TREINTA Y SIETE

Tuve que salirme del camino que iba a Jalapa. Con el arribo de la flota del tesoro y todo el alboroto que se había organizado con la llegada del arzobispo, aquél era, sin duda, el camino más transitado de Nueva España. Como se decía de Roma, todos los caminos conducían a la gran Ciudad de México, en el corazón del valle del mismo nombre. A pesar de los relatos prodigiosos que había oído acerca de la ciudad —isla que los aztecas llamaban Tenochtitlán—, no me animaba a aventurarme en ella. Muchas veces el tamaño de Veracruz, la Ciudad de México no sólo tenía al virrey y sus oficinas administrativas, sino que la mayoría de los notables del país poseían una casa —o, más exactamente, un palacio— en la ciudad. Las posibilidades de toparme allí con la matrona asesina y sus secuaces serían muchas.

Si Luis, el muchachito malvado, llegaba a sospechar que yo era el famoso asesino lépero, o si Elena tontamente compartía un momento de candor con él, los sabuesos ya estarían siguiendo mi rastro. Me apuré y comencé a caminar muy de prisa. No podría dejar el camino hasta llegar a uno de los senderos que, partiendo de él, serpenteaba a través de aldeas diseminadas por las estribaciones y las montañas. No conocía la zona y sencillamente no podía internarme en la jungla en busca de una aldea. Estaba asustado, tenía miedo de ser capturado, torturado, tenía miedo de que me mataran. Pero, aun a los quince años, también me preocupaba la idea de morir y dejar que algunas cosas censurables quedaran impunes.

Entendía que la vida era difícil. Que no hay justicia para los pobres, los indios y los mestizos. Que las injusticias eran parte de la vida y que las maldades generaban más maldades, del mismo modo en que una piedra que cae en un estanque produce muchas ondas. Pero el recuerdo de Ramón retorciendo la daga en el cuerpo del fraile me enfureció entonces y me acosa ahora. A pesar de mi juventud, si yo muriera sin poder vengar la muerte del fraile, mi tumba no sería un lugar de descanso, sino un lugar en el que me revolvería en medio de una insatisfacción y una infelicidad eternas.

No había nadie a quien pudiera recurrir. El alcalde nunca creería la palabra de un mestizo frente a la de un español. Aunque alguien escuchara mis lamentos, no habría justicia para mí. En Nueva España, la justicia no estaba administrada por Temis, la diosa griega de la justicia, quien pesaba en la balanza la voluntad de los dioses. La mordida era la madre de la justicia en las colonias. Los alcaldes, los jueces, los alguaciles y los carceleros, todos le compraban sus cargos al rey y se esperaba que cobraran sobornos, llamados mordidas, para sacar provecho del cargo público. Yo ni siquiera podía ofrecer un bocadito.

Oí ruido de cascos de caballos y en seguida salí del camino y me escondí entre los arbustos. Cuatro jinetes pasaron junto a mí. No reconocí a ninguno de ellos. Tal vez eran vaqueros que volvían a la hacienda desde el festival de Veracruz, o cazadores que buscaban a un muchachito pordiosero por cuya cabeza se ofrecía una recompensa de cien pesos. Esa cantidad de dinero era una fortuna. Los vaqueros cobraban menos por el trabajo de todo un año.

Cuando el silencio se instaló una vez más en el camino volví a subir hasta él y a caminar de prisa.

Lo único que yo conocía de Nueva España era la zona de Veracruz-Jalapa. La aldea en la que nací se encontraba en la parte norte del valle de México y, aparte de mi recuerdo de un grupo de chozas, no sabía nada con respecto a esa región. Fray Antonio me había dicho que la mayor parte de Nueva España, desde Guadalajara hasta el extremo de la región de Yucatán, era o bien jungla o montañas o un valle profundo. Había pocas ciudades de importancia y, en general, eran aldeas indias, muchas de las cuales se encontraban dentro de haciendas. Una vez él me mostró un mapa de Nueva España y me señaló que había sólo algunas ciudades dominadas por los españoles y muchísimas aldeas, cientos de ellas, que tenían poco contacto con los españoles; excepto un sacerdote en alguna parte de la zona. En todas direcciones, y hasta que se llegaba a los temidos desiertos del norte, el terreno se prestaba sólo para las caravanas de burros y mulas por senderos creados más por el paso de pies humanos y animales que por el uso de carros con ruedas.

