NOVENTA Y SIETE
Un auto de fe no suponía sólo quemar a alguien en la hoguera, sino que era un gran espectáculo en el que se presentaban diferentes niveles de castigo. Y, si bien todos los que estábamos en la celda seríamos castigados en ese auto de fe, ninguno moriría quemado.
Mateo me advirtió que no se podía confiar en ninguno de los que estaban en la celda. Los que aún no eran espías de la Inquisición, pronto lo serían para reducir su castigo.
Después de varios días, mi abogado vino a verme. Me informó de la sentencia que Mateo ya me había comunicado. Fingí sorpresa al oír que no sería quemado en la hoguera. Esperando no sonar contrito, pregunté por qué.
—Los caminos del señor son inescrutables —respondió él.
Auto de fe.
Instalaron un quemadero en una esquina de la Alameda con un pabellón de madera similar al que una vez había visto para que los notables observaran la llegada del nuevo arzobispo. Sólo que esta vez oirían un sermón pronunciado por un fraile del Santo Oficio y se leerían los cargos; después contemplarían cómo ardían unas cuantas personas, como si fueran lechones asados para una fiesta.
Mateo, que estaba al tanto de todo lo que sucedía en la Alameda, a pesar de estar encerrado conmigo en una celda, dijo que los preparativos para el auto de fe habían empezado hacía más de una semana y que todo el país estaba entusiasmado ante la perspectiva de presenciar ese espectáculo. La gente viajaría desde toda Nueva España para asistir a los castigos; la quema en la hoguera sería el punto culminante de la celebración. Y digo «celebración» porque el acontecimiento estaba imbuido con el fervor de una fiesta religiosa.
Ese fatídico día, los frailes nos hicieron poner sambenitos, una camisa y unos pantalones de algodón áspero teñidos de amarillo y decorados con llamas rojas, demonios y cruces. Nos sacaron afuera y nos montaron sobre burros, con las camisas bajas para que estuviéramos desnudos de cintura para arriba. Incluso había dos mujeres convictas con la parte superior del cuerpo desnuda.
Redoble de tambores, trompetas y gritos nos precedieron; después venían altos funcionarios del Santo Oficio con sus mejores atuendos y medias de seda, transportados en literas. A continuación, los familiares a caballo, hidalgos, elegantes y con armadura, como si fueran los caballeros más importantes de la Tierra.
De los balcones de las casas colgaban brillantes tapices y estandartes que ostentaban los escudos de armas de sus dueños. También la riqueza se exhibía, pues en las barandas se ponían candelabros y vasijas de purísimo oro y plata. Yo no entendía la finalidad de toda esa ostentación, ya que mi única riqueza durante la mayor parte de mi vida había sido la cruz que mi madre me había colgado alrededor del cuello cuando yo era un bebé. Y ahora, incluso eso había desaparecido. Mi abogado se la había llevado.
Llegó entonces nuestro turno, los del sambenito. Pronto descubrí por qué nos habían dejado el torso desnudo. La gente que festoneaba las calles nos arrojaba piedras y hortalizas podridas. Sin la camisa, eso dolía aún más. Los léperos y la gentuza de la calle que eran usados para patear y golpear a sus congéneres eran los que lanzaban las piedras más afiladas.
Cada uno de nosotros llevaba una vela verde, otra señal de que el Santo Oficio había conquistado a los demonios que nos habían hecho pecar. Detrás de nosotros avanzaba un carro que transportaba a don Julio, a Inés y a Juana. Lloré cuando los vi y un familiar me tildó de cobarde por creer que lloraba por mí.
—No llores —me dijo Mateo—. Don Julio quiere ser honrado por un hombre de valor, no llorado por una mujer. Cuando te mire, demuéstrale con tus ojos que lo respetas y le rindes homenaje.
Esas palabras no sirvieron de nada. Lloré por don Julio, por el pajarito asustado que era su hermana, quien finalmente había encontrado su coraje, y por su sobrina, cuyos huesos se rompían con más facilidad que la paja.
En la zona del quemadero, aquellos que debíamos recibir latigazos fuimos atados a unos postes. Cuando me ataron a mí, levanté la vista y vi el escudo de armas de don Diego Vélez colgando de un balcón en el que había un grupo de personas. Ramón y Luis, los asesinos de mi vida, estaban allí. Hubo un movimiento junto a Luis y de pronto me encontré mirando a Elena a los ojos. Ella me miró fijamente un instante; sus ojos no se apartaban del quemadero. Antes de que el primer latigazo golpeara mi espalda, Elena abandonó el balcón y desapareció de mi vista.
