19
La camarera trajo la ensalada de Fanny y sus escones junto con el té y el café, mientras la muchacha estaba en la caja. Cuando volvió, le preguntó:
— ¿No tiene hambre?
— Estoy muerto de hambre -le contestó-, pero antes quiero ver lo que trae.
— Dos billetes de diez dólares perfectamente normales. -Se los enseñó-. Está usted loco, eso es lo que creo.
Meneó la cabeza y pinchó fettuccine con su tenedor.
— Y le he preguntado si tenía hambre.
— Quiero pensar -le contestó-, y lo hago mejor cuando como. -Después de otro bocado, le preguntó-: ¿Quiere probarlos? Están muy buenos.
— Por darle el gusto. -Se sirvió una vez y luego dos más-. Esos billetes que me enseñó no se los dio él, ¿verdad?
Asintió con la boca llena.
— Entonces me está diciendo que ese hombre lo sabe, que nos está manipulando.
Tragó lo que tenía en la boca y le contestó:
— Lo dudo. Me habló de una pelea, la de Joe.
— ¿Quién es Joe?
— Un boxeador. Lo conocí en cierta ocasión. Todo el mundo dice que es un tipo majo, y lo parecía cuando hablé con él. ¿Recuerda lo que Mamá Capini dijo de la gente que trajo Lara?
— ¿El hombre corpulento y la rubia? -inquirió Fanny al tiempo que asentía con la cabeza-. Claro que me acuerdo.
— Joe era el hombre corpulento. Laura Nomos es la abogada de Eddie Walsh. Eddie es el representante de Joe. Toda esta gente pertenece a su mundo, pero Mamá Capini, no. -Bebió un sorbo de agua y volvió a sus fetluccine-. Joe pagó la cena, ¿lo recuerda? De haber sido Lara, Laura Nomos, lo habría entendido, y quizá Joe utilizara una tarjeta de crédito o extendiera un cheque. Pero dudo que sea su estilo. Una vez me invitó a café de máquina y él se compró una bebida sin alcohol, y para pagar sacó el dinero de uno de esos monederos que usan los avaros en la televisión. Apuesto a que lo tenía desde que era niño. Creo que Joe habría pagado al contado.
— ¿Y no se fijó en el cambio hasta más tarde?
— No, ahí está la cuestión. Joe se habría fijado en el cambio. Y lo habría contado. Probablemente Jennifer, su esposa, la mujer del vestido rojo, es la que se encarga de los billetes, pero él no habría querido que ella pagara la cena en un restaurante. Se habría sentido incómodo. De modo que el cambio que le dieron estaba bien y en el dinero correcto.
— Entonces tienen que saberlo, los del restaurante tienen que saberlo. Es lo que acabo de decirle.
Sacudió la cabeza y repuso:
— Si el de la caja lo hubiera sabido, no me habría hablado de Joe. Al principio uno no entiende lo que pasa. Créame, se lo digo por experiencia. Lo que le pasó a él y a todo este lugar es que, de algún modo, pasaron al otro mundo. Traspusieron una puerta…,pero eso es imposible. Un edificio entero no podría pasar por una puerta, ¿verdad?
Fanny se echó a reír.
— No sé de lo que me está hablando. ¿Qué es eso de las puertas?
— Lara me lo contó, en una nota. Cuando uno ha estado junto con alguien del otro mundo, ve puertas. Cualquier cosa cerrada por los cuatro costados puede ser una puerta. Tiene un aspecto significativo; ésa fue la palabra que ella utilizó. Si uno la traspone, se pasa al otro mundo. Y si uno da la vuelta para regresar, no se regresa. Deja de ser una puerta. Y lo que hay que hacer es retroceder de espaldas.
Él chasqueó los dedos y Fanny dijo:
— ¿Qué le pasa?
— ¿Por qué las puertas son iguales por ambos lados?
— ¿Lo son? Ni idea.
— Lo son. Eso es lo que las convierte en puertas. Cierre los ojos. Vamos, es una prueba.
La chica cerró los ojos.
