14
La cafetería estaba desierta. En un atril de madera había un cartel en blanco y negro que decía: por favor, tome usted asiento.
Así lo hizo; eligió una mesita junto a una pared alta de cristal, como la de un invernadero. Tras ella se veía un acantilado, o tal vez fuera una pared de la cavernosa galería adornada de banderas que acababa de dejar atrás; más allá se extendía un amplio trozo de playa sobre la que el océano había erigido un duplicado de la cantera que pocos años antes viera en un especial del National Geographic. Imágenes inexpresivas se reclinaban o vagaban aquí y allá entre los restos destrozados de otras, algunas terminadas, algunas incompletas, algunas apenas iniciadas, todo ello tallado en planchas de verde hielo marino.
Una de las estatuas lo vigilaba, a cierta distancia, playa abajo, a mitad de camino entre la tierra y el océano; lo miraba insolente pero silenciosamente, mientras él sacaba la servilleta de la copa de agua y daba la vuelta a una cucharilla de café invertida.
Resultaba imposible que la policía hubiera elegido una forma tan extraña de espiarlo; sin embargo, presintió que lo habían hecho. En cierto modo tenían que estar vigilándolo, de manera que ¿por qué no así? O si no era realmente cierto, lo parecía. Klamm y sus hombres intentarían liquidar a todos los que habían visto en escena: a él, a North, a los dos que iban trajeados, al doctor Applewood y al hombre con uniforme del ejército. (A ése no sería difícil liquidarlo, hasta el doctor Applewood lo había dicho.)
Y a él también podían liquidarlo rápidamente. El policía le había revisado la billetera, había visto la llave de su hotel, le había indicado al taxista adonde llevarlo. Sabían dónde estaba y seguramente enviarían a alguien a vigilarlo.
— ¿Le apetece café, señor?
La camarera tendría unos veinte años, era pequeñita, de cabello negro, cortito, que se le curvaba alrededor de la cara como las alas de un pájaro negro y suave, un pájaro decidido a incubar esa cara ovalada, o si ya estaba incubada, protegerla de los rudos vientos de este mundo.
— Sí -le dijo -. Y un poco de zumo de naranja, si puede ser.
— Tendré que preparárselo, señor -le contestó con un guiño.
Era tal su asombro que no se atrevió a devolverle el guiño, pero la observó mientras se alejaba a toda prisa. Calzaba zapatos negros de alto tacón bien lustrados (porque era muy bajita, decidió), llevaba una cofia blanca y un vestido de seda negra con un delantalito blanco, como la criada de una vieja película de Cary Grant.
La humeante fragancia del café recién hecho le indicó que la camarera le había llenado la taza, si bien él no lo había notado. El café era tan negro como el vestido de la chica, tan negro como sus zapatos, y supo que a partir de entonces no podría ver nada negro, fuera el café o la noche, sin acordarse de aquellos zapatos y aquel vestido. Le puso crema (cosa que rara vez hacía), miró a través de la pared de cristal y recordó las noches con Lara.
Un enorme barco blanco pasaba delante del hotel, más o menos a medio kilómetro de donde estaba él sentado; pasó despacio, como si luchara contra un viento de proa con el motor funcionando en vacío, inmovilizado sobre las aguas. Una maestra se lo había leído en la escuela: «Tan inmóvil como un barco pintado sobre un mar pintado».
Tuvo la certeza de que Lara iba en ese barco, en ese barco pintado de blanco que se habría visto más en su elemento en Florida, o en un sitio parecido sobre el Golfo, o el Pacífico o el Mediterráneo. Tuvo la certeza de que era Lara quien le observaba con unos prismáticos mientras él sorbía su café, sorbía el agua helada que la camarera de los zapatos negros también debía de haberle servido, sin que él se diera cuenta, le había servido agua aun cuando estaba sentado delante de toda aquella agua y aquel hielo interminables.
La camarera le llevó el zumo de naranja; se lo colocó delante con su mano delicada, de largas uñas rojas, una mano desnuda, sin anillos.
— ¿Qué más desea, señor?
— En este momento, deseo que se siente usted a hablar conmigo.
— No puedo, señor. Imagínese si entrara el encargado. -Esto es muy solitario -le dijo.
