13
Despertó cuando el taxi se detuvo, posiblemente porque el taxista se aseguró de que la parada lo despertase.
— Son veintisiete con diez -le dijo el taxista.
Le entregó treinta dólares y se apeó.
En lugar de subirlo hasta la terraza, el taxista lo había dejado justo en el borde. Los copos de nieve seguían bailando sobre las anchas baldosas; era una danza de fantasmas, de blancas siluetas giratorias que avanzaban y retrocedían en profundo silencio. Un reloj lejano sonó una vez; kilómetros de campos cubiertos de nieve amortiguaron el tono profundo de su campanada haciéndolo débil y espectral; un viento helado le traspasó toda la ropa.
Oyó el rumor de las olas, e impulsado por una atracción que ni comprendía ni podía resistir, se alejó del calor y las ventanas iluminadas del hotel para ir hacia ellas. La arena aparecía salpicada de pilas de hielo roto que le llegaban más arriba de la cabeza.
Trepó a ellas despacio, con paciencia, agarrándose de las placas con los dedos entumecidos; resbaló y cayó varias veces hasta que por fin alcanzó la cima y miró hacia la oscuridad susurrante. Tuvo la impresión de ser una criatura marina, una foca, un delfín o un león marino convertido en humano por una magia despiadada, una magia como la que había dado piernas a la sirena en aquel cuento de hacía tanto tiempo, aquel que lo había hecho llorar ante la sola idea de la sirenita bailando y bailando con su príncipe en el gran castillo de Elsinore, bailando el minué mientras a cada paso, los clavos candentes le perforaban los pobres piececitos.
Recordó entonces que en aquellos días, antes de que la televisión lo reclamara por completo, había recibido de boca de su madre toda las instrucciones que necesitaría para navegar por ese extraño país en el que se hallaba, pero no le había prestado atención, o al menos no la suficiente, por lo que no lograba reconocer de inmediato, como era debido,.todos sus ogros y sus elfos, sus trolls corpulentos y sus peris danzarines. North había sido un monstruo, estaba claro; pero ¿y si North hubiera sido una salamandra, y el señor de las llamas? ¿Y si North lo estuviera esperando en el hotel, y si North estuviera en el hotel bailando con impaciencia ese mismo minué esperando ansiosamente el momento de disparar?
Seguro que su madre le había enseñado un hechizo contra las salamandras.
Y no estaba muerta, como él había imaginado tontamente en cierta ocasión. Siempre lo había sabido; en alguna parte profunda de su ser que había sofocado por temor a que lo hiciera parecer extraño ante sus empleadores, ante las distintas chicas de Personal, ante los supervisores y subjefes que ya no podían ser llamados jefes de sección (al menos ni él ni los empleados temporales podían llamarlos así), los jefes de sección en los que tanto había ansiado convertirse, a pesar de carecer de estudios universitarios, a pesar de que sus superiores no considerasen, no hubiesen considerado nunca, que respondía al perfil.
Su madre nunca había sido aquella cosa cérea que habían enterrado. Se preguntó dónde estaría y por qué no lo había llamado ni le había escrito, por qué no le había advertido de algún modo, aunque tal vez lo hubiera hecho, tal vez la carta que yacía en el cajón revestido de verde de sus sueños era de ella.
Las nubes cargadas de nieve se abrieron un momento y la luna tocó el océano. Al ver ese fragmento de mar moviéndose bajo la luz plateada, lo supo, y supo que en una vida anterior se había pasado decenios navegando en él y que esa vida anterior volvía a él. Permaneció suspendido sobre el hielo, pero aquella certeza pasó. La luna sobre las olas volvió a ser solamente la luna sobre las olas y él se acostumbró al regusto salado del viento, y su punzada dejó de regocijarlo y sólo notó el frío. Al cabo de un momento se alejó del océano y bajó despacio a gatas, resbalando a menudo, agarrándose de las afiladas placas de hielo con los dedos entumecidos; cruzó el ca-
mino negro con sus fantasmas danzarines y la amplia terraza con sus fantasmas danzarines y subió por fin la escalinata para entrar en el Grand Hotel.
