CIENTO VEINTIDÓS
Los ojos de la anciana acosaron mi sueño atribulado después de horas de pensamientos más atribulados aún.
Mateo no estaba en la casa alquilada cuando regresé de la fiesta del virrey. Yo me había marchado cuando en el salón seguía el alboroto por la muerte de la matrona. Elena trató de preguntarme algo mientras me abría camino entre la gente, pero yo no le presté atención.
Una vez en casa, me aguardaba el mensaje de que Mateo había salido a «consolar» a la hija de don Silvestre. La idea que tenía Mateo con respecto a consolar a una mujer era darle placer en la cama. Y disfrutar también él.
Una galería de muertos —fray Antonio, el Sanador, don Julio, Inés y Juana— compartieron la noche conmigo: invadieron mis sueños y mi vigilia. Sólo el Sanador parecía estar en paz. Los demás estaban inquietos porque no habían sido vengados.
Pero, sobre todo, vi a la anciana. El destino me había hecho trazar un círculo completo y me había puesto de nuevo frente a la mujer que lo había empezado todo en Veracruz. Yo nunca había entendido el odio que aquella mujer sentía por mí; siempre había supuesto que se trataba de una cuestión de sangre. Pero ya no creía eso. Al mirar a los tres, la mujer que agonizaba, a su hijo y a su nieto, comprendí de pronto el misterio que había dominado mi vida, y sentí que la tierra se abría bajo mis pies.
Por la mañana temprano, un criado me trajo un mensaje. Don Eduardo me aguardaba en su carruaje y me invitaba a dar una vuelta con él para charlar. No esperaba aquella invitación, pero tampoco me sorprendió demasiado; se trataba de otra mano de naipes que el destino me había repartido. Me reuní con él en el vehículo.
—¿Le importaría que diéramos una vuelta por la Alameda? —me preguntó—. Disfruto mucho de ese lugar durante el fresco de la mañana. Es un lugar silencioso y tranquilo. Tan distinto del desfile de arrogancia masculina y de vanidad femenina que está allí presente por la tarde.
Me senté en silencio, oyendo el crujido de las ruedas del carruaje, sin mirar a don Eduardo pero sin evitar su mirada. Una extraña calma me invadía a pesar de la noche atribulada que había vivido. De hecho, sentí una paz mayor de la que había experimentado desde que comencé una vida de fugitivo en Veracruz hacía toda una vida.
—No me ha expresado sus condolencias por la muerte de mi madre, pero supongo que era algo que cabía esperar.
Lo miré a los ojos.
—Su madre era malvada. Se pudrirá en el infierno.
—Mucho me temo, Cristóbal, que nosotros y Luis nos reuniremos allí con ella. Pero usted tiene razón con respecto a mi madre. En realidad, yo la odiaba. Se supone que uno debe amar y honrar a su madre, pero yo nunca la amé y tampoco ella me amó a mí. Me odiaba porque yo me parecía demasiado a mi padre, me inclinaba más a las palabras que a los hechos. Él la trajo al Nuevo Mundo porque allí estaba casi en la miseria más absoluta. Y ella lo mandó prematuramente a la tumba con su odio. Y cuando yo resulté ser peor que mi padre, ella me apartó de su mente y sostuvo con fuerza las riendas de la familia en su puño.
»¿Ha visto usted La hija del aire, la comedia dramática de Pedro Calderón? —me preguntó.
Negué con la cabeza.
—Me hablaron de esa obra en Sevilla.
Se decía que La hija del aire era la obra maestra de Calderón. Narraba la historia de Semíramis, la reina guerrera de Babilonia. Sus ansias de poder la llevaron a ocultar y a meter en prisión a su propio hijo cuando a él le llegó el momento de ascender al trono. Entonces ella se coronó, vestida de hombre y haciéndose pasar por su hijo.
—Si mi madre pudiera haberse librado de mí y usar mi cara, habría hecho lo mismo.
—¿Asesinarlo? ¿Cómo trató de asesinarme a mí? —esas palabras estaban envueltas en un rencor que de pronto me abrumó.
—Yo siempre fui un hombre débil. —No lo dijo dirigiéndose a mí, sino hacia la ventanilla abierta del carruaje.
—¿Por qué era tan importante matarme? ¿Por qué era tan importante matar a fray Antonio para encontrarme a mí?
—Fray Antonio —dijo y sacudió la cabeza—, un buen hombre. Yo no sabía que mi madre estaba involucrada en el asunto. Cuando me enteré de que había sido asesinado por el muchacho que él había criado, supuse que esa acusación era cierta.