— Ya lo sé, señor. Es usted el único huésped, el único en todo el hotel, creo.
— Me sorprende que lo tengan abierto.
— Ésta es la peor época del año. Normalmente está bastante bien por navidades, y después, en marzo, la cosa remonta otra vez.
Se devanó los sesos tratando de encontrar una pregunta o un comentario que le permitieran continuar la conversación con la muchacha.
— ¿Y cada día se viene en coche desde la ciudad?
— Claro, aquí no hay nada que hacer. -Miró a su alrededor para comprobar si la estaban escuchando-. Me refiero a nosotros. Los huéspedes tienen con qué entretenerse.
— ¿Con qué por ejemplo?
— Pues los baños termales, la pista cubierta de tenis y demás. Nosotros no podemos utilizar las instalaciones. ¿Qué le gustaría desayunar?
Notó con pena que la muchacha había dejado de llamarlo señor; ya no lo consideraba un huésped, sino un pretendiente no deseado.
— ¿Qué hay de bueno? -le preguntó.
— Yo -masculló. Y luego, en voz más alta, añadió -: ¿Por qué no se toma unos barquillos? El chef es un maestro en preparar barquillos. Tenemos una docena de variedades.
— Pues tráigame el que le parezca mejor.
La chica asintió y le dijo:
— Vuelvo en seguida a servirle más café.
— De acuerdo. Dése prisa.
La camarera se alejó despacio al tiempo que escribía en su libreta de pedidos. Cuando la chica hubo desaparecido detrás del biombo de separación, le habló al inexpresivo rostro de hielo de la playa:
— ¿Lo has oído todo? ¿Vas a contárselo a ellos? No le contestó.
Al doctor Applewood no le había preocupado que lo espiaran, ni que hubiera micrófonos o cámaras ocultas. Cuando le preguntó sobre lo del teatro, el doctor Applewood se levantó, se aferró al respaldo de una de las viejas sillas de madera y le preguntó a su vez:
— ¿Recuerda nuestras pertenencias del escenario, señor? ¡Eso fue lo que utilicé, como una vieja con un andador, avancé con paso fuerte y sonoro!
Pero ¿por qué habría ido el médico al hotel, sobre todo considerando que tenía una pierna lastimada y que en el hotel había un solo huésped? Por cierto, ¿por qué le había dicho la chica que sólo había uno? North seguía registrado. De hecho, podía regresar a la habitación mientras él se comía su barquillo, o tal vez hubiera regresado cuando el doctor Applewood le vendaba la mano. Todos habían logrado salir excepto Daniel, al menos eso le había contado el médico. Daniel había interpretado a Nick, pero ¿dónde estaría North? ¿Le telefonearía? Probablemente no, la policía podía intervenir la línea y escuchar las llamadas que se hicieran desde el teléfono de la habitación.
Bebió su café que era excelente.
De haber tenido un abrigo, habría podido dar un paseo alrededor del hotel; en alguna parte tenía que haber un aparcamiento. Si North había utilizado el pequeño coche que él había conducido, lo notaría, y las llaves estaban en su bolsillo.
Pero lo más probable era que North no hubiera usado ese coche. Seguramente se habría quemado en el incendio del teatro; y él, no North, tenía las llaves. Aun así, era posible. North le había entregado las llaves, pero nunca le había dicho si eran las únicas; y no era nada propio de North entregarle a alguien el único juego de llaves, desprenderse de un medio tan útil.
De todas maneras, los ladrones ponían en marcha los coches que robaban haciendo un puente, y para eso no necesitaban las llaves. North, que en el hospital había fabricado una ganzúa con alambre para abrir una cerradura, sabría cómo hacerlo.
Un hombre vestido con un terno entró en la cafetería y se sentó no muy lejos de donde estaba él. Cuando la camarera le llevó el barquillo, le preguntó quién era el hombre.
— Algún huésped. No lo sé…, nunca lo había visto.
— Me dijo usted que yo era el único huésped.
— Eso fue ayer, usted y su amigo. Probablemente se registró anoche…; yo me incorporé al trabajo hace apenas una hora.
— Le pondré una multa por no saber cómo se llama ese hombre: tendrá que decirme el suyo.
