CINCUENTA Y SIETE

Sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra el árbol al que estaba atado, observé los preparativos. Desde el amanecer, ellos estaban junto a la pared. Los mestizos usaban una barra de hierro para abrir un boquete en la pared y, después, aumentaron la profundidad de la abertura, pero no el ancho. El agujero apenas era suficientemente grande para que yo introdujera un pie en él, pero no todo mi cuerpo. ¿Acaso esos ladrones de tumbas esperaban que yo achicara mi cuerpo al ancho de mi pierna?

Mateo estuvo un buen rato metiendo algo en el boquete. Cuando terminó, los mestizos apilaron madera y mantas contra la abertura. Yo observé todo eso sin tener ni idea de lo que estaban haciendo. Mateo fue vertiendo algo en una línea sobre la tierra. Parecía el polvo negro que yo había visto meter a los soldados en los cañones de sus mosquetes.

Se puso de rodillas y encendió el extremo de esa hilera de polvo. Del polvo ascendió humo, mientras el fuego corría hacia la pared. El humo pareció apagarse en el momento en que se encontró con la abertura, ahora tapada. Cuando se desvaneció el humo, se hizo visible un pequeño agujero en la pared.

Mateo soltó una imprecación.

—Estos malditos indios sabían cómo construir para que los hombres malos como nosotros no pudiéramos entrar. He puesto suficiente polvo negro en el boquete para hundir un galeón, y casi no ha dañado la piedra.

Cuando los dos mestizos terminaron de despejar los escombros, volvieron a cavar con las barras de hierro. De vez en cuando, Mateo ponía más polvo negro para reducir la resistencia de la pared. Al mediodía ya había cavado un pequeño túnel de varios centímetros de profundidad a través de un bloque de roca sólida. Era del tamaño justo para que un contorsionista delgado se deslizara por él. Gracias a las discusiones entre Sancho y Mateo, me enteré de que les había costado días de trabajo y una gran cantidad de indios aflojar un gran bloque de piedra lo suficiente para que su otro ayudante entrara. La actividad había atraído la atención de las autoridades de Oaxaca. Con el polvo negro de Mateo, en cambio, habían conseguido practicar una abertura en apenas unas horas.

Yo había oído muchos relatos de ladrones de tumbas, de boca del fraile y en las calles de Veracruz. Todos conocían a alguien que tenía un amigo que poseía un mapa secreto del lugar donde Moctezuma escondió sus tesoros para ponerlos a salvo de Cortés. También se rumoreaba algo parecido acerca de la tumba de un rey de Texcoco, cuyas increíbles riquezas fueron descubiertas por ladrones a los que los fantasmas y los espíritus que custodiaban la tumba convirtieron en piedra.

Era bien sabido que daba mala suerte entrar en los cementerios de los notables del pasado; atraía la ira de los dioses. Las personas que profanaban esos lugares sagrados eran maldecidas y terminaban mal, si es que los españoles no los castigaban primero. Cuando yo tenía siete años, dos hombres fueron ahorcados en mi valle natal, ladrones que habían entrado en una antigua tumba en busca de tesoros.

¡Ay de mí!, ¿en qué me había metido? Si las autoridades nos pillaban, yo sería ahorcado con todos ellos o, peor aún, enviado a las minas del norte. Si llegaba a encontrar el tesoro, mi recompensa sería que me cortaran el cuello. Si fracasaba y no lo encontraba, rogaría tener una muerte rápida en el patíbulo.

Después de la comida del mediodía, Sancho y Mateo me desataron y me llevaron hacia la abertura.

—Algunos centímetros más allá, este boquete conduce a un pasaje que hay en la parte inferior de la tumba —dijo Sancho—. Tu tarea es sencilla: reptas por ese pasaje, coges el peto y reptas de vuelta. ¿Lo has entendido?

—Si es algo tan sencillo, ¿por qué vuestro anterior ayudante no os lo trajo?

—Ya te lo dije, tuvimos que sellar urgentemente la abertura.

—¿No podíais haber esperado un momento para que él saliera con el tesoro?

Sancho me golpeó. Yo trastabillé hacia atrás y caí con fuerza al suelo. Él levantó ambas manos.

