TREINTA
Había calidez en el interior de la carpa, el calor sutil de un cuerpo. Y fragancia. Aroma a agua de rosas. El olor de una mujer.
Me paralicé de terror. ¡Dios mío! Todo el campamento despertaría con los gritos de aquella mujer.
Manos tibias me buscaron y me aferraron.
—Date prisa, amor mío, antes de que vuelva mi marido.
Me apretó contra ella, se quitó de encima la manta de un tirón y su cuerpo desnudo brilló en la oscuridad. ¡Reconocí su voz! Era la más alta de las dos actrices.
Labios calientes y húmedos encontraron los míos. Los suyos eran dulces, con un dejo de licor de cerezas. Se tragaron mi boca y su lengua se abrió camino entre mis labios y jugueteó con la mía. Yo me aparté para tratar de respirar. La tigresa me aferró y volvió a apretarme contra su cuerpo y a sepultar mi cara entre sus tersos y suculentos pechos.
La razón desapareció de mi cabeza cuando mis instintos viriles entraron en erupción. Besé aquellos montículos suaves y cálidos. Tal como la muchachita mulata me había enseñado en el río, mi lengua encontró las frutillas en la punta de sus pechos. Para mi deleite, estaban firmes y erectas y era un placer besarlas.
La mujer me levantó la camisa y deslizó sus manos por mi pecho. Se incorporó y me lo besó, y con la lengua acarició mis tetillas excitadas. Yo lancé un grito de placer y de gozo. Con razón, los sacerdotes hablan tanto de conocimiento carnal. ¡El roce de una mujer era el cielo en la tierra! Yo creía que el hombre era el que mandaba cuando se hacía el amor. Ahora entiendo por qué los hombres luchan y mueren por la sonrisa de una mujer.
Su mano se deslizó dentro de mis pantalones y ella tomó mi virilidad.
—Mateo, mi amor, apresúrate, dame tu garrancha antes de que la bestia venga.
¡La mujer de Mateo! ¡Ay de mí! La voz de la razón me habría dicho que mis elecciones en la vida se habían limitado a ser matado por un marido celoso o un amante celoso, el que me sorprendiera primero probando el fruto prohibido. Pero mi mente había dejado de dirigir mis actos y, a medida que mi excitación y mi anhelo aumentaban, mi garrancha empezó a dirigir mis actos.
Ella me situó sobre su cuerpo. Recordé la existencia de ese pequeño botón que tienen las mujeres que hace que la fuente de la lujuria fluya, y busqué con la mano ese jardín secreto. Su pequeño botón estaba firme y erecto, como las frutillas de sus pechos. Cuando se lo toqué, su cuerpo se convulsionó. Una ola de intenso calor la recorrió y fue tan violenta que la sentí en mi propia piel, y un gemido de placer escapó de sus labios. Me besó salvajemente, y su boca y su lengua me acariciaron, juguetearon conmigo, me sondearon.
Ella abrió bien las piernas, tomó mi garrancha y tiró de mí hasta que quedé entre sus piernas. Yo estaba aturdido de ansia y de deseo. La punta de mi órgano masculino tocó su jardín secreto y…
¡Ahh! Un fuego se encendió en mis partes viriles y se diseminó por todo mi cuerpo. Mis venas se convirtieron en fuego líquido, mi cerebro se derritió. Mi virilidad comenzó a pulsar por su cuenta y a arrojar chorros de jugo viril.
Permanecí tendido sobre ella, sin aliento, atontado, derritiéndome entre sus brazos. Acababa de estar en el Nirvana, en el jardín de Alá.
Ella lanzó un gruñido y me apartó.
—¡Estúpido! ¿Por qué has hecho eso? ¡No has guardado nada para mí!
—Yo… ¡lo siento!
Ella se sorprendió al oír mi voz.
—¿Quién eres?
El faldón de la carpa se abrió y los dos nos quedamos paralizados. Una sarta de improperios de borracho acompañaron más intentos de abrir el faldón.
No necesité que ella me dijera que su marido había llegado, el que ella llamaba la bestia. Por la voz me pareció que se trataba del actor que encarnaba el pirata inglés. Llevaba una espada muy grande.
Me aparté mientras el faldón de la carpa se abría y me subí los pantalones. El marido de la mujer entró y cayó de rodillas. En la oscuridad no pude ver bien sus facciones. Sólo la piel blanca de ella era visible dentro de la carpa. Él se soltó la espada del cinto y la arrojó a un lado.
—Me estabas esperando, ¿no?
Si tan sólo supiera…
Permanecí inmóvil y ese demonio llamado terror me apresó entre sus garras; contuve el aliento y deseé que la tierra se abriera y me tragara antes de que aquel hombre descubriera mi presencia.
Él se arrastró hacia el cuerpo desnudo de su mujer y se bajó los pantalones. Después trepó sobre ella sin pronunciar una palabra de afecto ni hacerle una caricia. Probablemente la bestia ni siquiera conocía la existencia del botón de la lujuria.
Un instante después, él gimió y se sacudió cuando su jugo viril explotó. Entonces eructó.
—¡Animal borracho!
Ella lo golpeó. Alcancé a ver el resplandor de su brazo blanco cuando le lanzó el puñetazo. Le golpeó en un lado de la cabeza y entonces él rodó hasta el suelo desde encima de ella.
Yo me deslicé por debajo de la carpa en el momento en que ella caía sobre él, gritando y arañándolo como un gato salvaje.
Arrastrándome sobre rodillas temblorosas, regresé al campamento de los frailes. No vi al hombre que pensé que podía estar inspeccionando los campamentos.
Al acostarme sobre mi manta y observar el cielo nocturno, comprendí que había aprendido otra lección acerca de las mujeres. Si un hombre recibe placer de ellas, será mejor que esté preparado para devolverles ese placer. Ellas tienen las garras y el temperamento de un jaguar.