29
Volvieron a llamar. Una voz amortiguada por la puerta anunció:
— UPS.
— Ya voy -dijo, y le abrió.
El chofer de UPS era bajito, moreno y tenía cara de enfado.
— ¿Es éste el séptimo C? Asintió.
— Aquí la tiene. ¿Se la dejo aquí afuera o se la entro? Se refería a una caja grande, de aspecto sólido, que llevaba en un carrito.
— ¿Es para mí? -inquirió.
— ¿Es éste el séptimo C? Es para el séptimo C.-No esperaba…
— ¿Se llama usted Green? -gruñó el chofer.
— Sí, pero…
— ¿Quiere que la saque de mi carrito y se la deje en el rellano? Negó con la cabeza y le contestó:
— Será mejor que la entre.
El chófer agarró el carrito por las barras, le dio un fuerte tirón y lo retiró lo bastante como para que el centro de gravedad de la caja quedara sobre el eje del carrito.
— Tenía que haberme visto metiendo a esta desgraciada en ese ascensor. Se habría mondado de risa. Normalmente, un envío tan grande suele acabar en el muelle de carga.
— ¿Quién la envía? -le preguntó.
— No tengo ni idea. Lo pone por ahí, en el lateral.
Se inclinó para mirar y dijo:
— Sólo figura una dirección.
— Si la ha leído, sabe lo mismo que yo. Venga, se la apartaré para que no le quede delante del televisor.
— Déjela delante del televisor -le pidió-. Si la pone ahí, no podré entrar en el comedor.
Sacó un billete de la cartera y se lo entregó al chófer que lo aceptó en silencio.
— Deberías dar las gracias -le gritó Tina.
Se encontraba en el umbral de la puerta del dormitorio; al parecer había logrado salir del cajón de los calcetines.
— ¿Ha dicho usted eso? -preguntó el chófer mirando a su alrededor lleno de incomodidad.
— No.
— Sería algo de la televisión. -El chófer analizó la pantalla negra-. Del apartamento de al lado.
Miraba las tablas gruesas y sin lijar de la caja y las brillantes cabezas de sus clavos baratos.
— ¿Cómo voy a…?
Su pregunta fue interrumpida por la puerta al cerrarse tras el chófer.
Tina se acercó para examinar la caja.
— Deberías dar las gracias -repitió.
— Creí que le hablabas al hombre de UPS -le dijo.
— Te hablaba a ti. Fui yo quien encontró el amuleto y te obligó a ponértelo. Deberías dar las gracias.
Se lo sacó de debajo de la camisa; no había cambiado de color ni se había reducido ni agrandado.
— Quizá deberíamos esperar a ver lo que contiene la caja -le dijo.
— Algo bonito -comentó Tina-. Ya casi es Navidad y los regalos de Navidad siempre son bonitos.
— Dudo que te gustara que me regalasen un perrito -dijo esbozando una leve sonrisa.
— Ni otra muñeca, me pondría celosa. Si vamos a hablar, súbeme al sofá. Yo nací en Navidad, ¿te lo había dicho?
La sujetó por la cintura entre el pulgar y el índice y la colocó a su lado, sobre el cojín.
— No, me has contado pocas cosas de tu pasado.
— Ahora el celoso eres tú.
— No estoy celoso.
— Claro que sí. Se te nota. Eres un dios celoso, como ése del que hablan.
— No soy celoso y no soy un dios -repuso distraídamente.
Otra parte de su mente luchaba con el problema de la caja. El encargado estaría en el húmedo apartamento del sótano que le daban con el trabajo. Pero al encargado del edificio no le gustaba que lo molestaran a esas horas y posiblemente ya estaría durmiendo.
— Para ti, no lo serás -le dijo Tina-. Y tampoco para la otra gente grande. Pero para mí sí.
— Ya entiendo.-Yo tenía una diosa.
El comentario captó toda su atención.
— ¿Y cómo se llamaba?
— Justamente eso es de lo que no me acuerdo -contestó Tina sacudiendo la cabeza-. Me acuerdo de un árbol muy bonito y del gatito, porque la diosa también tenía un gatito. No me gustaba, me acordé cuando me comentaste lo del cachorro.
— Apuesto a que tu diosa iba a la escuela.
— Aja. Después de la Duodécima Noche, sí.
— ¿Recuerdas a qué grado iba? -Intentó adivinar la edad de Lara; tal vez tendría veintiocho años. No, ya sería mayor.
Tina volvió a negar con la cabeza y le dijo:
— Pero caminaba sola, de eso sí que me acuerdo, y me enseñaba cosas que hacía con papel. Una vez hizo una corona de papel y cuando volvió a casa me hizo una pequeña para mí.
— ¿Y después?
— Después pasó algo. No me acuerdo qué, algo malo. Y después aparecí en tus manos y te vi llorar.
— Ya me acuerdo. ¿Sabes cuánto tiempo estuviste en el hospital de muñecas?
