CUARENTA Y SIETE

Nos habíamos vengado de la traición de los toltecas y habíamos obtenido tierra en el Anáhuac, pero no habíamos cumplido con nuestro destino de amos del Único Mundo.

Éramos la más pequeña de las tribus del norte, por lo que nuestra porción del valle, junto al lago de Texcoco, era también la más pequeña. El maíz y otros alimentos crecerían en las zonas fértiles, pero casi la mitad del terreno que nos habían dado era un pantano en el que sólo crecían cañas y flores acuáticas.

Nos habían entregado ese terreno cenagoso para asegurarse de que nuestros cultivos fracasaran y de que no lográramos prosperar tan rápidamente como las demás tribus. No pasó mucho tiempo antes de que las demás tribus se volvieran tan bárbaras como nosotros, que cambiábamos pieles de animales por ropa de algodón, pero todavía éramos odiados por nuestros aliados. Ellos no estaban de acuerdo con que nosotros sacrificáramos a nuestros prisioneros para aplacar a los dioses, en lugar de hacerlos trabajar nuestra tierra y construir nuestras casas.

Les horrorizaba que comiéramos la carne de los guerreros sacrificados para aumentar el poder de nuestros propios soldados y que a nuestros mejores guerreros les cortaran la piel de la punta del pene y se la ofrecieran a los dioses como sacrificio adicional.

Nos llamaban caníbales sedientos de sangre y se negaban a permitir que sus hijas se casaran con nosotros.

Pero de todos modos prosperamos, a pesar de la escasa calidad de las tierras que nos habían asignado. Vivíamos junto al lago, por lo que aprendimos a pescar y a cazar patos. Muy pronto cambiábamos peces y patos por frutas; cultivábamos tierras más altas. En una generación, nuestra población se duplicó gracias a la abundancia de comida y a las correrías, en las que nos apoderamos de mujeres de otras tribus.

Para mantener a los dioses aplacados con sangre, continuamente librábamos pequeñas batallas. Nuestros vecinos eran demasiado poderosos para que pudiéramos atacarlos, por lo que mandábamos a nuestros guerreros fuera del valle para que atacaran a otras tribus.

Mientras aumentábamos nuestras fuerzas, una tribu mayor que la nuestra comenzó a dominar el valle. Los atzcapotzalcas eran muy poderosos y tuvimos que pagarles tributo.

Como ahora éramos un Pueblo Asentado, le dije al Venerable Portavoz que había llegado el momento de construir un templo para alojar mi corazón. Ya no sería transportado en un tótem.

Tardaron más de un año en levantarlo y, cuando estuvo terminado, mi gente celebró un festival en mi honor. El cobrador de tributos para los atzcapotzalcas era el señor de Culhuacán. Ambicionaba para sí llegar a ser el amo del valle y buscaba aliados.

Mi pueblo lo persuadió de que enviara a una de sus hijas para ser honrada en el festival al casarse con un dios. Aunque todavía éramos una tribu pequeña y poco importante, se había corrido la voz de nuestras proezas en el campo de batalla. Y, para ligarnos a él, nos envió a su hija preferida.

Recibir a la hija de un gran señor representaba un honor para nosotros, los mexicas. Y con el fin de presentarle nuestros respetos tanto a ella como a su padre, preparamos a la muchacha siguiendo nuestras costumbres.

Cuando el señor de Culhuacán vino a disfrutar de nuestro festival, orgullosamente le mostramos lo que le habíamos hecho a su hija.

La habíamos desollado como a un ciervo, de pies a cabeza, para quitarle su revestimiento exterior. El resto del cuerpo fue desechado y su piel se le colocó a un sacerdote de complexión pequeña, como tributo a la diosa de la naturaleza.

Ayya ouiya! Pero en lugar de estar complacido por el honor que le habíamos concedido a su hija, el señor de Culhuacán se enfureció y ordenó a sus guerreros que nos atacaran. Nosotros, los mexicas, somos los guerreros más destacados del Único Mundo, pero, en comparación con el resto de las tribus, éramos demasiado pocos. Los atzcapotzalcas nos atacaron en gran número. Nosotros éramos los dueños del lago con nuestras embarcaciones, y las usamos para huir de aquella matanza. En el lago había dos pequeñas islas rocosas a las que nadie prestaba atención. Como no tenía ningún otro lugar adonde ir, mi pueblo se instaló en ellas.

Cuando mi tótem fue llevado a una de esas islas, vi una águila sobre la cima de un nopal, con una serpiente en el pico.

Aquello era una señal, un mensaje de los dioses, que nos decían que habíamos elegido el lugar adecuado.

A esa isla la llamé Tenochtitlán, el Lugar del Sumo Sacerdote Tenoch.

No podíamos regresar a la tierra que nos había sido asignada, porque los atzcapotzalcas se habían apropiado de ella y la mitad de nuestro pueblo había sido hecho prisionero y esclavizado.

Pero les dije a los míos que ellos habían llegado al lugar donde se cumpliría su destino. Me horrorizaba el sacrilegio de los atzcapotzalcas. Al igual que las demás tribus que moraban en el valle, ellos no honraban como era debido a sus dioses, y habían insultado al dios de los mexicas. Juramos vengarnos, pero sabíamos que esa venganza tendría que esperar a que tuviéramos la fuerza necesaria para vencer al enemigo.

Las islas eran fáciles de defender y difíciles de atacar. El lago nos proporcionaba con prodigalidad peces, ranas y otros animales que podíamos intercambiar por maíz y fríjol.

Al observar cómo a partir de unos árboles en ese lago poco profundo se iban formando pequeños islotes, aprendimos el método de cultivo chinampa sobre la superficie del agua. Unos grandes canastos de caña, cada uno más largo y más ancho que la estatura de un hombre alto, se anclaban en el fondo del lago y se llenaban de tierra. Y en esa tierra fértil crecían las plantaciones. Con el tiempo, las chinampas incrementaron el tamaño de esos islotes.

Como Huitzilopochtli, el dios tribal de la guerra, era mi deber instruir a mi pueblo mexica a cumplir con su destino, ahora que había llegado al lugar profetizado por Tenoch. Seríamos una sociedad guerrera, y todos los esfuerzos de nuestra gente irían dirigidos a formar a los mejores guerreros del Único Mundo.

A las mujeres se las recompensaría por quedar embarazadas. Las que morían durante el embarazo debían ser igualmente recompensadas, así como los guerreros caídos en el campo de batalla. Irían al paraíso del Cielo de Oriente. Desde su nacimiento, a los hijos varones se los introduciría en los cultos de los guerreros. Se les entregarían espadas y escudos cuando todavía estaban mojados con la sangre de su madre y crecerían sin conocer otra vida que la de un guerrero.