12
Después de perforarle el abrigo a la altura de la cadera, el primer tiro mató al hombre moribundo del catre. North abrió fuego inmediatamente, con una pistola en cada mano. Del otro lado del escenario llegaron más policías, si eran policías. Una mancha de sangre apareció en la pernera del pijama amarillo del gordo y se fue agrandando rápidamente. El gordo miró hacia abajo con la boca abierta, se agarró la pierna con las manos gordas y cuidadas y fue cayendo despacio hasta que el estrépito de su corpachón sacudió el escenario.
— Por aquí -gritó North, y retrocediendo a toda carrera destrozó la pared de cemento como si se tratara de lona pintada.
Al agacharse para no ponerse en el campo de fuego de North se encontró cara a cara con un mago vestido inmaculadamente con ropa de gala. Con gracia experimentada, el mago abrió la puerta de un armarito rojo y dorado.
North se metió en el armarito. Él lo siguió y notó más que oyó el portazo. Cayeron en la oscuridad y bajaron deslizándose por algo demasiado empinado y resbaladizo como para sujetarse. Más tarde recordaría que había temido que a North se le disparara una de las pistolas al final del tobogán.
Pero eso no ocurrió, aunque sí oyó tiros y gritos que venían de arriba y ruido de carreras. Le llegó el sonido de un arañazo y vio un fulgor luminoso; North sostenía en la mano un encendedor de plata. Se acostaron sobre una pila de colchones, como en el cuento de la princesa que debía notar un solo guisante. Estaban rodeados de un montón de barriles, estantes y cajas sumidos en las sombras.
Con sus dientes fuertes, North rompió el celofán de un cigarro.
— ¿Sabes dónde estamos?
Él asintió. Había visto un farolillo de papel y reconocido el sitio.
— En el sótano de la tienda china.
North mordió el cigarro, le arrancó la punta y la escupió.
— Bastante cerca. Estamos en el sótano del teatro. El número de magia iba después que nosotros, por eso el tío estaba preparándolo todo detrás de nuestro escenario. En ese armarito hace desaparecer a comparsas colocados entre el público.
Sacudió la cabeza y bajó de los colchones sucios de polvo.
— Será mejor que nos escondamos durante un rato -le dijo North, y encendió el cigarro.
Puso un pie en la escalera y le dijo:
— Adelante, dispara. Te oirán y sabrán dónde estás. O si prefieres puedes empezar una pelea. Gritaré y me oirán.
Se sacó del bolsillo las cerillas de Sheng y encendió una, igual que había hecho Sheng en una ocasión anterior, que parecía abandonada y solitaria bajo un montón de hojas de calendario. Surgió un dragón de fuego rojo y amarillo que soltaba humo negro e iluminó aquel rincón del mugriento sótano. Le pareció que le guiñaba el ojo antes de desaparecer.
— ¡Maldición! -gritó North quitándose el cigarro de la boca y sacudiéndose las chispas-. ¿Cómo lo has hecho?
— Que te diviertas -le deseó, y le dijo adiós con la mano.
Subió la escalera y entró en la tienda de Sheng. Sheng y el doctor Pille estaban sentados en la trastienda, bebiendo té.
— Alegro de volver a verlo -le dijo Sheng-. Este hijo de hermana. Doctor. Buen hombre. ¿Gusta té? ¿Quiere comprar algo?
El doctor Pille le tendió la mano.
— Ya nos conocemos, más o menos. Aunque entonces estaba usted medio inconsciente. Después volví a verlo en el partido de múpsbol. Estuvo realmente impresionante.
— Y ahora me llevará de vuelta. O lo intentará. -Sacó la silla que quedaba y se sentó.
— En realidad no -repuso el doctor Pille. Y después de una pausa, añadió -: Es decir, a menos que usted quiera.
— Tal vez quiera -dijo frotándose las sienes con la punta de los dedos-. Esto es una locura.
Sheng se rió por lo bajo.
— Bromas para los dioses. Relájese, disfrute, ríase también. No haga mal. Mal no va con bromas. Cuando muere, bebe vino con los dioses y ríe más.
— De vez en cuando, las presiones de la vida nos agobian a todos -comentó el doctor Pille.
Se le ocurrió entonces que de un momento a otro, North podía subir por la escalera y matarlos a todos. Muy poco podía hacer él.
— Cuente -le pidió Sheng-. Sobrino muy sabio. Sheng tonto, pero tonto viejo ve mucho. Hasta tontos aprenden con años.
Al ver que no le contestaba, Sheng prosiguió con un tono sumamente persuasivo:
— Cuente a doctor Pille. Su doctor. Sheng escucha.-Está bien. Oiga…, ¿de veras soy alcohólico?
— Lo dudo. Pero si cree que puede llegar a serlo, será mejor que reduzca la bebida.
— Beba té -le sugirió Sheng, y le llenó la taza con el oscuro líquido humeante.
— Si no soy alcohólico, ¿por qué dijo que lo era cuando me ingresaron? Estaba en mi historia clínica.
