VEINTIUNO

Ya era casi mediodía cuando divisé al fraile en el camino. Con él venía fray Juan, y los dos compartían una mula. Salí corriendo de mi escondite y expresé mi alegría, pero en seguida me contuve cuando fray Antonio me lanzó una mirada de advertencia. Era obvio que él no le había hablado a su amigo de mis problemas, y puedo imaginar el porqué. Fray Antonio, sí bien no era un hombre de espada ni de fuego, tenía el corazón de un león, un león a veces asustado, pero movido por su pasión por la justicia. Fray Juan era más etéreo, una alma dulce y bondadosa, con un corazón tímido y tierno.

—Cristo, le conté a fray Juan que estabas tan ansioso por acompañar a tus amigos a la aldea que quedaba cerca del camino a Jalapa, que me pediste que me reuniera contigo. ¿Tus amigos llegaron bien a su casa?

El fraile me estaba preguntando si yo había tenido algún problema.

—Sí, pero no pudimos contactar con ese tal Ramón. No se presentó.

El fraile parecía aliviado.

Emprendí nuevamente la marcha detrás de la mula de los dos españoles, de acuerdo a mi rango.

Jalapa queda al norte de Veracruz y en el interior del país. Era el único camino a la Ciudad de México, y hasta allí había varios días de difícil caminata desde Veracruz. Cuando me reuní con los dos frailes, yo ya había cubierto un poco menos de la mitad de la distancia. Nos llevaría más tiempo cubrir la segunda parte del viaje. Después de cruzar las arenas de tierra caliente y de subir la montaña, el sendero se hizo empinado y estrecho. Durante la época de las lluvias, nuevos arroyos brotaban a lo largo del sendero y los ríos saltaban de sus márgenes.

Se habló poco durante la ruta. Yo tenía muchas preguntas que hacerle al fraile, pero no se las hice. Por la dureza sombría de sus facciones, supe que no todo había salido bien en Veracruz. Aunque fray Juan ignoraba mis problemas, en seguida se dio cuenta de que algo sucedía.

—Antonio dice que tiene problemas con su estómago —dijo fray Juan—. ¿Qué opinas tú, Cristóbal? ¿No será que, en realidad, tiene problemas con una mujer?

Bromeaba, pero el problema del fraile era una mujer, aunque no en el sentido sugerido por fray Juan.

A medida que ascendíamos por las estribaciones y las montañas, el aire se hacía más fresco. El viaje era casi agradable, hasta que llegamos a una pulquería. Parecida a la otra frente a la cual me había detenido, era dirigida desde una choza india. Una enorme vasija de arcilla con pulque y un horno de piedra para cocinar las tortillas se encontraban a la sombra, flanqueados por troncos, debajo de unos árboles. Podría haber representado un respiro si los frailes, sentados sobre troncos, no hubieran iniciado una conversación con sacerdotes de la Inquisición.

Eran tres dominicos, dos frailes simples de hábito negro y un prior que llevaba la cruz verde del Santo Oficio de la Inquisición. En seguida me tomaron por sirviente indio o mes tizo de los frailes y, como tal, era de tan poco interés para ellos como nuestra mula. Sus seis criados se encontraban sentados a cierta distancia.

Los dominicos saludaron a fray Juan con cordialidad, pero ignoraron a fray Antonio intencionadamente. Yo había visto esa misma actitud hacia él por parte de otros sacerdotes. Fray Antonio había caído en desgracia con la Iglesia. El hecho de que brillara a los ojos de Dios y de los pobres no significaba nada para los clérigos que usaban medias caras, zapatos de cuero y camisas de seda debajo de los hábitos.

Los inquisidores inmediatamente comenzaron a atormentar a fray Antonio y a fray Juan; al primero, por violar las reglas de la Iglesia, y al segundo, por asociarse al que las había violado.

—Fray Juan, dinos qué hay de nuevo en Veracruz. En el camino hemos oído decir que ha llegado el arzobispo.

—Es cierto —respondió Juan—. Estoy seguro de que el festival con que se celebra su llegada sigue en pleno apogeo.

—¿Y qué me dices de los pecadores? Se comenta que nuestro buen amigo del Santo Oficio, fray Osorio, le tiene echado el ojo a un blasfemo de Veracruz que pondrá a prueba su fe en las llamas de una hoguera.

Fray Juan hizo una mueca al oír pronunciar el nombre del temido inquisidor de Veracruz. Fray Antonio mantuvo todo el tiempo su mirada lejos de los inquisidores, pero tenía la cara roja por la furia ante la mención de Osorio.

—¿Qué los trae por este camino? —Preguntó fray Juan, cambiando de tema—. ¿Van a darle la bienvenida al arzobispo y a escoltarlo a la Ciudad de México?

—No, darles caza a los blasfemos, que es la misión que Dios nos ha encomendado, nos ha impedido celebrar la llegada del arzobispo —dijo el prior. Bajó la voz y su tono fue de confidencia—. Vamos camino a Tuxtla para investigar la acusación de que algunos judíos marranos portugueses practican en secreto el arte negro de su diabólica religión.

—¿Hay pruebas concretas? —preguntó fray Juan.

—Sí, las más serias desde que los Carvajal fueron enviados al infierno entre alaridos.

Los ojos del inquisidor se entrecerraron al hablar de desenmascarar a los judíos y mandarlos al diablo. Un marrano era un judío que aseguraba haberse convertido al cristianismo, pero seguía practicando en secreto su religión prohibida.

—Nueva España está poblada de judíos —exclamó el prior con voz fuerte por la emoción—. Son la escoria de la Tierra, falsos conversos que se hacen pasar por cristianos temerosos de Dios, pero en realidad nos traicionan. Ocultan sus acciones pecaminosas y el odio que nos tienen, pero cuando les hayamos arrancado la máscara, su maldad quedará expuesta.

—Ellos adoran al demonio y al dinero —murmuró un fraile.

—Secuestran a muchachos cristianos y cometen actos perversos con ellos —acotó otro de los frailes.

Sentí una animosidad instantánea hacia esos tres hermanos que habían hecho votos de amor y de pobreza, pero que se portaban como tiranos asesinos. Yo había oído hablar del Santo Oficio de la Inquisición y conocía el miedo que le tenía fray Antonio a ese inquisidor. Con frecuencia lo había oído lanzar improperios con respecto al trabajo que realizaban. Una vez, algo bebido, me dijo que los inquisidores eran los sabuesos de la Iglesia y que algunos tenían la rabia.

Me di cuenta de que tanto fray Juan como fray Antonio se sentían intimidados por los inquisidores. Por aquella época, yo no sabía cómo actuaban esos perros de la Iglesia, si intentarían caer sobre el fraile o si eran meramente matones. Permanecí acurrucado muy cerca con la mano en el cuchillo que llevaba debajo de la camisa.

El prior le indicó a fray Juan que se acercara para decirle algo en secreto, pero lo hizo en voz suficientemente alta como para que yo lo oyera.

—Fray Osorio nos envió una comunicación en la que nos informaba de que, al examinar a una mujer que había sufrido torturas, descubrió una señal del demonio que es de gran interés para el Santo Oficio.

—¿En qué consiste? —preguntó fray Juan.

—¡En la teta de una bruja!

El joven fraile se quedó boquiabierto y fray Antonio me miró para comprobar si yo estaba escuchando. Al ver que así era, fray Antonio anunció en seguida que debíamos continuar nuestro viaje.