—¿Lo supuso? ¿O quiso suponerlo?
—Ya te he dicho que no fui un buen padre para Luis ni para ti.
Yo había supuesto que él era mi padre al ver mi rostro reflejado en el espejo cuando él y Luis se encontraban arrodillados junto a la anciana. El hecho de comparar sus rostros con el mío me permitió adivinar la verdad de la incomodidad que sentía cada vez que los miraba.
—No tiene sentido. Yo soy su hijo, pero también soy sólo otro mestizo bastardo en una tierra repleta de bastardos. Haberse acostado con María, mi madre, y haberla dejado embarazada de un hijo… eso es más o menos lo que hicieron miles de otros españoles. ¿Por qué habría este bastardo de crear suficiente odio como para generar asesinatos?
—El nombre de tu madre era Verónica, no María —lo dijo en voz baja.
—Verónica. —Hice girar ese nombre en mi lengua—. ¿Mi madre era española?
—No, era india. Una india muy orgullosa. Mi familia —tu familia española— está emparentada con la realeza. Mi abuelo era primo del rey Carlos. Tu madre también pertenecía a la realeza, a la realeza india. Su linaje se remonta a una de las hermanas de Moctezuma.
—Qué bonito. Pero eso no me convierte en príncipe de dos razas, sino tan sólo en otro bastardo sin tierras ni título.
—Yo estaba profundamente enamorado de tu madre, una hermosa mujer. Nunca conocí a nadie que tuviera su belleza natural y su gracia. Si ella hubiera nacido en España, habría terminado como concubina de un príncipe o de un duque —había dejado de hablarme a mí y había vuelto a hablarle a la ventanilla.
—Hábleme de mi madre.
—Fue la única mujer que he amado en la vida. Era la hija de un cacique de una aldea ubicada en nuestra hacienda. Al igual que la mayoría de los hacendados, rara vez estábamos en la hacienda. Pero después de la muerte de mi padre, cuando yo tenía veinte años, mi madre me exilió a la hacienda durante un tiempo. Quería alejarme de la ciudad y de lo que ella consideraba eran malas influencias, alejarme de los libros y la poseía y transformarme en lo que para ella era un verdadero hombre. Había un hombre en la hacienda, el mayordomo, a quien mi madre consideraba la persona adecuada para convertir a su hijo en un portador de espuelas.
—Ramón de Alva.
—Sí, Ramón. Más tarde, el administrador de la hacienda. Y, con el tiempo, uno de los hombres más ricos de Nueva España, no sólo un confidente del virrey, sino alguien que conoce los sucios secretos de la mitad de las familias nobles de la colonia. Y, a juzgar por lo que he oído, un hombre que muchas veces le llenó los bolsillos a don Diego.
—Con dinero no ganado honradamente.
Don Eduardo se encogió de hombros.
—La honradez es una gema con muchas caras, cuyo brillo es diferente para cada uno de nosotros.
—Trate de decirles eso a los miles de indios que murieron en las minas y en el proyecto del túnel. —Todavía había veneno en mis palabras, pero mi corazón comenzaba a ablandarse lentamente hacia el hombre que había sido mi primer padre. No parecía tener malicia. En cambio, su mayor pecado había sido apartar la vista, y haberse alejado, del mal.
Sonrió con resignación.
—Como puedes ver por el despojo humano que está sentado junto a ti, ni siquiera el famoso Ramón de Alva fue capaz de hacer un milagro y convertirme en un hombre decente. Mi madre quería que yo amara el olor del oro, mientras yo me lo pasaba oliendo rosas. Lo que yo quería tener entre las piernas no era una montura de cuero, sino el roce suave de una mujer. Obedecí la orden de mi madre, fui a la hacienda y quedé bajo la tutela de Ramón. Y, para horror de mi madre, en lugar de alejarme de los problemas de la ciudad, los llevé conmigo como un baúl viejo. Y abrí ese baúl la primera vez que vi a tu madre.
»La primera vez que la vi, Verónica se dirigía a la iglesia. Como hacendado, era mi deber saludar a los feligreses cuando venían para asistir a los servicios dominicales. Yo me encontraba de pie junto al cura de la aldea, cuando ella se acercó con su madre.
—El cura de la aldea era fray Antonio.
—Sí, fray Antonio. El fraile y yo tuvimos una estrecha relación, como hermanos, durante el tiempo que pasé en la hacienda. A él le interesaban los clásicos tanto como a mí. Yo me había llevado a la hacienda prácticamente toda mi biblioteca, y le regalé una serie de libros.