— Ahora bien, ha comido aquí antes y usted me ha traído. ¿Cómo es el nombre completo, el nombre oficial de este restaurante?
La muchacha reflexionó un instante y luego contestó:
— Afuera hay un cartel con letras de bronce. Traítoria Capini.
— Está bien -dijo con un suspiro -, abra los ojos. -Le entregó una caja de cerillas que había sobre la mesa.
Fanny le echó un vistazo.
— «Casa Capini, Comidas Italianas». Está bien, no es exactamente lo mismo.
Depositó el tenedor sobre el plato y le explicó:
— Este restaurante, yo lo llamo el restaurante de Mamá, se encuentra en mi mundo. Es un lugar donde hace años que voy a comer. El otro, la Trattoria, está en su mundo. Puede que el hecho de que la familia se apellide igual en los dos mundos sea una coincidencia. De todos modos, la puerta de la Trattoria es una Puerta. La gente de su mundo que ha tenido contacto con la del mío puede entrar en mi mundo con sólo trasponer una puerta, como lo hizo usted al entrar aquí conmigo, o como hicieron Joe y su mujer…, se llama Jennifer, creo…, cuando entraron aquí con Lara. Pero al cabo de un rato, las cosas se aclaran. La gente se siente atraída por su propio mundo, razón por la que yo he vuelto al mío ahora, o al menos eso creo. El dinero no es más que papel. Si es de uno de los mundos, atrae a los de ese mismo mundo. Las cosas mismas se encargan de aclararlo todo.
— Está dándome a entender que un trozo de papel tiene cerebro. No me lo creo.
— No, no le doy a entender eso. Le contaré algo que nos enseñaron en la escuela. Afinaban dos cuerdas a la misma frecuencia. ¿Me sigue? Pero no del modo en que se afinaría un piano, sino para que esas cuerdas dieran exactamente la misma nota. Entonces, cuando alguien tañía una cuerda, la otra empezaba a vibrar. No porque tuviera un cerebro, sino que sencillamente vibraba.
— Entonces los dos mundos no son más que frecuencias y no hay nada sólido.
— Yo no iría tan lejos.
— Pero yo sí. ¿No es así como funciona la televisión? Se sintoniza un determinado canal y se reciben dos señales, una para el vídeo y otra para el audio. La estación siempre manipula un poco la frecuencia, y eso es lo que cambia la imagen y el sonido que sale por los altavoces. Cuando se cambia mucho la frecuencia en un determinado televisor, recibe un canal nuevo y el programa que estaba uno mirando, desaparece. Hay un nuevo programa, con gente distinta.
Él meneó la cabeza.
— Pues creo que tengo razón. — Fanny le hizo señas a la camarera-. Por favor, ¿me puede traer más agua caliente para el té?
Quería decirle que aunque el mundo de ella no fuera más que la nota de la cuerda de un piano, el de él era real; pero se acordó de las monedas, de las caras falsas y los bordes de bronce, y tuvo la impresión de que su propio mundo no era más real que el de la muchacha, o tal vez menos.
— Y ahora escúcheme -le ordenó Fanny señalándolo con el dedo-. Suponga que llevara toda la vida viendo televisión. Suponga que fuera lo único que conociera, que hubiera programas como Amanecer, Puesta de Sol, Trabajo y Compras; y que usted estuviera acostumbrado a ellos y que nunca se hubiera planteado pensar en otra cosa. -Hizo una pausa y luego añadió -: ¿Cómo se llama esa pequeña pantalla que llevamos detrás del ojo?
Volvió a menear la cabeza y repuso:
— No lo sé.
— Retina, eso es. Bueno, suponga que alguien le cambiara el programa.
— ¿Acaso me está poniendo a prueba?
— No -respondió Fanny con una sonrisa-, sólo trato de conversar. Me dice que si salimos por la puerta andando de espaldas, estaremos en mi mundo. Y quiere ir allí conmigo, para poder encontrar a su Lara, que en realidad es Laura Nomos. Y lo que creo que va a pasar es que saldremos por esa puerta y volveremos a estar en la acera, y entonces me dirá «¡Ha funcionado!»; seré tonta, pero no tanto.