El hotel tenía dobles paredes de cristal, con una doble puerta en cada uno. Entre la primera pared de cristal y la segunda se encontraba un solitario botones, como un centinela que custodia un castillo sin guarnición, un último centinela dejado por el César para vigilar el muro de Roma o el Rin. Ese botones miró su abrigo quemado y roto y su cara chamuscada y le dijo:
— ¿Puedo ayudarlo, señor?
— Sí -contestó él-. Puede. Al menos, eso espero. Quería decirle a ese botones el número de su habitación, pero no lograba recordarlo, de modo que le comentó:
— Hubo un incendio. En un teatro y una tienda china. El botones asintió con aire de enterado y le preguntó:
— ¿Qué teatro era, señor?
El botones tenía el pelo rubio y rizado como virutas de embalaje y llevaba el sombrerito sin alas ladeado sobre una oreja.
— No lo sé -reconoció-. Estaban dando una obra sobre una revolución.
— Ah, entonces habrá sido el Adrián, señor. Bonito lugar.
— Ya no -dijo él-. Se quemaron hasta los cimientos.
— Probablemente es obra del gobierno, señor. Ya sabe cómo son.
Asintió (aunque no sabía cómo eran) y le preguntó:
— ¿No hay nadie en recepción?
— A estas horas, no. Es muy tarde. Pero se supone que yo debo encargarme de eso. Y también lo acompañaré en el ascensor. -El botones se encogió de hombros y agregó -: Estamos en temporada baja. Ya sabe cómo es. Si en las habitaciones hubiera chimeneas…
El botones volvió a encogerse de hombros, un ligero movimiento debajo de la ajustadísima chaquetilla roja.
— Mi amigo alquiló la habitación. Quisiera saber hasta cuándo dejó pagado.
— Se lo miraré.
Asintió, sacó del bolsillo la llave de la habitación y se la entregó al botones, que le abrió la puerta interior de cristal y lo condujo al vestíbulo.
En la recepción, el botones abrió un libro enorme y volvió las páginas.
— Aquí está. Eso fue ayer, o mejor dicho, con la hora que es, anteayer. Una semana, señor, así que le quedan seis noches más contando ésta.
En el ascensor le preguntó al botones dónde podía comprar un abrigo nuevo. Tenía casi la certeza de que North había comprado las camisas, las corbatas y los sombreros sin salir del hotel; tal vez North supiera conducir, pero por otra parte siempre le había pedido a él, le había ordenado que condujera.
— ¿Cómo dice usted? -preguntó.
— Le decía que hay un lugar aquí mismo, señor. Por cierto están haciendo rebajas porque estamos en temporada baja. En el subsuelo, señor. También hay una barbería y una sala de billares. Muchas cosas.
— Perdone -se disculpó-. Me temo que me quedé sumido en mis pensamientos.
— Es natural, señor, está usted trastornado. Se habrá salvado por los pelos.
— No lo sé -repuso, preguntándose si no estaría muerto.
Recordó que de pequeño había oído hablar del purgatorio; pero ni siquiera entonces había creído en él, aunque quizá se hubiera equivocado, como se había equivocado sobre tantas otras cosas, sobre una serie entera de malas elecciones que le había parecido que no tendrían fin…, hasta que Lara lo eligió. ¿Habría fuego en el purgatorio? No, el fuego era en el infierno.
Notó que el ascensor había arrancado demasiado deprisa, sacudiéndolo de aquí para allá. Pero en el momento de ponerse en marcha no lo había notado, no lo había notado hasta que el movimiento se había estabilizado, mostrándole todos los pisos, todos los pasillos del hotel, sus venas y sus nervios desnudados por aquella jaula de hierro forjado que en un piso descubría ante sus ojos nenúfares y pirámides, y en el siguiente, vaquitas doradas y gavillas de trigo.
Y en cada piso, venas vacías y nervios silenciosos. Aquello era lo que veía el escalpelo al cortar la carne, aquella vista seccionada que no podía vivir.
De pequeño había pasado por varias operaciones, y después nunca más; descubrió entonces que su visión de la cirugía seguía siendo la de un niño: te dormías de día y despertabas enfermo. Ésa había sido la realidad, aquel ascensor de cirujano que viajaba por su cuerpo para ver cómo estaba hecho; el hierro forjado lo miraba ceñudo con caras de bestias de la jungla, con los ojos desorbitados de un toro, con las alas de un buitre y el rostro barbudo de un hombre.
