20
La siguiente vez que Boq vio a Elphaba y a Galinda, todos los pensamientos de romance se desvanecieron. Fue en el pequeño parque triangular, delante del pórtico de Crage Hall. Él casualmente pasaba por ahí, una vez más, llevando en esa ocasión a rastras a Avaric. Las puertas se abrieron y Ama Vimp salió en tromba, con la cara pálida y la nariz moqueando, seguida de un agitado enjambre de chicas. Entre ellas estaban Elphaba, Galinda, Shenshen, Pfannee y Milla. Libres de la prisión de los muros, las chicas se reunieron en apretados círculos para comentar lo sucedido, o se quedaron conmocionadas detrás de los árboles, o se abrazaron, gimiendo y enjugándose mutuamente las lágrimas.
Boq y Avaric fueron rápidamente al encuentro de sus amigas. Elphaba tenía los hombros levantados como el lomo de un gato y su cara era la única seca. Se mantenía a cierta distancia de Galinda y las demás. Boq hubiese querido rodear a Galinda con sus brazos, pero ella sólo lo miró una vez, antes de hundir la cara en el cuello de piel de teco de Milla.
—¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido? —dijo Avaric—. ¿Señorita Shenshen? ¿Señorita Pfannee?
—Es demasiado espantoso —exclamaron ellas llorando, mientras Galinda asentía con la cabeza y ensuciaba moqueando la blusa de Milla, sobre la costura del hombro—. Ha venido la policía, y también un médico, pero parece ser que…
—¿Qué? —dijo Boq y después se volvió hacia Elphaba—. Elphie, ¿qué sucede? ¿Qué pasa?
—Lo han descubierto —respondió ella. Tenía los ojos vidriosos como la porcelana antigua de Shiz—. De algún modo, los bastardos lo han descubierto.
El portal volvió a abrirse con un crujido y pétalos de tempranas flores otoñales de enredadera, moradas y azules, se desprendieron bailando de los muros del colegio. Se quedaron flotando como mariposas y cayeron lentamente, mientras tres policías con sus gorras y un médico con birrete negro salían por la puerta, cargando una camilla. Una manta roja cubría al paciente, pero el viento que agitaba los pétalos atrapó una esquina de la manta y la levantó en un pliegue triangular. Las chicas lanzaron un chillido y Ama Vimp corrió para volver a bajar la manta, pero a la luz del sol todas habían mirado y habían visto los hombros retorcidos y la cabeza echada hacia atrás del doctor Dillamond. En su garganta, aún quedaban coaguladas cuerdas de sangre negra, marcando el sitio donde el doctor había sido degollado con tanta pericia como si hubiese estado en un matadero.
Boq se sentó, asqueado y alarmado, con la esperanza de no haber visto la muerte, sino tan sólo una herida espantosa pero susceptible de curación. Sin embargo, ni los agentes ni el médico tenían prisa, pues ya no había motivo para apresurarse. Boq se recostó contra el muro, y Avaric, que nunca había visto a la Cabra, cogió fuertemente con una mano las dos manos de Boq, mientras se cubría el rostro con la otra.
Al poco, Galinda y Elphaba se dejaron caer junto a él y hubo algo de llanto, un llanto prolongado, antes de que pudieran articular alguna palabra. Finalmente, Galinda contó lo sucedido.
—Anoche nos fuimos a dormir… y entonces Ama Clutch va y se levanta para cerrar las cortinas, como hace siempre. Entonces mira para abajo y dice, casi como hablando para sus adentros: «Ah, las luces vuelven a estar encendidas. Ya está trabajando otra vez el doctor Cabra.» Después mira un poco más, en dirección al jardín, y dice: «¡Mira qué gracia!» Yo no le presto atención, pero Elphaba pregunta: «¿Qué es lo que tiene gracia, Ama Clutch?» Y Ama Clutch simplemente cierra bien la cortina y dice con una voz un poco rara: «Oh, no es nada, bonitas, pero voy a bajar para asegurarme de que todo esté en orden. Vosotras quedaos en la cama.» Nos da las buenas noches y se marcha, y no sé si baja o qué, pero las dos nos quedamos dormidas y por la mañana no aparece para traernos el té. ¡Siempre nos trae el té! ¡Siempre nos lo trae!
Galinda se echó a llorar. Se derrumbó y volvió a incorporarse sobre las rodillas, mientras intentaba desgarrarse el vestido negro con hombreras y colgantes blancos. Elphaba, con los ojos secos como las piedras del desierto, prosiguió el relato:
—Esperamos hasta después del desayuno —explicó—. Luego fuimos a ver a la señora Morrible y le dijimos que no sabíamos dónde estaba Ama Clutch. Y la señora Morrible nos dijo que Ama Clutch había sufrido una recaída durante la noche y se estaba recuperando en la enfermería. Al principio no nos dejó entrar, pero al ver que el doctor Dillamond no se presentaba para impartirnos nuestra primera clase del semestre, nos acercamos a la enfermería y entramos sin permiso. Ama Clutch estaba en una cama de hospital. Tenía una expresión rara; parecía el primer crepé de la sartén, el que siempre sale mal. La llamamos: «¡Ama Clutch, Ama Clutch! ¿Qué te ha pasado?» Ella no dijo nada, pero tenía los ojos abiertos. Parecía que no nos oía. Pensamos que quizá estaría dormida o conmocionada, pero su respiración era regular y tenía buen color, aunque tenía la cara rara. Después, cuando ya nos íbamos, se volvió y miró la mesilla de noche.
»Junto a un frasco de medicina y una taza de agua con limón, había un clavo largo y oxidado, en una bandeja de plata. Tendió una mano temblorosa hacia el clavo, lo cogió y lo sostuvo en la palma de la mano, tiernamente, mientras le hablaba. Le dijo algo así como: «Oh, tranquilo, ya sé que no era tu intención pincharme el pie el año pasado. Sólo querías llamar mi atención. Así se explica el mal comportamiento, que es sólo una forma de pedir un poco más de afecto. Pero tú no te preocupes, Clavo, porque yo voy a darte todo el cariño que necesitas. Y cuando haya dormido una siestecita, podrás contarme cómo llegaste a sostener el andén de la estación de Frottica, porque me parece un progreso enorme desde tus primeros años como simple clavo de sujeción para un cartel de Cerrado hasta la próxima temporada, en aquel destartalado hotel de que me hablaste.»
Pero Boq no pudo escuchar toda esa cháchara. No pudo prestar atención a la historia de un Clavo con vida, mientras resonaban las plegarias por una Cabra muerta, entonadas por los histéricos miembros del claustro. Boq tampoco pudo escuchar las oraciones por el descanso del espíritu del Animal. No pudo contemplar la partida del cadáver, cuando se lo llevaron traqueteando por el camino. Porque le había quedado claro, con sólo echar un vistazo a la cara inmóvil de la Cabra, que aquello que había conferido al doctor su animado carácter, fuera lo que fuese, ya había desaparecido.