— Fanny -repuso la chica con una sonrisa.
— ¿De veras?
— ¿Cómo iba a mentirle con un nombre así? Ya sé cómo se llama usted. A. C. Pine, y se hospeda en la Suite Imperial.
Se marchó antes de que pudiera contestarle. Mientras se comía el barquillo (la noche anterior se había saltado la cena y tenía tanta hambre que se habría comido cinco), reflexionó vagamente sobre las iniciales. ¿Qué significarían A. C.? Presintió que muy pronto iba a tener que decírselo a Fanny, y sería mejor que no acabara soltándole algo como Abner Cecil. ¿Abraham Clyde? ¿Arthur Cooper? Cuando se hubo terminado el zumo de naranja, tenía decidido que se llamaría Adam y algo más.
El subsuelo ya no estaba tan desierto como antes. En algunas tiendas había luz y en una ocasión oyó ruido de pasos. La primera tienda a la que se asomó era un salón de belleza en el que una rubia con el pelo cargado de laca se pintaba las uñas a la espera de clientes.
— Buenos días -la saludó.
La chica levantó la vista sin ningún interés.
— Hola.
— Bonito día.
— ¿Ha subido algo la temperatura?
— No lo sé -le respondió-. No he salido. La rubia soltó un suspiro, apartó la mirada y volvió a posarla sobre él.
— Yo sí. Y créame, no hace buen día. Hay un viento que mata.
— Entonces hoy va a tener poco trabajo.
La chica se encogió de hombros y le comentó:
— Da igual, tengo que estar aquí, ¿adonde voy a ir si no?
— ¿Y si quisiera teñirme el pelo? Lo miró, interesada.
— ¿Se lo va a teñir?
— Hoy no. Quizá dentro de unos días.
— No se preocupe, yo se lo tino, del color que me pida. Le costaría alrededor de veinte.
— Vaya, sube bastante.
— Bueno, se lo dejo por quince. Pero no le voy a rebajar un dólar más. No se imagina lo que me cobran por el alquiler los del hotel.
— De acuerdo, quedamos en veinte pero prométame que no se lo contará a nadie. ¿De acuerdo?
— De acuerdo. Oiga, de todos modos, nunca hablo de mis clientes.
— Y ahora, ¿qué me…? -Hizo una pausa. Ligeramente a la izquierda de la cabeza de la rubia había un anuncio de un champú. La mujer del cartel era Lara-. ¿Podría decirme si aquí abajo hay alguna tienda que venda ropa para hombre?
— Hay tres, pero no sé…
A sus espaldas se abrió la puerta; entró Fanny, la camarera, y ambos se mostraron sorprendidos de encontrarse allí.
— Hola -la saludó.
— Hola. -Esperó en silencio mientras él la miraba primero a ella y luego a la rubia. Finalmente le preguntó-: ¿Ha terminado usted?
— Supongo que sí.
— Se me ocurrió aprovechar que tengo libre hasta la hora del almuerzo para hacerme una permanente.
— Todavía no te hace falta -le contestó la rubia-. ¿Por qué no me dejas que te lave y te marque?
— Bueno, mejor me voy, adiós -dijo él, y salió a la galería cavernosa.
Se había alejado unos cincuenta pasos cuando se le ocurrió regresar silenciosamente al salón de belleza y escuchar; vaciló unos instantes. En la televisión y el cine había visto a la gente -los actores- hacer lo mismo cientos de veces y tenía la impresión de que en la vida real aquello no funcionaría. Seguro que las mujeres lo oirían o no dirían nada interesante. Pero ¿acaso aquello era la vida real?
Con todo el sigilo de que fue capaz, volvió sobre sus pasos, feliz de comprobar que nadie lo vigilaba (aunque alguien podía estar vigilándolo) pero sintiéndose sumamente tonto.
— … es un imbécil sobón -decía la rubia.
Fanny le contestó con resentimiento, pero en voz tan baja que apenas alcanzaba a oírla:
— He hablado… en el desayuno. Tenía que haberlo informado. Ya sabes las órdenes que tengo.
Se alejó muy despacio.
