GALINDA

9

—Wittica, Settica, Wiccasand Turning, Red Sand, Dixxi House, correspondencia en Dixxi House para Shiz; permanezcan en este vagón para todos los destinos del Este: Tenniken, Brox Hall y todas las paradas hasta Traum! —El revisor hizo una pausa para recuperar el aliento—. ¡Próxima parada, Wittica! ¡Wittica, próxima parada!

Galinda apretaba contra su pecho la maleta con su ropa. El viejo macho cabrío repantigado en el asiento opuesto no pareció enterarse de la parada de Wittica. Galinda se alegró de que los trenes adormilaran a los pasajeros; no hubiese querido pasar todo el rato rehuyendo su mirada. En el último minuto, cuando estaba a punto de abordar el tren, su acompañante, Ama Clutch, se había pinchado un pie con un clavo oxidado y, aterrorizada por el síndrome de la cara congelada, le había pedido su venia para acercarse al gabinete médico más cercano, en busca de medicinas y sortilegios calmantes.

—Estoy segura de que puedo ir sola a Shiz —le había respondido Galinda con frialdad—. No te preocupes por mí, Ama Clutch.

Y Ama Clutch le había tomado la palabra. Galinda esperaba que a Ama Clutch se le congelara un poco la mandíbula, antes de recuperarse lo suficiente como para presentarse en Shiz y ejercer su labor de acompañante durante todo lo que le aguardaba, fuera lo que fuese.

Había adoptado una expresión que —según creía ella— traslucía mundano aburrimiento por los viajes en tren. En realidad, nunca había estado a más de un día de distancia en coche de caballos de su casa familiar, en el pequeño pueblo de Frottica, conocido por su mercado. A raíz de la construcción de la vía férrea diez años antes, las viejas granjas lecheras se estaban parcelando para que los mercaderes y los industriales de Shiz pudieran construirse casas de campo. Pero la familia de Galinda aún prefería el Gillikin rural, con sus cacerías de zorros, sus húmedos valles y sus apartados y antiguos templos paganos consagrados a Lurlina. Para ellos, Shiz era una distante amenaza urbana, y ni siquiera la comodidad del transporte ferroviario los había tentado lo suficiente como para arriesgarse a sus complicaciones, sus rarezas y sus costumbres perniciosas.

A través de la ventana, Galinda no veía el verde paisaje, sino su propio reflejo en el cristal. Tenía la miopía de la juventud. Pensaba que, siendo hermosa, tenía que ser importante, aunque aún no sabía con certeza en qué sentido sería importante ni para quién. El vaivén de su cabeza hacía que sus rizos cremosos se balancearan y reflejaran la luz como temblorosas pilas de monedas. Sus labios eran perfectos, jugosos como una flor maya a punto de abrirse y de un rojo igual de brillante. Su traje verde de viaje con apliques de músete ocre sugería riqueza, mientras que el chal negro descuidadamente echado sobre los hombros era una alusión a sus inclinaciones académicas. Después de todo, si se dirigía a Shiz, era por su inteligencia.

Pero había más de una manera de ser inteligente.

Tenía diecisiete años. Todo el pueblo de Frottica había salido a despedirla. ¡Era la primera chica de los montes Pertha admitida para estudiar en Shiz! Había redactado un buen texto para el examen de ingreso, una meditación sobre los valores éticos que es posible aprender del mundo natural: «¿Lamentan las flores que las arranquen para componer un ramo? ¿Practica la lluvia la abstinencia? ¿Pueden los animales decidir si son buenos? Filosofía moral de la primavera.» Había incluido largas citas de la Oziada, y su prosa exaltada había cautivado al tribunal de examinadores. El resultado había sido una beca de tres años para Crage Hall. No era uno de los mejores colegios (ésos seguían cerrados a las mujeres), pero pertenecía a la Universidad de Shiz.