— Ultimo piso, señor. -El botones sacó la llave-. Lo acompañaré a su habitación.
— ¿Tan mal aspecto tengo?
— Estaré más tranquilo si lo acompaño, señor. -El botones avanzó rápidamente pasillo abajo, delante de él-. Ya estamos, señor. Suite Imperial. -Se oyó el ruido metálico de la cerradura y el botones abrió la puerta-. Usted y su amigo son los únicos de esta planta, pero si tienen algún problema o lo que fuera, llamen a recepción. Ya oiré el teléfono.
Asintió.
La habitación, antes fría, estaba ahora helada. Al sacar la billetera, intentó recordar si había bebido en compañía del taxista; seguro que sí, de lo contrario, no se habría dormido en el taxi. El billete más pequeño que tenía era de diez, pero le pareció que el botones se lo merecía después de todo lo que habían pasado juntos, después de estudiar el gran libro, de contemplar el mar, de efectuar la autopsia del lugar de trabajo del muchacho.
— Gracias, señor. -El botones tosió-. Verá, tenemos unos braseritos…
— Sí, me gustaría uno -dijo él-, si puede ser.
— Hay que tener la habitación ventilada, pero con esas puertaventanas, no habrá problema, señor. -El botones le lanzó una sonrisa torcida-. Le subiré uno.
— Gracias.
Se estaba desvistiendo cuando volvió el botones. El brasero era una cosa insignificante, con todo, era mejor que nada. Lo puso en su habitación y cuando apagó la luz, comprobó que sus laterales de cobre aparecían levemente iluminados, radiantes de calor y alegría.
A la mañana siguiente despertó con el cuerpo dolorido y vio que Lara no estaba. Se había quemado el dorso de la mano derecha y la manga del abrigo; la quemadura le dolía y sobre ella se le había formado una costra. La colonia y el jabón de afeitar que había comprado North seguían en el cuarto de baño, pero ninguna de esas dos cosas le parecieron adecuadas para limpiarse la quemadura.
En la tarjeta blanca de plástico que encajaba debajo del teléfono aparecía indicado el número de Primeros Auxilios. Marcó y le informaron que el doctor no había llegado aún, y que no solía llegar hasta más tarde o nunca en aquella época del año, y que lo llamaría (o tal vez no) si se presentaba. No recordaba el número de su habitación, pero dijo:
— Estoy en la Suite Imperial, en el último piso -y la incorpórea telefonista pareció comprender.
Cuando hubo colgado cayó en la cuenta de que había logrado llamar sin dificultad alguna, que no le había llegado la interferencia de voces gorjeantes ni de Klamm y que alguien -un alguien casi correcto- le había contestado.
Decidió volver a telefonear a su apartamento y acto seguido se puso a buscar otra ocupación, algo que le permitiera posponer el instante en el que tuviera que marcar su propio número. Había supuesto que el brasero se había apagado, pero entre la ceniza gris y mullida aún quedaban unas cuantas ascuas taciturnamente rojas. Añadió unos trozos de carbón de la lata de cobre que acompañaba al brasero, se lavó las manos en el cuarto de baño procurando que el agua no le tocase la quemadura.
Se le había estropeado el abrigo. Y sus mejores pantalones también; iba a tener que comprarse otros, aunque podía seguir tirando con los que llevaba puestos hasta que consiguiera otros. Se vistió con precaución, tratando de no rozarse la quemadura y con el pensamiento puesto más bien en el desayuno que en la llamada y en su apartamento, pues presentía que lo más sensato sería olvidarse de estas dos últimas cosas hasta que fuera el momento de telefonear, de telefonear y hablar con alguien que no era Lara, o con nadie en absoluto.
Sonó el teléfono.
Lo contestó. Era el médico, tendría que haberlo adivinado.
— Tengo entendido que se ha quemado la mano, señor.
— Sí -respondió -. No me parece grave, pero se me ha hecho una especie de costra.
Decidió no hablar de las quemaduras que se había descubierto en la cara al afeitarse. El médico ya las vería y se las curaría, o no.
— Yo también he tenido un pequeño accidente. Baje usted a verme. -La voz del médico le resultó vagamente conocida-. Le pondré una pomada y una venda para proteger la piel hasta que cicatrice. Estoy en el sótano…, aquí lo llaman el subsuelo.