— Hablo en serio.
— Yo también. Creo que sé por qué funcionan sus puertas. Su-
ponga que dos canales muestren la misma cosa, pero en formas opuestas. Supongamos que esa cosa sea una puerta, o un portal, y que el primer canal muestre un lado, mientras que el otro canal muestra el otro. ¿Acaso sus frecuencias no deberían acercarse? Si hubiera muchos canales, algunos se acercarían tanto que se tocarían. En ese caso, con sólo mover un poco el mando, se podría pasar de un canal al siguiente, ¿no es así? Pero si quisiera volver al anterior, tendría que mover el mando hacia atrás. No podría seguir girándolo en la misma dirección que la primera vez para volver. Eso mismo vamos a hacer si salimos de espaldas por esa puerta, sería como girar el mando hacia atrás. Pero yo me sentiría terriblemente tonta.
— Lo va a hacer, ¿no es así? -le preguntó.
— No creí que yo le importara -dijo Fanny encogiéndose de hombros-. Creí que sólo le importaba Lara.
— ¿Tengo que elegir? ¿Ahora mismo?-Sí -le contestó ella volviendo a sonreír.-Entonces elijo a Lara.
— Lo cual significa que tendrá que dejar que me pague la comida.
— Salga de espaldas -le dijo-. Hablo en serio. Quizá no funcione; en su nota, Lara decía que había que hacerlo en seguida, y está claro que no lo hemos hecho. Al menos no estaremos peor que antes. Se sentiría usted tan perdida en mi mundo como yo lo estuve en el suyo.
— Eso es un mito -dijo Fanny-. ¿No?
— ¿Qué cosa?
— El viajero perdido que se encuentra a alguien o encuentra una ciudad que nunca nadie vuelve a encontrar. No estoy muy segura de que me importara ser uno, aunque en el Departamento pensaran que me había pasado al enemigo.
— Esos programas suelen tener un final triste -le dijo.
Había visto Bñgadoon en el HBO, un canal de televisión por cable, e intentó recordar cómo había terminado para contárselo a Fanny. Pero en su recuerdo no guardaba más que el nombre y el revuelo de faldas tableadas y el sonido agudo de las gaitas.
«No es exactamente así», pensó.
Fanny se puso en pie, quitó su abrigo del respaldo de la silla y le dijo:
— Andando. Aquí vamos a la nada.
— ¿Ahora mismo? Tenemos que pedir la cuenta.
— Aquí está. -Se la enseñó-. La camarera la trajo junto con el agua para mi té.
Se la quitó (con demasiada facilidad, le pareció) y la ayudó a ponerse el abrigo. Descubrió que no creía de veras que salir por la puerta de espaldas funcionara. Estaba en casa, una vez más en su propio mundo después de…, ¿de qué? ¿De una aventura de sábado por la mañana? ¿De una especie de enfermedad mental? Las cosas se aclaran solas. Él mismo lo había dicho.
Su abrigo colgaba de una percha, junto a la mesa. Evidentemente, seguía siendo el de lana gruesa que se había comprado en el hotel. Demasiado gruesa, quizá, para el tiempo que hacía allí. Pero el fajo de billetes de cincuenta que había comprado por diez céntimos en la tienda del señor Sheng ahora era dinero de verdad, y la cantidad importante que aún le sobraba de los mil que había encontrado debajo del florero, en su habitación del hospital, no lo era.
Con un segundo billete del fajo le pagó al nuevo cajero, otro de los hijos de Mamá Capini, un poco mayor y más corpulento que el que había visto en el lavabo de caballeros. A manera de prueba, le preguntó:
— ¿Qué opina de la pelea?
— ¿Qué pelea?
— La de Joe. Tenía entendido que Joe es cliente del restaurante.
El cajero rió entre dientes y les hizo la cuenta.
— Ha estado hablando con Guido. Ese Guido está chalado.
Iba a volver a la mesa pero Fanny le susurró:
— Ya he dejado propina.