Su compañero de compartimento, saliendo de su sopor con la llegada del revisor, estiró las patas y bostezó.

—¿Sería tan amable de buscar mi billete? Está arriba, en la rejilla del equipaje —dijo.

Galinda se puso de pie y lo buscó, consciente de que el barbudo animal no quitaba la vista de su bien torneada figura.

—Aquí tiene —le dijo.

—A mí no, guapa —replicó el animal—. Al revisor. Sin pulgares en las patas, no puedo ni soñar con manipular un trocito tan pequeño de cartón.

El revisor perforó el billete y dijo:

—Eres una de las pocas Bestias que pueden permitirse viajar en primera clase.

—Oh —dijo la cabra—, me opongo al uso del término Bestia. Pero tengo entendido que las leyes aún me permiten viajar en primera clase, ¿o me equivoco?

—El dinero es dinero, venga de donde venga —dijo el revisor, sin mala intención, mientras perforaba el billete de Galinda y se lo devolvía.

—No, el dinero no es dinero —repuso el macho cabrío—. No lo es, cuando mi billete cuesta el doble que el de esta señorita. En este caso, el dinero es un salvoconducto. Y afortunadamente, yo lo tengo.

—¿Se dirige a Shiz? —le preguntó el revisor a Galinda, sin prestar atención al comentario de la cabra—. Lo he adivinado por el chal de universitaria.

—Sí, más o menos —dijo Galinda.

No le gustaba hablar con los revisores. Pero cuando el hombre se alejó por el pasillo, Galinda reparó en que aún le gustaban menos las miradas hoscas que le estaba echando el macho cabrío.

—¿Espera aprender algo en Shiz? —preguntó la cabra.

—Ya he aprendido a no hablar con extraños.

—Entonces me presentaré y ya no seremos extraños. Me llamo Dillamond.

—No me interesa conocerlo.

—Soy miembro de la junta de gobierno de la Universidad de Shiz, de la Facultad de Artes Biológicas.

Vistes penosamente, incluso para ser una cabra —pensó Galinda—. El dinero no lo es todo.

—Entonces tendré que vencer mi natural timidez. Yo soy Galinda. Pertenezco al clan de los Arduennas por parte de madre.

—Permítame que sea el primero en darle la bienvenida a Shiz, Glinda. ¿Es su primer año?

—No, por favor, no es Glinda, sino Galinda. La correcta pronunciación tradicional gillikinesa, si no le importa.

No consiguió llamarlo «señor». No podría haberlo hecho, con esa horrenda barba de chivo y ese chaleco raído, que parecía cortado de la alfombra de una taberna.

—Me pregunto qué pensará usted de las interdicciones propuestas para los viajes.

La mirada de la cabra, cálida y meliflua, infundía miedo. Galinda no había oído hablar de ninguna interdicción, y así lo dijo. Entonces Dillamond —¿tendría el título de doctor?— le explicó en tono familiar que el Mago tenía previsto regular los viajes de los Animales en el transporte público y restringirlos a determinados medios que les estarían especialmente reservados. Galinda replicó que los animales siempre habían viajado aparte.

—No; me refiero a los Animales —repuso Dillamond—, a los que tienen alma.

—¡Ah, ésos! —dijo Galinda con crudeza—. No veo ningún problema.

—Vaya, vaya —dijo Dillamond—. ¿De verdad no lo ve?

El macho cabrío se estremeció; estaba irritado. Empezó a sermonearla acerca de los derechos de los Animales. Tal como estaban las cosas, su anciana madre no podía permitirse el billete de primera clase y tenía que viajar en una jaula cada vez que iba a Shiz a visitarlo. Si las interdicciones del Mago superaban el trámite de la Sala de Aprobación, como probablemente sucedería, el propio Dillamond se vería obligado por ley a renunciar a los privilegios adquiridos a través de largos años de estudio, formación y ahorro.

—¿Es justo tratar así a una criatura con alma? —preguntó—. ¿De acá para allá, de allá para acá, en una jaula?