— ¿Estuve en un hospital? De eso no me acuerdo.
— Sí -dijo -, ya sé cómo es.
Se levantó y se dirigió a la caja. Tenía la impresión de que debía de llevar algún tipo de instrucciones: tire aquí. Sólo se veía su nombre y su dirección en la etiqueta de UPS y la dirección del remite estaba en los suburbios de la parte norte.
— ¿Fue ahí donde me compraste? ¿En un hospital?-Sí.
Sonó el teléfono. Se lo quedó mirando. Volvió a sonar.
— Me gustaría contestar, de veras. Pero no tengo fuerzas suficientes como para levantar la cosa ésa por la que se habla.
Sonó por tercera vez.
— No te preocupes -dijo, y lo cogió-. ¿Dígame?
— Es usted. Es fantástico. Se ha mudado.
Era Lara; de algún modo lo había sabido por la forma de llamar, lo había sabido todo el tiempo.
— Así es -contestó.
Quería decir más cosas pero las palabras se le atragantaron.
— ¿Cómo está? ¿Todo en orden?-Estoy bien. ¿Dónde estás, Lara?
— Soy Lora. Estoy en casa, señor Green, y me halaga que se haya acordado de mi voz. Naturalmente le sorprenderá que lo llame desde mi casa, pero sabía que trabaja usted de día y que no quería que lo llamáramos a la tienda. De todos modos, busqué su número en el listín e intenté llamarlo antes de marcharme del despacho, pero no me contestó nadie. ¿Le ha dicho a la doctora Nilson que se ha mudado?
— Sí, se lo he dicho.
— Me imaginé que sí, pero ya sabe cómo se pone con estas cosas. Me refiero a que si sueña usted con un pez que baila como su tía, ella va y lo escribe. Pero las direcciones y los números de teléfono son demasiado prosaicos.
— Sigo queriéndote -le dijo.
Hubo una pausa, un silencio tan largo que parecía destinado a durar eternamente.
Finalmente, Lara le comentó:
— Iba a decir que después de marcharme de la oficina salí a cenar. Con alguien. Alguien me invitó a cenar.
— No tiene importancia.
— La cuestión es que usted tiene su cita con la doctora Nilson el martes.
— Sí.
— Ocurre que ha tenido ocasión de aceptar una consulta extra. Ya sabe que en el Centro no puede hacer mucho.
— Sí -repitió.
— ¿Cree usted que podría saltarse la visita de esta semana? ¿Estaría usted dispuesto, querría hacerle ese favor a la doctora Nilson?
— No -respondió.
— La otra posibilidad entonces sería que viniese mañana. Siempre hay alguien que anula su hora, y si no ocurriera así, seguramente podría hacerle un hueco.
— ¿Estarás allí?
Descubrió que miraba a Tina mientras pensaba en Lara. Por eso había comprado a Tina, claro, porque le recordaba a Lara; pero no era Lara. Lora era Lara.
— Sé que se preguntará por qué he vuelto con la doctora Nilson después de tan larga ausencia. Es que me he casado y me he divorciado. Mi ex marido me pasa una pensión para mí y para mi hija y pensé en este trabajo. El sueldo no es gran cosa, pero era el mejor puesto qué tuve, el único que me gustaba de veras, y sabía que si tenía que llevar a Missy al médico, la doctora Nilson me daría permiso para ausentarme, que no me pondría reparos.
Vaciló, indeciso entre los miles de cosas que quería decirle, los cientos de preguntas que necesitaba formularle. A pesar de su debilidad, logró reunir fuerzas y resultaba sumamente importante que no las malgastara. Lenta y cuidadosamente le dijo:
— Si voy mañana, cuento con que seas tú quien me haga pasar a la consulta. Quiero saber sin lugar a dudas que estarás allí, Lara.
— Estaré sin lugar a dudas. ¿Podrá venir después del almuerzo? ¿A la una?
Descubrió que tenía el pañuelo en la mano, que lo había retorcido hasta convertirlo en una bola sobada.
— La mejor manera de asegurarte de que voy a estar allí a la una es que me dejes invitarte a comer. Me encantaría invitarte a comer.
Siguió otra pausa, más breve esta vez, pero larga de todos modos.
— ¿Y si le dijera que he de ir a ver a Missy a la guardería?-Me gustaría acompañarte. A mí también me gustaría ver a Missy. -Le echó un vistazo a Tina-. A lo mejor le llevo un regalo. -Lo cierto es que no tengo que ir a verla. -Siguió una breve pausa-. No hasta que salgo de trabajar por la noche.
— ¿A qué hora comes?-A las doce.
— Estaré ahí a las doce menos cuarto. -Bien. Gracias, señor Green. Adiós.
Se oyó un clic suave y definitivo.
«Debí haber averiguado dónde vive -pensó -, y entonces, me habría dicho la verdad.»
— ¿Vas a regalarme a una niña? -le preguntó Tina-. ¿Es que no tiene ya una muñeca?