—Sí, tenían sus iniciales. El fraile usó esos mismos libros para enseñarme latín y los clásicos.
—Bueno, me alegra que tuvieran un buen destino. Como te decía, yo estaba de pie junto a la puerta de la iglesia cuando Verónica se acercó y, al mirarla a los ojos esa primera vez, fue como si me arrancaran el corazón del pecho con mayor rapidez de lo que lo ha hecho jamás cualquier sacerdote azteca con una víctima del sacrificio. Vivimos en un mundo en el que la persona con la que nos casamos es fruto de una decisión racional, pero no existe ningún juicio racional con respecto a las personas que amamos. Me sentí completamente indefenso. Fue mirarla y amarla. El hecho de que ella fuera india y yo español, con un título de siglos de antigüedad, no tenía la menor importancia. Ningún alquimista, ningún hechicero podría haber preparado una poción que me hiciera amarla más de lo que la amé en cuanto la vi. Incluso le hablé a Ramón de mi amor por aquella muchacha.
Mi padre sacudió la cabeza.
—Ramón alentó esa relación, pero, desde luego, no de una manera honrada, sino de la forma en que los españoles miran a las muchachas indias: con la vista fija en su entrepierna. Él nunca logró entenderme realmente ni tampoco entender mi afecto por Verónica. Yo la amaba de veras, la adoraba. Me habría sentido feliz de vivir en la hacienda durante el resto de mi vida a los pies de tu madre. Ramón nunca lo entendió porque no es capaz de amar. Tampoco lo entendió mi madre. Si no hubiera habido tanta diferencia de edad entre los dos, Ramón habría sido un excelente consorte para ella. Desde luego, no se habrían casado por pertenecer a diferentes clases sociales, pero podrían haber disfrutado en la cama y haber alentado cada uno en el otro su pasión por la codicia y la corrupción.
Don Eduardo volvió a mirar hacia la ventana.
—Fray Antonio, pobre diablo. Nunca debería haberse hecho sacerdote. Su corazón estaba tan lleno de amor hacia las personas como el de un santo, pero también tenía deseos humanos. Fue un auténtico amigo y compañero de Verónica y mío durante el tiempo en que recorrimos el camino del amor joven, y discretamente nos dejaba solos en las verdes praderas donde consumábamos nuestro mutuo amor. Si el fraile hubiera sido más español y menos humanista, se podría haber evitado la tragedia.
—Debería serle de algún consuelo en su tumba de mártir saber que era un hombre demasiado bueno —dije, sin ocultar el sarcasmo de mi voz.
Él me miró y vi que sus ojos tristes y solitarios estaban húmedos.
—Tú quieres que asuma la responsabilidad de la muerte del fraile. Sí, Cristóbal, es sólo uno de mis muchos pecados mortales por los que tendré que rendir cuentas. ¿Alguna vez te has preguntado por qué te pusieron de nombre Cristóbal?
Negué con la cabeza.
—Uno de tus antepasados lejanos se llamaba Cristóbal. De todos los marqueses de nuestro linaje, él era al que más admiraba yo. Después de su muerte, a ningún otro marqués de nuestra familia le pusieron ese nombre porque él había dejado una mancha en el honor de la familia: se casó con una princesa mora, una mancha que llevó dos siglos purgar.
—Un gran honor para mí —repuse con frialdad—. Qué apropiado que otra persona con la sangre impura lleve ese nombre.
—Entiendo tus sentimientos —dijo y me miró—. Has tenido una vida extraña, quizá la más insólita en la historia de la colonia. Has caminado por las calles como un paria y has viajado en un carruaje como un caballero. Sin duda sabes cosas acerca de la gente y los lugares de Nueva España que el virrey y sus consejeros ni siquiera imaginan.
—Pero sé tan poco de la vida que, en realidad, creo en la bondad de la gente. Por suerte para la humanidad, el mundo no está compuesto únicamente por personas como usted y su madre.
Mis palabras parecieron tocar un punto débil en él. En sus ojos y en sus labios asomó la pena.
—Yo soy el crítico más severo de mí mismo. Ni Luis ni mi madre pudieron señalar mis defectos mejor que yo. Pero, viniendo de ti, mi hijo, que es también un desconocido, me afecta mucho más que de los demás. Intuyo que has visto tanto de la vida que posees conocimientos y sabiduría que van más allá de los años que tienes, y que eso te permite ver mis errores con mayor claridad que ellos, precisamente porque eres tan inocente.