—Chico, chico, ¿ves lo que me obligas a hacer? Haces demasiadas preguntas. Cuando oigo demasiadas preguntas, me duele la cabeza.

Me condujo hasta la abertura.

—Cuando estés ahí abajo, llénate los bolsillos de gemas. Te dejaré quedarte con todo lo que encuentres.

Qué generoso, ¿no? De hecho, era capaz de cortarle la nariz a su propia madre si encontraba a alguien que se la comprara.

Me colgó del cuello una bolsa con cuatro velas y una pequeña antorcha. Y me entregó una vela encendida.

—No uses la antorcha hasta que llegues a la tumba.

Ató parte de un rollo de cuerda alrededor de mi cintura. La finalidad de la soga era guiarme de vuelta si el pasaje resultaba ser un laberinto.

Antes de meter la cabeza en el boquete, me agarró y me dio un fuerte abrazo.

—Amigo, si no encuentras el tesoro, mejor no salgas —me susurró.

Entré en aquel agujero negro con mucha desconfianza. No era medianoche en la abertura; el lugar era tan oscuro como Mictlán, el infierno; tan oscuro y silencioso como una tumba. El aire estaba tan helado e inmóvil como el aliento de un muerto. Olía como el aliento de un muerto: era un olor pútrido y estancado, como los cuerpos que se pudren en el río Veracruz, adonde se arrojaban los cadáveres de los africanos y los mestizos para ahorrarse el entierro.

El fraile tenía razón, a mí me educaron mal. Fuera adonde fuese, me esperaban problemas. Mientras que otros mestizos se mantienen abrigados y secos, como criados en una casa o, al menos, mueren misericordiosamente a temprana edad en una zanja con un vaso de pulque en la mano, yo no hago más que tentar al destino al agarrar a un jaguar por la oreja.

¿Qué iba a encontrar en esa tumba de antiguos reyes?

¿Qué me encontraría a mí?

Yo no tenía nada con lo que defenderme contra los espíritus del templo, salvo mi ignorancia.

El túnel era demasiado angosto para que yo siguiera avanzando sobre manos y rodillas. Me acosté sobre el vientre y empujé con brazos y codos. En seguida mis brazos y mis piernas se llenaron de cortes y de arañazos, mientras reptaba sobre el bloque de piedra a través del cual se había practicado la abertura.

Rogué al cielo que no hubiera en la tumba nada que se exacerbara al oler sangre fresca.

Después de avanzar un poco entre esa piedra áspera, que me dio la sensación de estar reptando sobre afiladas puntas de lanza, de pronto me encontré en otro túnel. Sólo alcanzaba a ver algunos centímetros delante de mí y me alegró estar sujeto a aquella cuerda. No mucho más grande que el boquete, ese túnel había sido tallado muchos siglos antes y era mucho más liso. Dejé una vela en el camino y la usé para encender otra. Las velas casi no disipaban la oscuridad.

A pesar de mi juventud y de mi vigor, me resultaba muy difícil arrastrarme apoyado en codos y piernas. Pronto respiraba con dificultad, no sólo por el esfuerzo sino por una abrumadora sensación de espanto. El frío, el hedor, aquel aire casi irrespirable y la negrura de aquel túnel hermético me aterraron. O bien aquel estrecho pasaje tenía como objetivo desalentar a los ladrones de tumbas, o bien los primeros zapotecas eran tan delgados y flexibles como las serpientes. El túnel se retorcía de manera insensata. Si llegaba a toparme con algún peligro y me veía obligado a retroceder, una hazaña incluso más difícil que mi doloroso avance, convertiría el templo en mi tumba, igual que mi predecesor…

¡Ay!, tropecé con un par de pies.

Confié en que aquellos pies sucios pertenecieran al cuerpo descompuesto del hombre que Sancho había sellado en el túnel y no a un antiguo espectro que aguardaba la llegada de un intruso.

La lobreguez de la luz iluminó unos pies sucios que parecían pertenecer más a una persona que había partido recientemente que a alguien sepultado allí milenios antes.

Me enfrentaba a un dilema. Podía retroceder reptando hasta salir y que Sancho me cortara el cuello, o podía tratar de avanzar por encima del cuerpo de aquel hombre.

