor y ya le diré.

— De acuerdo.

— ¿Eso es todo? ¿No quiere que lo lleve a la estación?

La pregunta fue formulada despreocupadamente, pero él presintió que si aceptaba marcharse, habría problemas.

— Estoy cansado y hay muchas cosas más que quiero saber, cosas que usted puede contarme, si quiere.

— Espero que no se refieran a los visitantes, puesto que no es usted uno.

— No, no son sobre los visitantes, aunque el tema sigue interesándome, sobre todo me interesa el sitio de donde vienen. Son sobre Klamm. ¿Vive aquí? ¿En esta ciudad?

— Claro, estamos en la capital. Tiene que estar aquí para acudir a las reuniones con el presidente. Naturalmente, viaja mucho debido al cargo que ocupa.

— ¿Y qué tiene aquí, una casa o un apartamento?

— Creo que una casa -respondió Fanny-. Al menos solía tener una. En un diario vi una vez una foto suya sacada en el jardín de su casa. Cultiva rosas, es su pasatiempo. Supongo que por eso se quedó con la casa al separarse de su mujer.

— ¿Sabe dónde está la casa?

Ella lo analizó y luego repuso:

— Si piensa en ir a ver a Klamm a su casa, olvídelo. Es el asesor de seguridad del presidente, lo que significa que hay por lo menos una decena de grupos que se lo quieren cargar, incluido el de North. Está rodeado de guardias día y noche.

— Pero si llamara a su puerta, tal vez hablaría conmigo. No quiero matarlo, sólo quiero hacerle un par de preguntas.

— Pues no sé dónde vive. Y estoy segura de que no lo va a encontrar en el listín.

— Alguna idea ha de tener.

Fanny se encogió de hombros y dijo:

— Hacia el sur hay un par de barrios elegantes. Una casa grande como ésa tendría que estar en uno de los dos, pero no sé cuál.

— ¿Dónde tiene el despacho?

— En el Edificio de Justicia. Nunca he estado, quiero decir que sí he estado en el Edificio de Justicia, pero nunca en el departamento de Klamm.

— Mañana intentaré ir a verlo.

— De acuerdo, como usted quiera. Lo llevaré al Edificio de Justicia.

— Gracias.

— ¿Ha almorzado ya? Yo no he desayunado siquiera. Se suponía que debía hacerlo después de atenderlo a usted, pero primero tuve que presentarme ante mi superior y cuando volví, habían cerrado el hotel.

— Pensé que usted les había dicho que cerraran para poder cogerme. En el coche me comentó que acababan de decidir lo del cierre, pero que fue mientras usted se hacía pasar por camarera.

Fanny negó con la cabeza y le dijo:

— Les creímos, es todo. Dijeron que había dejado la habitación. Tendríamos que habernos dado cuenta de que estaban tratando de encubrirlo, pero se nos pasó.

— ¿Sabían que me estaban protegiendo al dejarme encerrado fuera?

— Sabían que estábamos ahí para vigilarlo. -Se encogió de hombros y añadió-: Supongo que pensaron que si lo encerraban fuera, se marcharía y lograría huir sin que una persona en concreto tuviera que avisarle, en cuyo caso, usted podría haberla identificado si llegaban a detenerlo. De todos modos, cuando volví a la cafetería, me comentaron que usted se había marchado del hotel y que iban a cerrar. Les pregunté por qué no nos lo habían avisado, y me dijeron que no sabían que estábamos allí. Eran todos cuentos chinos, pero no había tiempo para discutir.

— Entonces fue por eso que el empleado fingió no oírme cuando llamé a la puerta.

Ella asintió.

— Pero no me escapé. Me recogió en tu coche y aquí estoy.-Gracias. Muy amable de su parte, pero no cuela. No me quedó más remedio.

Él se mostró asombrado.

— En el coche descubrió que soy policía. Podía haberme dejado fuera de combate con un puñetazo. Todavía no sé cómo lo adivinó.

Supo de inmediato que aquella era una invitación para alardear, pero no la aceptó y le dijo:

— Pero cuando me suelte, se lo contará a alguien y entonces me harán seguir. Quizá me ayuden, como hizo usted al recogerme en su coche; pero no sabré quiénes son. Cuando decida dejarme en la oficina de Klamm, se lo contará todo a ellos.

— Ya se lo he dicho antes… ¿Se da cuenta de cuánto aprende estando con una policía?

— ¿Porqué?

— Para que nos conduzca hasta North. Usted no importa; hay un millón como usted. -Fanny hizo una pausa para sonreírle-. Doy por sentado que no es un visitante, ¿lo ha notado? Espero que sepa valorar el detalle. De todos modos, hay miles como usted, como Applewood y los demás. North es diferente, tanto, que resulta sumamente peligroso, es el tipo de líder megalómano que surge una vez cada muerte de obispo. North puede echarlo todo a perder. Sé que le parecerá una locura, pero podría acabar con la civilización. Podría hacer que la humanidad entera iniciara su camino cuesta abajo.

Asintió y le preguntó:

— ¿Qué es lo que quiere? -Él mismo se contestó al añadir-:Poder…, ya he visto bastantes casos como para saber de qué se trata. Con todo, se equivoca si cree que la conduciré hasta él. Si puedo evitarlo, no pienso acercarme a North.

Fanny sonrió con el agradable rostro ladeado.

— Los esclavos no suelen volver corriendo con sus amos, pero de vez en cuando, sus amos vuelven a buscarlos, o envían a alguien en quien confían. Los pescamos por aquí con bastante frecuencia.

— ¿A quién pescan?

— A esclavos huidos y a la gente que los buscan. No lograba asimilarlo, o tal vez no quería asimilarlo.

— ¿Es que aquí aún existe la esclavitud?-Aquí no…, es una opción estatal.

— ¿Esclavos negros? Fanny negó con la cabeza.

— En realidad no está determinado por la raza, es una cuestión de estado legal. Pero, sí, la mayoría de los negros son esclavos, y la mayoría de los blancos son libres.

— En el mundo del que estuvimos hablando -dijo despacio-, de donde vienen los visitantes, todo el mundo es libre. Al menos eso he oído comentar.

— Pues aquí también, en la mayoría de los estados. Pero si un estado lo quiere de otro modo, puede legalizar la esclavitud; así que quien posee esclavos, puede llevarlos allí, sin necesidad de perderlos. Es bueno para la economía, pero a veces es un tanto complicado.

— La guerra civil. No han tenido una guerra civil.

— No, eso fue en Gran Bretaña.

— Y aquí los hombres mueren jóvenes. Al menos eso parece.

Fanny se levantó y cogió su bolso.

— La naturaleza le jugó una mala pasada a la humanidad, señor Fine. Les dio a ustedes, los hombres, más fuerza que a la mayoría de las mujeres y, lo que es más importante, más empuje, más ambición. Pero cuando ustedes han cumplido con su destino biológico, o mejor dicho, cuando cualquiera de los dos sexos ha cumplido con su destino biológico, mueren. Lo cual nos permite a las mujeres vivir entre sesenta y setenta años, y a los hombres, en ocasiones, apenas quince.

— Cierta vez, en las noticias oí decir que por cada hombre había aproximadamente ciento cincuenta mujeres de más de sesenta y cinco años.

Ella aplastó el cigarrillo en el cenicero.

— ¿Quién dijo eso, Ken Rather? En realidad, no está tan mal, muchos hombres se aguantan toda la vida, malditos sean. Venga, vamos a almorzar algo antes de que empiece a pensar que es usted un visitante. Un par de manzanas hacia el centro hay un bonito restaurante italiano; se llama Casa Capini.