—¿Por qué no? ¡Los viajes son tan edificantes! —comentó Galinda.

Pasaron el resto del viaje, incluido el transbordo en Dixxi House, en un gélido silencio.

* * *

Observando su espanto ante las dimensiones y el bullicio de la estación central de Shiz, Dillamond se apiadó de ella y se ofreció para buscarle un carruaje que la llevara a Crage Hall. Ella lo siguió, tratando de que la humillación se le notara lo menos posible. Su equipaje venía detrás, a la espalda de un par de porteadores.

¡Shiz! Intentó no quedarse boquiabierta. Todo el mundo iba y venía con aspecto atareado, riendo, corriendo, besándose y esquivando carruajes, mientras los edificios de la plaza del Ferrocarril, de piedra caliza parda y azul, cubierta de hiedra y musgo, humeaban suavemente a la luz del sol. Los animales… ¡y los Animales! En Frottica no había visto más que alguna ocasional gallina cacareando filosofía; pero allí mismo, en la terraza de un café, había un cuarteto de tsebras vestidas con trajes de satén de llamativo diseño de rayas blancas y negras, inspirado en su propio diseño innato. También había un elefante erguido sobre las patas traseras, dirigiendo el tráfico, y un tigre ataviado con una especie de exótico hábito religioso, tal vez un monje o algo así. Sí, desde luego, había que decir Tsebras, Elefante, Tigre y probablemente Cabra. Tendría que acostumbrarse a enunciar las letras mayúsculas, pues de lo contrario dejaría traslucir su procedencia provinciana.

Afortunadamente, Dillamond le encontró un carruaje con conductor humano, al que dio instrucciones para que la llevara a Crage Hall. También pagó la carrera por adelantado, lo cual obligó a Galinda a conjurar una débil sonrisa de agradecimiento.

—Nuestros caminos volverán a cruzarse —dijo Dillamond con seca amabilidad, como formulando una profecía, y desapareció en el momento en que el carruaje arrancaba con una sacudida. Galinda se hundió entre los cojines. Empezaba a lamentar que Ama Clutch se hubiera pinchado el pie con un clavo.

Crage Hall estaba tan sólo a veinte minutos de la plaza del Ferrocarril. Detrás de los muros de piedra azul, el complejo presentaba grandes ventanas ojivales con cristales de aspecto acuoso. Un complicado mosaico de ornamentos tetralobulados y rosetones multilobulados se desplegaba a través de la línea del techo. El aprecio por la arquitectura era la pasión privada de Galinda, que contemplaba absorta los elementos que consiguió identificar, aunque la hiedra y el musgo enmascaraban muchos de los detalles más sutiles. Demasiado pronto, fue conducida al interior.

La directora de Crage Hall, una gillikinesa de clase alta con cara de pescado y brazos cargados de brazaletes esmaltados, daba la bienvenida a las nuevas estudiantes en el vestíbulo. La directora eludía la monotonía del atuendo profesional femenino que Galinda hubiese esperado. En lugar de eso, la imponente mujer iba engalanada con un traje color arándano, con motivos de negro azabache arremolinados en el corpiño como indicaciones dinámicas sobre una partitura.

—Soy la señora Morrible —le dijo a Galinda. Su voz era un bajo profundo; su mano, una tenaza; su postura, militar, y sus pendientes, semejantes a adornos de un arbolito festivo—. Nos saludaremos, después tomaremos el té en la salita y, finalmente, nos reuniremos en la Gran Sala para asignar compañeras de habitación.

La salita se llenó de guapas jóvenes, todas vestidas de verde y azul, que arrastraban tras de sí los chales negros, como sombras fatigadas. Feliz por la ventaja natural que le confería su rubia melena, Galinda se situó junto a una ventana, para que la luz resplandeciera sobre sus rizos. Prácticamente no probó el té. En una habitación adyacente, las amas acompañantes se estaban sirviendo de una tetera metálica y ya reían y cotorreaban como si fueran viejas amigas de la misma aldea. Resultaba en cierto modo grotesco ver a todas aquellas mujeres regordetas sonriéndose unas a otras y haciendo un alboroto que recordaba al de un mercado.