Trepé por encima del cadáver como si fuera un hombre que le hacía ahuilnema a otro hombre. El cuerpo estaba descompuesto y había perdido sus fluidos. No había lugar para maniobrar. Después de hacer acopio de todas mis fuerzas, empujé hacia adelante con un gruñido. Mi espalda golpeó contra la parte superior del túnel. No podía avanzar. Traté de retroceder, pero estaba atascado.

¡Santa María! Esos actos de mi vida pasada acerca de los cuales Gull me había advertido, me pisaban una vez más los talones. Estaba trabado sobre carne seca y huesos. Ayya ouiya! Los indios creen que los hombres que usan a otros hombres como amantes irán al infierno con el pene metido en el trasero del otro. ¿Qué pensaría un futuro ladrón de tumbas si me encontraba montado sobre ese otro hombre?

Les ofrecí compensación a los dioses por las cosas malas que pudiera haber hecho en vidas pasadas… y también en la presente. Después empujé, gruñí y gemí desde encima del hombre muerto más de lo que lo había hecho con la mujer viva que encontré en el cementerio el Día de los Muertos. Mi espalda raspó contra el techo y mi barriga contra el cadáver. Cuando sentí la cabeza del hombre contra mi estómago, supe que la victoria estaba cerca. La cabeza se deslizó entre mis piernas y ¡estaba libre!

Ayyo, hacerle ahuilnema a un muerto costaba mucho trabajo.

El túnel presentaba ahora un declive hacia abajo, y mi avance se aceleró. Llegué al final de la soga y tuve que desatármela de la cintura. El espacio que me rodeaba se ensanchó y ya no alcanzaba a ver las paredes con la vela. Me puse en pie y encendí la antorcha con la vela. Cuando su llama titiló, supe que había llegado a la tumba.

Las paredes blancas y el cielo raso reflejaban la luz de la antorcha y revelaban una cámara larga y angosta. A lo largo de las paredes, unos treinta centímetros debajo del cielo raso, unas inscripciones en escritura ideográfica describían las hazañas heroicas del soberano que ocupaba la tumba. Había unas vasijas abiertas de arcilla con comida, armas y semillas de cacao para el viaje al más allá.

A lo largo de las paredes había estatuas de tamaño natural de guerreros vestidos para el combate. Al mirar con más atención, comprendí que no eran estatuas de piedra sino hombres de verdad que habían sido embalsamados de manera que se convirtieran en un monumento rígido.

Al final de la hilera de guerreros, había cuatro mujeres sentadas, cuyas edades iban desde una muchacha adolescente hasta una anciana. Del mismo modo que los guerreros, ninguna parecía demasiado contenta de que la hubieran transformado en estatua. Supuse que eran las esposas del soberano, que se encontraba sentado en una silla, sobre un espacio plano, cinco peldaños más arriba que el suelo. Llevaba la famosa máscara-peto de oro. La armadura ornamental le cubría la cara y se extendía hasta la mitad del pecho.

A sus pies había un perro amarillo. Y también un nido de enormes alacranes como nunca los había visto. Eran del tamaño del pie de un hombre. Una picadura y me reuniría con el soberano en el Mictlán. Se me puso la carne de gallina cuando caminé alrededor de ellos.

La antorcha comenzaba a apagarse. Rápidamente separé el tesoro de oro del hombre y corrí de vuelta a la abertura del túnel. Hice una pausa para quitarme la camisa y utilizarla para atrapar un escorpión. Fue más un impulso que un plan. Con la máscara-peto y la camisa delante de mí, inicié la vuelta y me abrí camino por encima del cadáver.

Al ir acercándome a la abertura donde los ladrones esperaban, decidí cuál sería mi estrategia. Si llegaba al boquete con el tesoro en la mano, Sancho me lo arrancaría y me cortaría el cuello. Si no lo llevaba, también me cortaría el cuello. Pero si no llevaba el tesoro en las manos, tal vez podría tratar de huir. Dependía de dónde se encontrara cada uno. Hacía un par de horas que estaba en el interior del túnel. Si los dioses decidían aceptar mi oferta de apaciguamiento, ellos no estarían esperándome junto a la abertura.

Al acercarme al final del túnel avancé lenta y sigilosamente, haciendo una pausa de vez en cuando para escuchar qué hacían los ladrones. Un ruido extraño, que no logré identificar, se transmitió por el túnel. Cada pocos pasos me detenía a escuchar. El ruido se hizo más intenso a medida que me acercaba a la abertura.