El ascensor tardó en llegar. Llamó tres veces antes de recordar que no funcionaba sin ascensorista, que seguramente se habría molestado. El ascensorista de día era un adolescente malhumorado y granujiento.
— Al subsuelo -dijo.
Los pisos que iban pasando y que la noche anterior le habían parecido tan abandonados seguían igual de desiertos. Tuvo la sensación de que él mismo no era más que un fantasma que iba en un ascensor fantasmal de un hotel espectral, y que aquel edificio había caído hacía tiempo bajo el peso de las máquinas demoledoras para ser reemplazado por condominios de primera línea de mar, estructuras silenciosas y sombríamente blancas, frecuentadas por canallas, condominios envueltos en blancas y sinuosas sábanas de sal, que también habrían estado condenados al derribo de aparecer alguien interesado en los terrenos y dispuesto a pagar en dinero contante y sonante para que lo destruyeran.
El vestíbulo pasó fulgurante y vacío, a excepción de un joven delgado, con gafas que estaba en la recepción. Aterrizaron, como en helicóptero, en una caverna despojada de ventanas y flanqueada de tiendas todas cerradas y oscuras, y cada una de ellas (a juzgar por las apariencias) más que dispuesta a jurar que nunca abría, o que ni siquiera se había inaugurado.
— ¿Dónde está la consulta del médico? -preguntó. El adolescente le señaló dónde.
— ¿Podría decirme hasta qué hora sirven el desayuno en la cafetería?
— Hasta que cierran -le contestó el adolescente, y cerró de golpe la puerta de hierro forjado.
Llegó al final de la hilera de tiendas y giró una esquina. La caverna era allí más espaciosa y estaba adornada por balcones dispuestos en estantes. Del techo pendían polvorientas banderas como estalactitas; sólo logró reconocer dos o tres. ¿De qué país sería la del águila bicéfala? ¿Y la del grifo dando zarpazos en el aire?
— ¡Por aquí, señor!
Un gordo en mangas de camisa, apoyado en una muleta, se inclinaba sobre la endeble barandilla de un balcón para hacerle señas. Él le devolvió las señas y subió por un corto tramo de escalones de hierro que crujían y retumbaban mortecinamente bajo sus pies; se preguntó si en alguna parte habría un ascensor y si el médico (que al parecer no debía de haber subido la escalera) se habría visto obligado a subir por allí.
La puerta del médico, una puerta con un anticuado cristal granulado y marco de roble, era la única iluminada. Sobre el cristal, en letras sencillas de color negro, se leía: C. L. applewood, médico.
Dentro no había recepcionista ni enfermera. El médico estaba sentado delante de un escritorio, al fondo de una sala estrecha y larga; era un hombre de facciones amplias, mandíbula potente y cara lisa; tenía la frente alta, shakespeariana, que el cabello cano y la calvicie invasiva le dan a todos los hombres, y un doble mentón con el que exhibir una hábil profesionalidad al afeitarse y el toque de delicado talco blanco que delataba al actor.
— ¡Bien, bien! -Las sílabas salieron resonantes y estranguladas-. ¡Me alegra comprobar que lo ha logrado, señor! ¡Estupendo! Todos lo hemos logrado, entonces, a excepción del pobre Daniel. ¡Ha muerto, señor! Sí, muerto y bien muerto, y yo no pude salvarlo, señor, ni ningún otro médico después de Hipócrates. ¡Le dieron, señor! Han acabado con el pobre Dan para siempre. A mí también me dieron. Una bala del treinta y ocho, creo, me traspasó la parte carnosa del muslo. ¡Si hubieran rozado la arteria femoral, señor, no me tendría usted delante! Sería ciudadano de mejores esferas, y el pobre Daniel estaría a mi lado. Logré salir cojeando antes del incendio -por lo que veo, señor, usted no tuvo esa suerte-, gracias a que nuestro valiente Carlos mató al granuja que montaba guardia en la puerta del escenario.
El doctor soltó una risita ahogada, de sonido profundo y gutural, como el ruido satisfecho, a mitad de camino entre un cloqueo y un cacareo, que hacen los gallos grandes.
— Y ahora, si me disculpa por no levantarme, lo disculparé a usted por no estrecharme la mano. Déjeme ver.