— No lo sé -le contestó-. Pero no te preocupes. No creo que esta niña exista de veras. Si tiene una muñeca, es probable que no sea real.
Colgó el teléfono, se dirigió a la caja y aferró la tabla del centro con ambas manos. Sintió como si le cortara las palmas y luego como si la camisa…, no, los músculos de la espalda se le estuvieran rompiendo, haciéndosele pedazos por el esfuerzo y el dolor. Los clavos empezaron a ceder, protestando como ratones a los que echan de sus cuevas; el último de ellos se rindió con una sacudida que a punto estuvo de lanzarlo hacia atrás.
Tina silbó como una tetera diminuta.
— No sabía que fueras tan fuerte.
— Yo tampoco -reconoció.
Espió a través de la abertura más grande que había hecho. El objeto de la caja parecía rugoso y casi negro.
— ¿Vas a arrancarlas todas? Negó con la cabeza.
— Para ésa tenía fuerza, dudo que pueda con las otras. -No la dejes en el suelo así -le aconsejó Tina-. Podrías pisar los clavos. Apóyala contra la pared. -Tienes razón.
— ¿Adonde vas?
— A la cocina. A buscar un destornillador. -Antes quiero enseñarte algo. ¿Quieres acercarte? Se sentó en el sofá, a su lado.
— Voy a hacer magia. Pon tu mano aquí. -Aquí era el bolsillo de su abrigo -. ¿Qué notas?
— Nada -repuso-. Está vacío.
Levantó un bracito con dramatismo y exclamó:
— ¡Y ahora, la Asombrosa Tina va a meterse aquí un momento!- Se metió de cabeza en el bolsillo del mismo modo que una niña de tamaño natural se hubiera zambullido bajo las mantas. Sus pies no acababan de desaparecer cuando volvió a salir-. Y ahora vuelve a meter la mano.
Lo hizo y sacó un fino fajo de billetes. Tina se echó a reír batiendo palmas.
— ¿Cómo lo has hecho?
— Como estabas hablando no me podías meter en otro cajón. Y sabía que después ibas a querer ver la correspondencia mágica. Y yo también.
— ¿La correspondencia mágica?
— Sí -respondió Tina con firmeza-. La correspondencia mágica. Pero no importa, tenía muy poco que hacer y tu abrigo estaba ahí en el sofá.
Armándose de paciencia le preguntó:
— Pero ¿cómo es que en el bolsillo no había nada la primera vez que metí la mano?
— Ábrelo, míratelo a la luz y lo verás.
Así lo hizo; se movió hacia el extremo del sofá junto al que estaba la mesita con la lámpara, se colocó el abrigo sobre el regazo y graduó la luz al máximo de intensidad. Una delgada tarjeta de la misma tela que el forro del bolsillo lo dividía en dos compartimentos.
— Es un doble bolsillo -le explicó Tina, encantada-. Pero el del medio se había quedado debajo de la tarjeta exterior. Cuando me metí dentro noté el dinero desde el otro lado, así que miré qué era.
— Yo también debí haberlo palpado -dijo asintiendo despacio.
— Probablemente lo buscabas en el fondo y no en el costado.
Volvió a asentir y le dijo:
— Gracias, Tina.
— ¿Es ése el dinero?-Debe de ser.
El fajo estaba sujeto con una bandita de goma que había cedido un poco. La quitó y la tiró a la papelera antes de mirar los billetes. Había cinco de cien, tres de cincuenta, uno de diez y dos de uno, todos con un diseño similar al de los billetes que le eran familiares, pero tenían caras de mujeres. En la cartera llevaba un billete de cincuenta; lo sacó para compararlo con los del fajo. Ni las volutas ni el estilo de las letras eran exactamente iguales. El de cincuenta con la foto de Grant ponía billete de la reserva federal. Los de cincuenta del fajo ponían certificado oro canjeable por su valor nominal.
Dejó el dinero a un lado, súbitamente iluminado por una idea.
— Tina, podrías meterte en esa caja igual que te metiste en mi bolsillo.
La muñeca miró la caja con cierta suspicacia.
— Supongo que sí.
— Claro que sí. Quizá antes de que le quitara esa tabla estuviera un poco apretada, pero ahora hay mucho sitio.
— Está bien -dijo Tina, súbitamente decidida-. Súbeme.
Metió el billete de cincuenta con la cara de Grant en su cartera, colocó el resto del dinero en la mesa y puso a Tina sobre la caja, en la tabla que había junto a la abertura.
— Ahí dentro está muy oscuro -le dijo Tina-. ¿Tienes alguna linterna pequeña o algo así?
— Creo que no, pero puedo mover la lámpara para iluminar la caja.
— Será mejor que lo hagas -le dijo.
Obedeció; cuando la muñeca se metía por la abertura, notó que su piel era de plástico liso. «No es más que una muñeca mecánica -pensó -. He estado jugando con una muñeca programada.»
A pesar de todo, en cuanto desapareció, empezó a echarla de menos.