Cuando todavía estaba en la oscuridad del túnel, a unos tres metros y medio de la abertura, vi a Mateo y a Sancho jugando a las cartas. Estaban bajo la sombra de un árbol, a unos cien pasos de distancia.

Me acerqué un poco más al final del túnel. Uno de los mestizos entró en mi campo visual. Estaba cocinando y se encontraba más lejos que los dos españoles. Mi corazón empezó a latir más de prisa. Con suerte lograría salir, ponerme de pie y echar a correr antes de que me vieran.

Seguí avanzando lentamente. Y vi un par de piernas.

El otro mestizo estaba sentado cerca de la abertura. Se había quedado dormido sentado, roncaba, cabeceaba y tenía las piernas extendidas.

Tenía que deslizarme del boquete y cruzar el montón de escombros que habían generado las explosiones del polvo negro. Y echar a correr, antes de que el mestizo tuviera tiempo de gritar y atraparme.

Era imposible, así que puse en práctica el segundo plan.

Hice volar la camisa y el escorpión sobre sus rodillas. Salí del boquete y cogí una piedra más grande que mi puño. El mestizo se despertó en seguida y se asustó terriblemente al ver el enorme escorpión. Todavía no había salido de su sorpresa cuando lo golpeé en la cara con la piedra.

Corrí, mientras los gritos de Sancho y Mateo me perseguían. No había follaje denso para que yo me ocultara, así que me vi obligado a dirigirme a la pirámide y comencé a rodearla. Los cuatro que me perseguían se separaron para atraparme. Lentamente me cerraron una vía de escape y, después, la otra.

Se me acercaron hasta que quedé a unos tres metros y medio de Sancho.

—¿Dónde está mi tesoro? —gruñó él. Estaba muy enojado.

—Lo he escondido. Déjame marchar y te diré dónde está.

—Me lo dirás porque empezaré a cortarte partes del cuerpo, empezando por la nariz.

Se abalanzó sobre mí, blandiendo la espada, y me hizo varios tajos en el pecho.

—Voy a cortarte en rodajas hasta que me contestes.

Lo esquivé y me topé con Mateo.

Él me agarró. Sancho se me acercó de nuevo blandiendo la espada, pero Mateo le bloqueó el ataque con la suya.

—¡Detente! Matarlo no nos servirá de nada.

—Pero me quedaré satisfecho. —Sancho hizo un amago de atacarme y la espada de Mateo volvió a impedírselo. Mateo me sostuvo con una mano, cruzó repetidamente su espada con la de Sancho y lo hizo retroceder.

—¡Matadlo! —les gritó Sancho a los dos mestizos.

Los dos mestizos cargaron contra Mateo, que blandió su espada hacia ellos y cortó la cara de uno. Ambos retrocedieron.

Un grupo de hombres a caballo aparecieron en la zona del templo.

—¡Soldados! —gritó uno de los mestizos. Los dos mestizos echaron a correr. Vi que Sancho desaparecía por el otro costado del templo. Debía de haber visto a los jinetes antes que el resto de nosotros. Mateo no me soltó, pero tampoco hizo ningún intento de huir.

—¡Tenemos que correr! —exclamé. La pena por robar tumbas era la horca.

Él siguió aferrado a mí, pero no dijo nada hasta que los hombres a caballo se acercaron. Entonces me soltó, se quitó el sombrero y saludó al jefe de los jinetes con una reverencia y un floreo con el sombrero. Los otros jinetes se fueron a perseguir a los bandidos.

—Don Julio, llega tarde. Nuestro amigo Sancho se ha ido hace un momento. A juzgar por la velocidad con que corre, sospecho que a estas alturas ella ya estará en la ciudad vecina.

Era el hombre de la feria que le había extraído la flecha al indio herido y frente a quien yo había puesto de manifiesto mis conocimientos.

—Id tras ella —le dijo don Julio a un hombre con el uniforme de soldado del virrey.

¿Ella? ¿Por qué llamaban mujer a Sancho?, me pregunté. No necesitaba que el Sanador me dijera cuál sería mi destino a través de los cantos de los pájaros. Si descubrían que yo era buscado por asesinato, me torturarían antes de matarme.