— Hacia atrás -le dijo -. Recuerde que debemos caminar hacia atrás.
Se colocó de espaldas y con torpeza retrocedió un paso en dirección de la puerta.
— No -susurró Fanny-. No lo haré.
Lo cogió del brazo y lo obligó a girar.
— Verá usted lo que… -comenzó a decir, desesperado.
— No, no veré nada. La broma ya ha llegado demasiado lejos. -Le tiró de la manga.
Lara estaba de pie, al otro lado de la calle; los copos de nieve volaban delante de su cara mientras observaba el restaurante. Se dirigió hacia ella y al hacerlo, a sus espaldas oyó que Mamá Capini le gritaba:
— Arrivederci!
Por el rabillo del ojo vio que Fanny se volvía para mirar, saludaba con la mano y sonreía al tiempo que trasponía la puerta.
Y se encontró solo, en la calle. Los copos de nieve brillaban al sol, aventados desde los tejados por un viento primaveral. Lara ya se alejaba; mientras él la seguía con la mirada, la vio desaparecer por la puerta giratoria de una peletería.
Cruzó la calle temerariamente entre los coches.
Sonaron unos cuantos frenazos. Un camión blanco, parecido a un enorme refrigerador sobre ruedas, viró de lado hasta golpearle casi el hombro. Triunfante, saltó a la acera y con los brazos extendidos empujó la puerta giratoria.
Las rebajas estaban en su apogeo; la peletería era un hervidero de mujeres, muchas de ellas acompañadas de sus respectivos maridos, que mostraban grados diversos de impaciencia. Corrió entre la multitud al tiempo que trataba de precisar si Lara llevaba sombrero, si llevaba su hermoso pelo suelto o recogido sobre la cabeza para formar el moño que recordaba haber entrevisto cuando Fanny se desvaneció de su lado como una foto barata.
Abriéndose paso a empujones, recorrió la tienda dos veces. Había mujeres por todas partes, con y sin sombrero; ninguna de ellas era Lara.
Desesperado, agarró del brazo a una dependienta rescatándola de una cliente con cara de enojada y cabello azul que estaba menospreciando dos abrigos a la vez. Le describió a Lara lo mejor que pudo.
La dependienta meneó la cabeza y le preguntó:
— ¿Ha buscado usted arriba?
Se la quedó mirando.
— En el salón. -La dependienta bajó la voz y le informó-: Arriba se venden las prendas más caras y la clientela tiene más clase.
Llegó a la segunda planta por un ascensor lento, que resollaba como un viejo asmático. El salón tenía alfombras blancas y las luces parecían desprender un reflejo azulado. Dio con un dependiente al que volvió a describirle a Lara y le dijo que le urgía hablar con ella.
— ¿Por casualidad no recordará el nombre de la joven? -le preguntó el dependiente con frialdad.
— Lara Morgan -le contestó -. A veces utiliza el nombre de Laura Nomos.
Al dependiente no se le movió ni un pelo.
— Acompáñeme, por favor. Voy a mirar las entradas anotadas hoy en el libro y le diré si ha estado aquí.
Fueron a la trastienda, donde encontraron un libro mayor abierto sobre un escritorio. El empleado examinó sus páginas.
— Efectivamente, señor. La señora Morgan estuvo aquí hoy, a las onche y media. — El empleado echó una vistazo a su reloj -. Son ahora las once y cuarenta, por lo que imagino que ya se habrá marchado de la tienda. La señora Morgan nos dejó su abrigo para que se lo limpiáramos y se lo guardásemos, como tiene por costumbre, según creo.
Sintiendo florecer en su interior una leve esperanza, preguntó:
— ¿Entonces significa que volverá a buscarlo en otoño?
— O enviará a alguien a recogerlo, señor, si es que quiere sacarlo de la cámara frigorífica. -El dependiente pasó unas cuantas hojas-. Aquí lo tengo, señor. Lo recogió el otoño pasado, pero entonces el abrigo llevaba veintiséis meses aquí, señor.