Entonces supe quién había sido mi salvador. Sospechaba que ella había pagado mi rescate, pero ahora estaba segurísimo. Elena no había venido a ver el sufrimiento, sino para comprobar si su acción no había sido traicionada y que mi castigo no incluyera morir en la hoguera. Y, quizá, también para hacerme saber que ésa era su manera de pagarle al «Hijo de la Piedra» la puesta en escena de su comedia.
No desmayarse con los latigazos era señal de gran hombría, pero yo le rogué a Dios que me hiciera perder el conocimiento para no tener que ver lo que le hacían a mi familia. Podía apartar la vista, pero tenía las manos atadas y los oídos bien abiertos. El poste para la flagelación que me correspondía a mí era el que estaba más cerca de las piras, y yo tendría que oírlo todo.
Por momentos, mi mente estaba como perdida cuando el latigazo caía sobre mi espalda. Hombres y mujeres habían muerto bajo el látigo, pero se oyeron gritos entre la multitud que decían que a mí me estaban dando un trato preferencial porque la piel de mi espalda seguía intacta a pesar de los cien latigazos. Sin duda, la misericordia de Elena también había llegado a la mano que sostenía el látigo, pero en este caso deseé haber muerto antes que seguir despierto.
Don Julio bajó del carro y caminó hacia la hoguera. Un gran rugido brotó de la multitud, un alarido sediento de sangre, como si cada una de las miles de personas allí reunidas hubiera sido dañada por don Julio. No le prestó la más mínima atención al gentío y avanzó como un rey camino de su coronación.
De pronto caí en la cuenta de a qué me recordaba aquella muchedumbre sedienta de sangre. Al leer los clásicos bajo la tutela de fray Antonio, leí historias acerca de los sacrificios sangrientos en la arena que los emperadores realizaban para entretener y aplacar al público. Los sacrificios aztecas también se llevaban a cabo para entretener a la gente. El hombre no ha cambiado demasiado en miles de años: sigue siendo una bestia.
A Inés tuvieron que ayudarla, y no supe si eso se debía a su físico débil o si su fervor la estaba traicionando. Cuando le vi la cara, valiente y osada, supe que aquella debilidad era sólo de cuerpo y no de espíritu. Resplandecía de coraje, así que le grité mi admiración y una vez más el látigo me desgarró la espalda.
A Juana ni siquiera pude mirarla. Era tan diminuta que un solo guardia pudo levantarla en sus brazos y llevarla a su lugar de honor. Un murmullo recorrió el público y todos giraron la cabeza para no verla.
Desvié la mirada y sólo sé lo que me contaron después. Cada poste tenía un cable llamado garrote, que estaba unido a una manivela por la parte de atrás del poste. Si uno de los condenados se arrepentía, el verdugo rodeaba su cuello con el cable y hacía girar la manivela, que incrementaba la presión del cable hasta que la víctima moría estrangulada.
Ese acto de misericordia se llevaba a cabo tan sólo con los que se arrepentían y únicamente lo practicaban los hombres del virrey y no los frailes, porque a los clérigos no les estaba permitido matar. Al menos, eso decían.
Don Julio e Inés rehusaron arrepentirse y no fueron estrangulados. Alguien que estaba lo suficientemente cerca de Juana me dijo que también ella se había negado a arrepentirse, pero que su verdugo, cuyo negro corazón se partió al ver su situación, simuló que Juana se había arrepentido y la estranguló, salvándola así de la lenta y extremadamente dolorosa acción de las llamas. Otra versión decía que un adinerado benefactor que se encontraba entre la multitud le había enviado ducados de oro al verdugo para asegurarse de que el sufrimiento de Juana fuera breve.
Oí cómo se encendían los fuegos, primero la yesca, después la leña, por último las llamas cada vez más altas. Oí los gemidos, los gritos; el chisporroteo de la carne, el terrible estallido de ampollas que explotaban y de la grasa que se derretía. Traté de mantener alejados esos sonidos del sufrimiento llenándome la mente con una palabra que repetía sin cesar:
Venganza, venganza, venganza…