Según el fraile, ésa era la razón por la que los aztecas nunca inventaron un carro con ruedas, que se usa tanto en Europa y otros lugares del mundo. Ellos entendían la función de la rueda y construían juguetes con ruedas para sus hijos. Pero los carros no les servían para nada, porque no tenían bestias de carga que tiraran de ellos; el caballo, el borrico, la mula y el buey fueron todos traídos al Nuevo Mundo por los españoles. Sin carros, no tenían sentido los caminos anchos. La bestia de carga de los aztecas eran ellos mismos y los esclavos y, a diferencia de lo que ocurría en las ciudades, ellos sólo necesitaban senderos para recorrerlos a pie.

Después de una hora de caminata, vi a algunos indios que abandonaban el camino principal para tomar un pequeño sendero. Un cartel de madera en la cabecera del sendero rezaba «HUATUSCO». Yo había oído antes ese nombre, pero no sabía si era una aldea o una ciudad. Tampoco sabía a qué distancia quedaba ni qué haría cuando llegara allí. Al ver ese cartel cuando iba camino de la feria le pregunté al fraile si Huatusco era un lugar importante. Él no lo conocía, pero me dijo que probablemente se trataba de una aldea india. «Hay docenas de senderos que se bifurcan en el camino entre Veracruz y el valle de México —había dicho—, y la mayoría conducen de una aldea india a otra».

Mientras avanzaba trabajosamente por el sendero, que era poco más que una senda para caminantes y mulas, una serie de preocupaciones comenzaron a acosarme por miedo a ser perseguido. No tenía dinero. ¿Qué haría para comer? No se puede mendigar alimentos a personas tan pobres que, para ellas, un puñado de maíz y fríjoles son una comida. ¿Durante cuánto tiempo podría seguir robando antes de que me clavaran una lanza en la espalda? Entrar en el país indio me daba más miedo que esconderme en la ciudad. Como le había dicho al fraile, en la jungla la comida sería yo. Pero no había ciudades en las que pudiera esconderme y tenía que apartarme del camino principal.

No era demasiado joven para trabajar, pero no tenía habilidades. Sí tenía dos manos y dos pies, lo cual me convertía en alguien capaz de hacer los trabajos manuales más elementales. En una tierra en donde la única virtud de un indio, a los ojos de los españoles, era servir como animal de tiro, no habría mucha demanda para un muchacho adolescente. No porque yo estuviera dispuesto a trabajar para un español. Nueva España era un lugar grande, pero en él, los españoles eran pocos en comparación con los indios. La noticia de que un mestizo había matado a unos españoles se propagaría como la peste.

Me pregunté cómo habría enfocado ese problema el pícaro de Guzmán. Cuando él actuaba como pordiosero y un momento después como aristócrata, cambiaba la manera de caminar y de hablar.

Mi conocimiento de la lengua azteca lo había obtenido de indios en las calles de Veracruz y lo había mejorado al mezclarme con tantos indios en la feria. No era perfecto, pero existían tantas lenguas y dialectos indios que mi forma de hablar no despertaría demasiadas sospechas. Sin embargo, mi apariencia sí lo haría.

La presencia de un mestizo en las ciudades y a lo largo de los caminos no era algo poco frecuente. Pero un mestizo sí se destacaría en las aldeas indias. Yo era alto para mi edad y de piel más clara que la mayoría de los indios, aunque hubiera pasado años al sol abrasador de la tierra caliente. Mis pies ya tenían suficiente tierra incrustada como para esconder su linaje.

Mi pelo no era tan negro como el de la mayoría de los indios, así que me encasqueté más el sombrero. Para las pocas oportunidades en que mi pelo quedaría expuesto, necesitaría algo, quizá el carbón de una hoguera apagada, para oscurecerlo, pero por ahora mis pies se veían impulsados por la necesidad de mantenerme en movimiento. De todos modos, la mayoría de los españoles no notarían la diferencia.