— La mujer prefería que hubiera cargos -repuso el doctor Pille poniéndose serio -. Y mi tío me había pedido que cuidara de usted. Lo vio cuando sufrió la caída. Y faltar a la palabra empleada es algo muy serio, como sabrá usted bien. Si hubiera dicho que exceptuando la conmoción estaba usted cuerdo, lo habrían trasladado a otro hospital y de ahí a la cárcel. Diagnosticando que era alcohólico logré mantenerlo en el General Unido y que no le administrasen drogas psicoactivas.
— Está bien -asintió. Aquello le parecía demasiado como para asimilarlo de golpe -. Señor Sheng, estuve en un teatro. Me metí en el armario de un mago y me caí por lo que parecía ser una puerta trampilla sobre unos colchones viejos. Pero cuando el hombre que me acompañaba encendió su encendedor, nos encontramos en su sótano.
— Edificio pertenece a teatro. Sheng alquila tienda, buen inquilino, paga siempre. Teatro no necesita todo espacio de sótano, deja que Sheng guarde mercancía, dan a Sheng la llave.
El doctor Pille le hizo a Sheng un rápido comentario en chino y luego le preguntó:
— ¿Quién es el hombre que lo acompañaba?
— North.
— Es muy peligroso. ¿Es usted consciente de eso?
— Sí, ya lo sé.
— Si de verdad se encuentra en el sótano de mi tío, debo informar a las autoridades. Debería usted…
En ese momento, debajo de sus pies se produjo una explosión, seguida inmediatamente por otra. Un demonio, un ser extraño, una cosa de fuego que no tenía nada que ver con la vida terrena (pero que sin embargo parecía viva), subió la escalera rugiendo, chocó contra una pared y giró hacia la habitación en la que estaban tomando el té.
Y hubo una tercera explosión.
Se encontró en la calle, sentado y bebiendo té. No, café. Un policía con un apretado abrigo azul le sostenía el grueso tazón de blanca porcelana rajada. Un médico de blanca chaqueta se encontraba agachado en el otro extremo.
— ¿Lo ve? -le dijo el policía-. Ya vuelve en sí.
Había un edificio en llamas. Desde dos coches de bomberos le echaban agua.
— ¿Se encuentra bien el señor Sheng? -preguntó.
— ¿Estaba usted en la tienda china? -le preguntó el médico -.Bien, eso lo explica.
— Ya se lo han llevado al hospital -le comentó el policía-. Estaba bastante conmocionado.
— A usted también lo llevaremos en cuanto consigamos otra ambulancia -le informó el médico.
— No estoy herido -protestó él sacudiendo la cabeza-. Un poco mareado, es todo. ¿Qué ocurrió?
— En el teatro de al lado cundió el pánico -repuso el policía-. Unos federales trataron de pegar a unos actores y hubo un buen tiroteo. Algo inició un incendio, quizá una bala perdida provocara un cortocircuito en los cables de alto voltaje de los reflectores.
— Creímos que todo el mundo había abandonado el teatro antes de que el incendio pasara a mayores -dijo el médico-. Y luego los vimos a ustedes.
— ¿Se hospeda usted en el Grand, verdad? -le preguntó el policía-. Le encontramos la llave de la habitación en el bolsillo.
Asintió.
— También encontramos las llaves de su coche, pero esta noche no quiero que conduzca. Si no desea ir al hospital, le conseguiré un taxi para que lo lleve a su hotel, ¿entendido? Mañana puede pasar a buscar su coche.
— ¿Cree que podrá tenerse en pie? -le preguntó el médico.
Se lo probó poniéndose en pie. Le fallaban un poco las rodillas, pero podía caminar.
— Veo que se me estropeó el abrigo.
— Sí -le dijo el policía-. Tendrá que comprarse uno nuevo. Eso me recuerda una cosa, quiero que mientras Fred y yo estemos aquí, lo revise usted para que vea que no le hemos quitado nada.
Sintiéndose tonto sacó la billetera y contó cuidadosamente el dinero; mientras lo hacía, llegó otro coche de bomberos haciendo chillar los neumáticos; llevaba algo menos de mil dólares en billetes que parecían casi reales. El grueso fajo con el precio de diez céntimos marcado seguía en el bolsillo de su abrigo, igual que el mapa y la muñeca.
En una esquina lo bastante alejada del incendio como para que el tránsito fluyera sin obstáculos, el policía lo ayudó a subirse a un taxi y le ordenó al taxista:
— Llévelo al Grand, ¿entendido? A ninguna otra parte. Está registrado allí, no se preocupe, que podrá pagarle. Si en el camino llegara a desmayarse, avise en el hotel cuando llegue.
— De acuerdo -dijo el taxista-. De acuerdo.
Cuando se cerró la puerta del taxi, añadió:
— ¿Sabe una cosa? Detesto estas carreras. Casi nunca se consigue una propina decente.
Él no hizo ningún comentario. Miraba fijamente el incendio a través de la ventanilla y pensaba en el doctor Pille y en North. Se había olvidado de preguntar si el doctor Pille se encontraba bien. Le había dado miedo de preguntar por North, aunque probablemente habría estado en el sótano cuando se quemaron los fuegos artificiales; seguramente estaría muerto. No sintió ninguna pena, sólo culpa por no sentir pena alguna. Al cabo de un rato se le ocurrió pensar que North había estado cortejando a la muerte, que había querido morir y que en su empeño por morir había elevado cada encuentro al nivel de una lucha de vida o muerte.