Galinda no había leído con demasiado detenimiento la letra pequeña y no se había percatado del detalle de las «compañeras de habitación». ¿O quizá sus padres habrían pagado un sobreprecio para permitirle tener un cuarto para ella sola? ¿Y dónde se alojaría Ama Clutch? Mirando a su alrededor, pudo comprobar que muchas de aquellas chicas procedían de familias bastante más acomodadas que la suya. ¡Qué perlas y qué diamantes lucían! Galinda se alegró de haber escogido un sencillo collar de plata con barras de metanita. Había cierta vulgaridad en viajar cargada de joyas. Nada más descubrir esta verdad, la codificó en forma de proverbio. A la primera oportunidad, la sacaría a relucir para demostrar que tenía opiniones propias… y que había viajado.

—La viajera ataviada con excesivo cuidado trasluce menos interés en ver que en ser vista —murmuró, ensayando su parrafada—, mientras que la verdadera viajera sabe que el novedoso mundo a su alrededor es su mejor accesorio.

Bien, muy bien.

La señora Morrible contó a las presentes, cogió una taza de té y las dirigió a todas hacia la Gran Sala. Allí, Galinda descubrió que haber permitido que Ama Clutch fuera en busca de un gabinete médico había sido un error colosal. Aparentemente, la cháchara entre las amas no había sido únicamente frívola y social. Habían recibido instrucciones de decidir entre ellas quién compartiría habitación con quién. Se esperaba que supieran llegar al fondo de la cuestión más rápidamente que las chicas. ¡Pero nadie había hablado en nombre de Galinda! ¡No había estado representada!

Tras los olvidables comentarios de bienvenida, a medida que pareja tras pareja de amas y estudiantes abandonaban la sala para dirigirse a los dormitorios e instalarse, Galinda notó que empezaba a palidecer de turbación. La vieja tonta de Ama Clutch habría sabido emparejarla divinamente con alguna chica situada uno o dos peldaños por encima de ella en la escala social, suficientemente cerca para que Galinda no tuviera que avergonzarse y suficientemente por encima para que mereciera la pena relacionarse con ella. Pero ahora, todas las mejores chicas estaban emparejadas. Diamante con diamante y esmeralda con esmeralda, por lo que pudo ver. A medida que la sala se vaciaba, Galinda comenzó a preguntarse si no debería interrumpir a la señora Morrible y explicarle el problema. Después de todo, Galinda era de los Arduennas de las Tierras Altas, al menos por parte de madre. Todo era fruto de un accidente espantoso. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Pero no se atrevió. Permaneció sentada al borde de su estúpida y frágil silla. Todas las chicas del centro de la sala se habían marchado ya, excepto ella, y sólo quedaban las más tímidas e inútiles, en los bordes del recinto, entre las sombras. Rodeada de una pista de obstáculos de doradas sillas vacías, Galinda se había quedado sola, como una maleta que nadie hubiese reclamado.

—Las demás han venido sin ama, supongo —dijo la señora Morrible, en tono ligeramente desdeñoso—. Como para acceder a los dormitorios privados es obligatorio disponer de acompañante, procederé a distribuirlas entre los tres dormitorios colectivos reservados a las estudiantes de primer curso, cada uno de los cuales tiene capacidad para quince señoritas. Debo añadir que no hay ningún estigma social contra los dormitorios colectivos. Ninguno en absoluto.

Pero era evidente que estaba mintiendo.

Finalmente, Galinda se puso de pie.