Al pensar en mi apariencia, en cómo mis pies sucios me llevaban por el sendero, decidí que la forma en que caminaba y hablaba y los movimientos de mi lenguaje corporal seguramente me delatarían. Un lépero criado en las calles de una ciudad no tendría la actitud serena y estoica que caracterizaba al indio. Nuestra voz era más fuerte, nuestros pies y nuestras manos se movían con mayor rapidez. Los indios eran un pueblo derrotado, conquistado por la espada, diezmado por una enfermedad que mataba a nueve de cada diez de los suyos, quebrado y asesinado en las minas y en las plantaciones de caña de azúcar, encadenado, marcado y regido por el látigo.

Necesitaba adoptar la estoica indiferencia que caracterizaba al indio, salvo cuando estaba borracho. Cuando estuviera en contacto con gente, tendría que parecer más callado, menos seguro y agresivo.

Caminé de prisa y sin ningún sentido de la orientación excepto para mantener un pie delante del otro y alejarme de quien pudiera estar siguiéndome. Como había descubierto durante mi viaje anterior a lo largo del camino a Jalapa, era poco lo que sabía acerca de cómo conseguir comida o encontrar refugio en el descampado y en la selva. Durante una hora de avanzar por el sendero, pasé por plantaciones de maíz. Los indios que trabajaban en esos campos me miraron con la misma expresión sombría que yo había recibido en el camino a Jalapa. Pero esos indios eran estoicos, aunque no estúpidos. Como un hombre que ve a otro que trata de seducir a su mujer, aquellos peones notaron hambre en mis ojos cuando observé los maizales de plantas altas y delgadas.

En la ciudad corrían muchas historias tétricas acerca de las tribus aztecas en las junglas y las montañas: se decía que realizaban sacrificios humanos y después comían a las víctimas. Esos relatos hacían gracia en las calles de una ciudad, pero no aquí, en el país indio.

Anteriormente había llovido y el cielo anunciaba más lluvias. Yo no tenía nada con que encender un fuego, ni tampoco había allí suficiente leña seca para quemar. El agua volvió antes de que yo hubiera caminado otra hora, primero en, una bruma, y después como un fuerte chaparrón. Le di la bienvenida a la lluvia porque obstaculizaría a quienes me persiguieran, pero tenía que encontrar un refugio.

Llegué a una pequeña aldea, de no más de una docena de chozas. No vi a nadie excepto a una criatura desnuda y de ojos oscuros que me miraba fijamente desde al lado de una puerta, pero intuí otros ojos fijos en mi persona. No había lugar para mí en esa pequeña aldea de indios, y seguí el viaje. Si me hubiera detenido o hubiese mendigado una tortilla, habría sido recordado. Yo quería que todo aquel que me viese pensara que era alguien que simplemente regresaba de una feria.

Un fraile que montaba una mula, seguido por cuatro criados indios a pie, pasó junto a mí. Estuve tentado de pararlo y contarle mi lamentable historia, pero sensatamente seguí adelante. Como fray Antonio me dijo, ni siquiera un sacerdote aceptaría la palabra de un lépero acusado de asesinar a unos españoles.

Caminé por entre el barro de otra aldea, mientras la lluvia seguía cayendo. Una serie de perros me ladraron y uno de ellos me persiguió hasta que le lancé una piedra. Los indios criaban a los perros para comérselos y, si yo hubiera tenido con qué encender fuego, habría matado a aquel animal y, así, habría tenido una jugosa pata de perro para la cena.

Muy pronto el sombrero que me cubría la cabeza quedó empapado, al igual que la manta que llevaba sobre los hombros, los pantalones y la camisa. Esa escasa cantidad de ropa era adecuada para soportar el calor de la costa, pero con esa lluvia helada que seguía cayendo sobre mí como un mal presagio, temblaba y estaba calado hasta los huesos.

Más plantaciones de maíz y casas con techo de paja para almacenar el maíz me tentaron cuando pasé junto a ellas. Mi estómago protestaba con fuerza hasta que estuvo demasiado débil para seguir haciéndolo. Llegué a un campo de maguey y miré en todas direcciones. Al no ver a nadie, me acerqué a una de las plantas en proceso de ser cosechadas. Estaba demasiado cansado para buscar un escondite secreto. De todos modos, lo más probable era que no hubiera ningún aprovisionamiento oculto. Era un campo pequeño y posiblemente pertenecía a un indio que lo usaba para su consumo personal y vendía poca cantidad.