—Nuestro amigo Sancho estuvo a punto de matarnos a mí y a este demonio de jovencito —dijo Mateo—. El muchachito salió del templo sin el tesoro.

¡Ajá! Mateo había conspirado para engañar a los demás con el tal don Julio. Sin duda, también los soldados estaban involucrados. Un plan muy astuto, por cierto.

—¿Dónde está la máscara? —me preguntó don Julio.

—No lo sé, señor —gemí, con mi mejor voz de lépero—. Juro por todos los santos que no he podido encontrarla. —Bueno, más tarde podía regresar y recoger el tesoro para mí.

—Miente —dijo Mateo.

—Por supuesto que miente. Incluso ha olvidado cómo hablar buen español y se expresa ahora como alguien de la calle. —Don Julio me dirigió una mirada sombría—. Eres un ladrón que ha profanado una antigua tumba. El castigo es sumamente severo. Si tienes suerte, te colgarán antes de que tu cabeza sea clavada en un poste como advertencia para otros.

—¡Él me obligó a hacerlo! —dije, y señalé a Mateo.

—Tonterías —repuso don julio—. El señor Rosas es un hombre del rey, igual que yo. Se alió con Sancho para pillarla in fraganti violando una tumba.

—¿Por qué hablan de Sancho como si fuera una mujer? —pregunté.

—Contesta a mi pregunta, chico. ¿Dónde has escondido el tesoro?

—No he encontrado ningún tesoro.

—¡Ahorcadlo! —ordenó don julio.

—En el túnel, está en el túnel. Iré a buscarlo.

Me ataron una cadena al tobillo y me mandaron de nuevo al interior del túnel como si fuera un pez al que en cualquier momento pudieran sacar de allí simplemente tirando de la cadena. A los dos mestizos los encadenaron al mismo tiempo que a mí. Ambos iban camino de la cárcel de Oaxaca cuando yo entré en el túnel.

Con la máscara-peto en la mano, inicié el regreso por el túnel. Tenía el corazón en la boca. Estaba reptando hacia el nudo corredizo del verdugo. Una vez en el exterior, don Julio, Mateo y los soldados me rodearon para contemplar el tesoro.

—Magnífico. Es una pieza excelente —dijo don Julio—. Se lo mandaremos al virrey, quien se lo enviará al rey, a Madrid, en el próximo viaje de la flota del tesoro.

Siguiendo instrucciones de don Julio, Mateo me rodeó el cuello con una soga que tenía una pieza de madera donde debería estar el nudo.

—Si tratas de escapar, la soga se ajustará alrededor de tu cuello y te estrangulará. Es un truco que aprendí cuando era prisionero del bey de Argel.

—¿Por qué me salvaste la vida?, ¿para que me ahorcaran? Tienes que decirle la verdad a don julio. Soy inocente.

—¿Inocente? Quizá no seas del todo culpable esta vez, pero ¿inocente?

Todavía no habíamos hablado de que Mateo hubiera decapitado a un hombre por mí; no era algo que yo pudiera revelar en mi beneficio, porque de lo contrario lo habría hecho.

—Traicionaste a Sancho —le dije.

Él se encogió de hombros.

—A ella no se la traiciona. Simplemente se toman decisiones para evitar su traición. ¿Acaso alguno de nosotros esperaba algo de ella que no fuera una daga clavada en la espalda? Eh, amigo. Don Julio también tiene una de estas sogas alrededor de mi cuello, sólo que tú no puedes verla. Él es un hombre de honor y de su espada. Si soy leal con él, la soga no me estrangulará.

—¿Quién es él? Creí que era médico.

—Don Julio es muchas cosas. Sabe de cirugía y de medicina, pero ésa es sólo una parte muy pequeña de sus conocimientos. Sabe cómo fueron construidos estos edificios y por qué el sol asciende por la mañana y desciende por la noche. Pero lo que más debe preocuparte es que es el agente del rey que investiga los planes para robar los tesoros y otras intrigas. Y que tiene potestad para mandar ahorcar a un hombre.

—¿Qué va a hacer conmigo?

Mateo se encogió de hombros.

—¿Qué es lo que te mereces?

Ay, eso era lo último que quería: que aquel hombre me juzgara.