—¿Inocente? —Me eché a reír—. Usted sabe que mi nombre es Cristóbal. Pero también soy conocido como Cristo el Bastardo. Ser mentiroso y ladrón son mis mejores cualidades.
—Sí, Cristóbal, pero ¿cuántas de tus acciones equivocadas no fueron hechas bajo coacción? Tienes la excusa de la ignorancia y la necesidad para justificar tus actos. ¿Qué excusa tenemos nosotros, los que nacimos en medio del lujo, para justificar nuestros excesos? ¿Nuestra codicia?
—Bueno, muchas gracias, don Eduardo —dije y me encogí de hombros—. Me alivia saber que soy un canalla más honorable que el resto de ustedes.
Él volvió a girar la cabeza hacia la ventanilla.
—Yo era joven y estúpido. Y no digo que haya cambiado. Hoy soy sólo un poco más viejo y más estúpido, pero de diferente manera. En aquellos días, mi cabeza estaba llena de amor y creía que ninguna otra cosa importaba. Pero, evidentemente, sí importaba. La consumación de nuestro amor tuvo como resultado un hijo. Qué tonto fui. Qué rematadamente tonto. Cuando naciste, mi madre estaba de visita en la hacienda. Tenías apenas horas de vida cuando les di la noticia a ella y a Ramón.
»Todavía recuerdo cómo el horror le fue transformando la cara cuando se lo conté. Por primera vez en la vida, me había sentido fuerte y poderoso al enfrentarme a mi madre. Cuando ella entendió lo que había hecho, se puso morada y tuve miedo de que se desplomara en el suelo, muerta. En una de esas extrañas ironías del destino que han plagado nuestras vidas desde aquel día, ella cayó muerta al verte a ti, el nieto que creyó haber matado.
—¿Cómo es que María ocupó el lugar de mi madre?
—La alegría casi adolescente que sentí al escandalizar a mi propia madre tuvo peores consecuencias de las que podría haber imaginado, consecuencias que habrían hecho que al mismísimo demonio le costara mucho conjurar. Mi madre en seguida envió a Ramón a matar a Verónica y al bebé.
—Madre Santísima.
—No, una madre que no tenía nada de santa, mi malvada madre. Como te decía, Ramón partió con la misión de matar a Verónica y al bebé. Una de las criadas oyó los planes de mi madre y corrió a decírselo a fray Antonio. El buen fraile era una persona llena de recursos. Otra mujer había parido horas después de que Verónica te dio a luz.
—María.
—Sí, María. Ella dio a luz a una criatura muerta. Se rumoreaba que era hijo del fraile. No lo sé; supongo que sí. Igual que tú, era un varón.
—Y Verónica cambió a las criaturas.
—Así es. Le dio su hijo, tú, a María y se llevó al bebé muerto. Corrió hacia la selva con la criatura muerta con Ramón persiguiéndola. Llegó a un peñasco que daba a un río. Cuando Ramón estaba a punto de alcanzarla, se lanzó por el precipicio con el bebé.
Con los ojos llenos de lágrimas, abofeteé a don Eduardo.
Él me miró con la misma sorpresa que yo había visto en la cara de su madre cuando me vio de pie junto a él y me reconoció.
—¿Y qué hacía usted mientras mi madre sacrificaba su vida por los pecados del padre de su hijo? ¿Jugaba a las cartas? ¿Bebía vino? ¿Se preguntaba a qué muchacha india podía utilizar para escandalizar de nuevo a su madre?
Él me miró, angustiado, con la expresión de un perro apaleado. Yo podía imaginar el resto de la historia. Un matrimonio celebrado de prisa y corriendo con una mujer adecuada, de sangre española. El nacimiento de un heredero.
—Ha omitido una parte de la historia, ¿no es así? No me ha contado toda la verdad. No me ha dicho por qué mi nacimiento fue diferente del ejército de bastardos que dejaron atrás ustedes, los españoles, que clavaron sus espuelas en las muchachas indias.
El carruaje se detuvo. No me había dado cuenta, pero estábamos a la entrada de una casa. Había algo familiar en aquella casa. Lo supe en el momento en que se abrió la portezuela del carruaje.
Era la casa en la que Isabela tenía sus aventuras con Ramón de Alva; la casa en la que Mateo y yo habíamos entrado disfrazados de mujeres para sonsacarle la verdad a Ramón.
Se abrió la otra portezuela del vehículo.
Ramón estaba a un lado, y Luis, al otro.
Miré a mi padre. Por su mejilla corrían lágrimas.
—Lo siento, Cristóbal. Ya te lo he dicho: no soy un hombre fuerte.