El corazón de la planta ya había sido cortado. Trozos de caña hueca se encontraban apilados cerca. Corté un pedazo para chupar el jugo de la planta. Hice varios intentos hasta que finalmente pude extraer un poco. Detestaba aquel sabor amargo y rancio y el jugo no fermentado del maguey, pero al menos me impediría morir de hambre.

El castigo de los dioses en forma de lluvia cayó cada vez con más fuerza. Me vi obligado a abandonar el sendero para encontrar refugio entre la vegetación de hojas anchas. Dispuse esas hojas anchas sobre mí y me acurruqué hasta quedar hecho una bola. ¡Ay de mí! De nuevo recordé qué poco sabía del aspecto indio de la vida, esa parte de mi ascendencia que había estado vinculada a esta tierra desde tiempos inmemoriales. Me sentí un intruso allí, alguien a quien los dioses indios, que se habían retirado a las junglas y a las montañas, miraban con desprecio.

No importaba qué hiciera yo, cómo me moviera, la lluvia me encontraba. Temblé por la humedad y el frío y me sentí muy mal hasta que finalmente pude quedarme dormido.

Soñé con cosas oscuras, cosas sin forma que me infundieron un miedo profundo y malos presentimientos. Cuando desperté, todavía era de noche. La lluvia había cesado. El aire estaba más caldeado y la noche negra se había llenado de niebla. Mientras permanecía tumbado y en silencio, tratando de sacudirme el miedo que me había dejado el sueño, oí que algo se movía entre los arbustos y se me puso la carne de gallina.

Escuché con mucha atención, sin mover un solo músculo y casi sin respirar. El ruido volvió a oírse. Algo se movía entre la vegetación, no lejos de mí. El miedo encendido por mis sueños seguía acompañándome y lo primero que pensé fue en la maldad. La cosa más malvada de la noche era el Hacha de la Noche, el feroz espíritu azteca de la selva que acechaba a los viajeros que eran tan estúpidos como para avanzar cuando estaba oscuro. El Hacha de la Noche —una entidad sin cabeza y con una herida en el pecho, que se abría y se cerraba con el sonido de una hacha que partía madera— rondaba en busca de los desprevenidos. La gente oía que alguien cortaba leña en la oscuridad y, cuando salía a investigar, el Hacha de la Noche les cortaba la cabeza y se la metía en la abertura que tenía en el pecho.

El Hacha de la Noche era un personaje que las madres usaban para asustar a sus hijos y obligarlos a que se portaran bien. Incluso yo había recibido la amenaza de que a menos que hiciera lo que era debido, vendría el Hacha de la Noche y me cortaría la cabeza. La amenaza no vino de labios de fray Antonio, desde luego, sino de la gente de la calle que pasaba la noche en la Casa de los Pobres.

El ruido que oí no era el sonido de alguien cortando leña, sino de algo que se movía entre los arbustos, algo de gran tamaño. Mientras seguía escuchando, tuve la certeza de que era el sonido del tigre del Nuevo Mundo: el jaguar. Un jaguar hambriento era tan peligroso y letal como el Hacha de la Noche.

Permanecí inmóvil y petrificado por el miedo hasta un rato después de que el ruido cesó. Incluso en el silencio que siguió, los ruidos me parecieron fantasmales. Yo había oído historias de otros seres, serpientes capaces de romper cada hueso del cuerpo de una persona y arañas venenosas tan grandes como la cabeza de un hombre. Pero ninguno de esos animales hacía ruido antes de estar encima de uno.

Me dije que esos sonidos eran ruidos que normalmente se oyen en la oscuridad; las aves nocturnas, los escarabajos y los grillos estaban callados, porque todo estaba demasiado mojado como para que asomaran la cabeza de sus cuevas, pero tuve miedo de que estuvieran silenciosos porque algo más grande y más letal estaba rondando en busca de una víctima.

Dormí a intervalos y, esta vez, mi sueño tomó forma: soñé que yo había amputado la cabeza del fraile en lugar de la pierna de la prostituta.