— A esta hora, en el Grand no habrá nadie que quiera ir al centro. De todas maneras, el Grand está medio vacío. Tendré que volver al centro sin pasaje.
Le comentó que quizá hubiera alguien que quisiera ir al aeropuerto.
— ¿Está usted de guasa? Cuando anochece no hay vuelos. Guardó el billete de cien que estaba palpando y le preguntó al taxista qué distancia había desde el Grand al aeropuerto.
— Unos treinta o cuarenta kilómetros. Pero tengo que llevarlo al Grand. Ese hijo de perra tiene su nombre y mi matrícula.
— Me preguntaba si sería posible pasar por delante del aeropuerto. Me gustaría verlo.
— Le quedaría muy a trasmano -le advirtió el taxista.
— Está bien.
Recordaba haber llevado a North en coche hasta el Grand, pero no habían ido por ese camino. O al menos, no reconocía nada de lo que veía, aunque había tantas cosas cubiertas de nieve que resultaba difícil estar seguro. El taxi se metió por una calle estrecha flanqueada de desolados edificios con ventanas iluminadas. Un borracho dormía en un portal (o tal vez sería un hombre muerto). Se preguntó si el muerto estaría muerto en los dos mundos. ¿Acaso Nixon habría sentido una punzada o se habría estremecido al morir North? Tal vez. Porque Nixon había sido leal, o al menos eso tenía entendido él. La lealtad había sido la gran virtud de aquel presidente, la cosa que había convertido a Nixon en semejante amenaza.
— Justamente las mejores cosas de un hombre son lo que lo convierten en una peligro para los demás -dijo.
— ¡Así se habla! Cuanto más hombre es un hombre… -El taxista chasqueó los dedos produciendo un sonido tan fuerte como un pistoletazo.
— Si quiere parar en un bar, lo invito a una copa.-No puedo beber mientras estoy trabajando, amigo. Después de aquello, el taxista se quedó callado, y él también.
Mirando por la ventanilla del taxi intentó encontrar un hilo conductor entre las cosas que le habían ocurrido, pero una y otra vez sus pensamientos se extraviaban entre los edificios borrosos, en el misterio y la magia de la ciudad. Recordaba otra ciudad, el apartamento de su madre y la forma en que ella lo acompañaba cada día a la escuela cuando cursaba el primer grado. Su madre le había dicho que en la ciudad había hombres malos que si podían raptaban a los niños. Quizá lo habían hecho.
Los edificios pasaban raudos para detenerse luego como soldados nazis, haciendo chocar los tacones ante los semáforos en rojo. No había allí autopistas, ni pasos elevados, sólo calles estrechas y sinuosas con unos pocos habitantes de aspecto siniestro, y largos bulevares rectos con sus explanadas sepultadas bajo la nieve. No recordaba exactamente si Eisenhower había mandado construir las autopistas, a pesar de haber nacido durante su mandato. Eisenhower había traído a Nixon, y Nixon había traído a North. Su mente se llenó de espeluznantes imágenes en las que veía a North atrapado en el sótano incendiado, disparándole a las llamas.
Dos bulevares confluían en ángulo agudo y reconoció un árbol de hoja perenne que había junto a una farola, roto bajo el peso de la nieve. Había pasado por ese bulevar, hacia arriba o hacia abajo. «Hacia abajo», masculló para sus adentros. Tuvo la impresión de que cuando había visto el árbol roto iba en dirección contraria y miraba por la ventanilla opuesta, la ventanilla del coche encorvado que la enfermera le había dado a North. ¿Para qué?
Sacó las llaves y la pata de conejo y se las quedó mirando. La pata de conejo no le había traído suerte al coche ni al conejo. ¿Podía el coche haber sido un Volkswagen Rabbit? No, era un Visón, porque un conejo habría podido escapar de aquel callejón, huir de las llamas, pasando por encima de los cubos de basura y las botellas vacías y rotas, botellas vacías de vino barato en las que no había Cristo, vino hecho con uvas maduradas bajo el sol californiano para ser meado en un rincón.
¿Tendrían allí una California? Seguro que ahí fue donde había estado Marcella, donde estaba Emma, la que preparaba el baño de Lara. Emma estaba al alcance de su mano y aunque él no podía verla, sabía que era un soldado nazi, un travestido de las S.S. Quiso decir '«Entonces, coronel Hogan», pero no logró articular palabra. Había un cajón abierto, y en él estaba la carta sin abrir, la carta cerrada con lacre rojo. Temía a la mujer, al hombre que había detrás de él.
«Vaya -pensó -, vuelvo a estar otra vez en ese sueño; tal vez cuando despierte, estaré en la cama, junto a Lara.»
Sobre el escritorio había un solo libro fijado con un clavo para que no pudieran robarlo. En letras alemanas de oro deslustrado impreso sobre el tafilete negro de las tapas del libro se veía el título: Das Schloss.