Una mujer dirigía la primera tienda para caballeros que se encontró, un detalle que le causó sorpresa. Se compró un sombrero nuevo, un abrigo pesado y, siguiendo las sugerencias de la mujer, un chaleco de punto de lana para llevar debajo de la americana. También se compró un nuevo par de pantalones de lana. La mujer le tomó las medidas de las piernas, marcó las costuras con tiza y le prometió que los tendría listos para el día siguiente. Llevaba la cinta métrica colgada de los hombros como si fuera la banda de un cargo y el pelo canoso peinado en un moño.
— ¿Dirige usted la tienda? -le preguntó.
— ¿Quién iba a ser si no?
— Esto ha de ser poco concurrido, sobre todo en invierno.
— ¿Quiere atracarme? Adelante, no hay un céntimo. Informaré a los del seguro, quizá me den algo de dinero. Pero si me golpea, lo mato.
Vaciló, consciente de que la mujer bromeaba pero sin saber exactamente cómo reaccionar.
Le palpó debajo de las axilas.
— Esa americana no es lo bastante holgada para llevar pistola. Si quiere, le haré una mejor. Por cincuenta o cien dólares, depende de la tela.
— No llevo pistola.
— Estrangulador, ¿eh? -Escribió unas cifras en una tira de papel-. Setenta y siete por el abrigo, precio rebajado, costaba ciento sesenta y cinco. Veinticinco por el sombrero. Quince por el chaleco, pero tratándose de un cliente tan bueno se lo dejaré por diez, adiós mi margen. Además, los pantalones me los tiene que dejar pagados, por si no viniera a recogerlos. Veintitrés por los pantalones, los arreglos van incluidos. Eso hace…, dejémoslo en ciento treinta, y aquí tiene un paquete de cinco pañuelos, de puro hilo irlandés. Si sale, la nariz le moqueará sin parar. Y también se lleva una corbata de regalo.
— No quiero corbata -le dijo-. Tengo muchas.
— De acuerdo, le diré lo que vamos a hacer. Como es mi primer cliente de hoy y me cae usted bien, le voy a dar esta preciosa bufanda de pura lana a mitad de precio. -Le echó un vistazo a la etiqueta y siguió diciendo -: Quince con noventa y cinco, cien por cien pura lana virgen. Por ser usted y sólo por hoy, se la dejo en ocho dólares.
— Me la llevo, pero junto con la bufanda quisiera cierta información. ¿Hay algún sitio en este hotel donde una mujer pueda arreglarse el pelo?
Negó con la cabeza y repuso:
— Hay un sitio, la peluquería de Millicent, pero ella no ha venido, está de vacaciones. No abrirá hasta el veintiuno.
— Creo haberla visto la última vez que estuve. ¿No es una rubia, delgada, con una nariz más bien alargada?
— Qué va. -La propietaria de la tienda de ropa para caballeros estaba comprobando las ventas que acababa de hacer-. No es ella. El abrigo se lo lleva puesto, ¿no? Igual que la bufanda y el sombrero. Los pantalones estarán para mañana a la tarde. ¿Qué me dice del chaleco? Yo que usted, me lo pondría también si es que va estar fuera mucho rato.
— Tiene razón -le dijo. Se quitó la americana.
— Espere un momento que le saco las etiquetas. Vaya, tiene una muñeca mágica. Mi sobrino también tenía una.
Había dejado la americana sobre el mostrador. Tina asomaba por el bolsillo como si espiara.
Como no sabía qué contestar, le preguntó:
— ¿Le gustaría echarle un vistazo? Adelante. La mujer se lo quedó mirando y repuso:
— ¿Sabe? Se arriesga usted mucho al decir algo así. Hay muchas mujeres a las que no les gustan esas cosas.
— ¿Me la rompería usted?
— No, yo no -respondió negando con la cabeza.
— Entonces ¿por qué no iba a echarle un vistazo?
Con cuidado sacó la muñeca del bolsillo.
— Mi padre tenía una. Mamá me contó que por la noche la muñeca hablaba con él, cuando se pensaban que ella dormía. Supongo que ya sé a quién quería que le arreglasen el pelo, ¿me equivoco? Debería llevarla en una caja, es lo que hace la mayoría. Traeré un peine y se la arreglaré un poco.