—Disculpe, señora Morrible, pero ha habido un error. Soy Galinda de los Arduennas. Mi ama se hirió con un clavo en un pie durante el viaje y se ha retrasado uno o dos días. No soy la clase de chica que se aloja en un dormitorio colectivo, ¿comprende?

—Lo siento mucho por usted —sonrió la señora Morrible—. Estoy segura de que su ama estará encantada de desempeñar su labor de acompañante en… el Dormitorio Rosa, por ejemplo. En la cuarta planta, a la derecha…

—No, no, no le gustará nada —la interrumpió Galinda con arrojo—. No he venido para dormir en un dormitorio colectivo, ya sea rosa o de cualquier otro color. Creo que no me ha entendido bien.

—La he entendido perfectamente, señorita Galinda —repuso la señora Morrible, con los ojos cada vez más saltones y más parecida a un pez—. Hay accidentes, hay demoras y hay decisiones que es preciso tomar. Como usted no podía tomar decisiones a través de su ama, me corresponde a mí decidir por usted. Tenga en cuenta que hay mucho que hacer y que todavía tengo que designar a las señoritas que se alojarán con usted en el Dormitorio Rosa…

—Me gustaría hablar en privado con usted, señora —dijo Galinda en su desesperación—. Si por mí fuera, me daría igual compartir mi habitación con una sola compañera o con catorce. Pero no me parece aconsejable que mi ama supervise a otras chicas, por razones que no puedo mencionar en público.

Estaba mintiendo tan rápidamente como podía y mejor que la señora Morrible, que al menos parecía intrigada.

—Me impresiona su impertinencia, señorita Galinda —dijo suavemente.

—Pues aún no he empezado a impresionarla, señora Morrible.

Galinda soltó su atrevida acotación con una dulce sonrisa.

La señora Morrible optó por echarse a reír, loada sea Lurlina.

—¡Veo que tiene coraje! Puede venir a mis habitaciones esta noche para hablarme de los defectos de su ama, ya que es importante que yo los conozca. Pero voy a transigir con usted, señorita Galinda. A menos que tenga algo que objetar, tendré que pedirle a su ama que la supervise a usted y a una de las otras chicas que han venido sin ama, porque, como puede ver, todas las demás estudiantes que han traído amas ya están emparejadas, y usted es la única que sobra.

—Estoy segura de que mi ama podrá con eso, al menos.

La señora Morrible recorrió con la vista la lista de nombres y anunció:

—Muy bien. Para ocupar con la señorita Galinda una habitación doble… invito a la tercera heredera de la casa de Thropp, Elphaba, de Nest Hardings.

Nadie se movió.

—¿Elphaba? —repitió la señora Morrible, ajustándose los brazaletes y comprimiéndose con dos dedos la base del cuello.

La joven estaba al fondo de la sala: una indigente con un vestidito rojo de vulgar motivo calado y toscas botas de anciana. Al principio, Galinda creyó que lo que veía era un efecto de la luz, un reflejo de los edificios adyacentes, cubiertos de hiedra y musgo. Pero cuando Elphaba se adelantó, cargando sus morrales, resultó evidente que era verde. Una chica de cara afilada, con la piel de un verde putrefacto y una larga cabellera negra de aspecto extranjero.

—Munchkin de nacimiento, pero residente durante muchos años de su infancia en el País de los Quadlings —dijo la señora Morrible leyendo sus notas—. ¡Qué fascinante para todas nosotras, señorita Elphaba! Estamos ansiosas de oír historias de climas y tiempos exóticos. Señorita Galinda, señorita Elphaba, aquí tienen sus llaves. Pueden instalarse en la habitación veintidós, en el segundo piso.

Cuando las dos chicas se adelantaron, la señora Morrible le sonrió ampliamente a Galinda.

—¡Los viajes son tan edificantes! —entonó.

Galinda dio un respingo, al ver que la maldición de sus propias palabras se volvía contra ella. Hizo una reverencia y huyó. Elphaba, con la vista en el suelo, la siguió.