CINCUENTA Y CINCO
A la mañana siguiente partimos hacía el sur por un camino muy transitado pero con frecuencia difícil de atravesar, por el que los mercaderes de la feria nos habían precedido con sus caravanas de mulas.
Además de Mateo, en el grupo había dos mestizos asquerosos. Eran estúpidos, la escoria de la calle, dos hombres que no serían nada bien recibidos en los peores lugares de Veracruz y, si se quedaban en la ciudad, irían a parar directamente a la cárcel. Sancho y los mestizos eran, obviamente, una banda de bandoleros, de la clase de los que les preparan emboscadas a los viajeros y cortan cuellos por lo que la víctima lleva en sus bolsillos.
Una vez más me pregunté qué le habría pasado al pícaro poeta para terminar asociándose con aquellos delincuentes.
Sancho y Mateo montaban caballos, y los dos mestizos, mulas. El Sanador y yo íbamos a pie, tirando de la mula y del perro amarillo. El terreno estaba en tan malas condiciones que con frecuencia los hombres que iban montados debían apearse y conducir a sus animales. Durante el trayecto, Mateo comenzó a retrasarse y a caminar con el Sanador y conmigo. No sé si lo que buscaba era compañía o vigilarnos, pero sospecho que no pudo seguir soportando la compañía de Sancho.
—Hablas muy bien español —dijo Mateo—. Los sacerdotes te enseñaron bien.
Eran los sacerdotes los que les enseñaban a los indios, de modo que la de Mateo era una suposición natural. Yo no lo tomé como una referencia a fray Antonio. Sólo era un tema de conversación como cualquier otro, no una maquinación con respecto a mi pasado o, al menos, eso esperaba. Él todavía no había dado señales de conocer mi verdadera identidad. Pero, por mucho que lo intentara, mi español salía a relucir y era mucho mejor que el de la mayoría de los indios. Traté de hablarlo de manera tosca, pero me resultaba especialmente difícil cuando debía mantener una conversación y no sólo dar respuestas cortas. Había tratado de no revelarle a Mateo que mi español era tan bueno como el suyo. Ya había metido la pata con don Julio, y estaba decidido a mantener la mascarada.
No hacía más que preguntarme si él sabría quién era yo y a cuál de nosotros estaba protegiendo. Con respecto a la otra pregunta, ya conocía la respuesta: él sería el que me cortaría la cabeza, después de que yo llevara a cabo ese misterioso trabajo para ellos. Había visto con mis propios ojos con qué rapidez su espada separaba la cabeza del cuerpo de un hombre.
Pronto descubrí que había dos cosas que eran las que más le gustaba hacer a Mateo —además de hacer el amor y participar en duelos—: beber y hablar.
Mientras continuábamos nuestro trayecto, con frecuencia él bebía de un odre de piel de cabra y relataba muchos cuentos. Ese pícaro caballero había vivido más aventuras que Simbad al salir de Basra y Ulises al abandonar Troya.
—Es como un pájaro cantor —dijo el Sanador cuando estuvimos solos—. Le gusta oír la música de sus propias palabras.
Los cuentos de Mateo relataban sus aventuras como marinero y soldado del rey.
—He luchado contra los rebeldes franceses, ingleses y de los Países Bajos, y también contra los turcos paganos. Los blasfemos protestantes, los holandeses heréticos y los moros infieles, todos ellos han probado el filo de mi espada. He luchado desde el lomo de un caballo, desde la cubierta de un barco y mientras trepaba por el muro de un castillo. He matado a cien hombres y amado a mil mujeres.
Y contado un millón de cuentos, pensé. Sentía gran curiosidad con respecto a por qué el pícaro autor de obras de teatro y libros había terminado junto a Sancho, un maleante común y corriente, pero ése no era un tema que yo pudiera tocar.
Los dos formaban una extraña pareja. Por mi experiencia personal, sabía que Mateo era un hombre letal. Y también que Sancho era un asesino. Pero la diferencia entre ellos era la misma que existía entre una espada de Toledo y un hacha. Mateo era un pícaro, un bravucón, un espadachín y un aventurero. Era asimismo un escritor y un actor, aunque no destacara precisamente en ninguno de los dos campos, y eso le confería un aspecto de hombre culto y caballero.
Sancho, en cambio, no tenía nada de culto ni de caballero. Era grosero, vulgar y violento, sucio en su vocabulario y en su persona, arrogante y matón.
Y había en él algo más, algo que de alguna manera no me encajaba, pero no lograba saber qué era. Su físico me moles taba. Era fornido… y, sin embargo, por momentos parecía más gordo que musculoso, casi con un aspecto femenino. Hace algunos años, yo había oído una conversación que mantenían fray Antonio y fray Juan acerca de los guardianes del harén que los moros empleaban y a los que llamaban eunucos, hombres a los que les habían cortado los cojones. Ellos decían que esos hombres se ponían fofos y carnosos como una mujer y que incluso desarrollaban pechos. Supuse que lo mismo les sucedía a los esclavos africanos que eran castrados.
A pesar de sus modales y sus brutales amenazas, Sancho tenía esa blandura femenina que imaginé poseían los eunucos.
—Cuando era un muchacho y tenía incluso menos años que tú, trabajé a bordo de la flota de Medina Sidonia, que comandaba la gran armada que luchó contra los ingleses en las aguas del norte. Fuimos derrotados por el clima: el viento aullaba como un perro enloquecido e hizo encallar mi barco. Yo me quedé en tierra y pasé los siguientes años simulando ser un chiquillo francés que había escapado de su maestro escocés. Me uní a un grupo de actores itinerantes, primero para ayudarlos con sus baúles y, más adelante, como actor y autor de obras de teatro.
»El teatro inglés no es tan brillante como el español. Ellos tenían algunas obras modestas, una de William Shakespeare, otra perteneciente a un tal Christopher Marlowe, pero a las que les faltaba el talento de los maestros españoles como Lope de Vega y Mateo Rosas de Oquendo. La historia recordará a Mateo Rosas y cantará loas a su persona junto con alabanzas a Hornero, mucho después de que los nombres de otros hayan sido barridos por el viento como si de polvo se tratara.
Yo nunca sabía si él hablaba en broma o alardeaba… o sencillamente estaba borracho. Su peculiar «modestia» hizo que con frecuencia se refiriera a sí mismo como si estuviera hablando de otra persona.
—Fui capturado por los moros, por el bey de Argel en persona, un demonio infiel negro como el carbón. Fui torturado y padecí muchísima hambre hasta que finalmente conseguí escapar.
Yo había oído esa historia anteriormente con respecto a un autor cuyo nombre se pronunciaba junto al de Hornero mucho más que el de Mateo. Miguel de Cervantes, el autor de Don Quijote, había sido capturado por el bey de Argel y había pasado tiempo encerrado en una prisión morisca. En una oportunidad, años antes, yo había pronunciado el nombre de Cervantes en presencia de Mateo y por poco él me corta la cabeza. Sólo el demonio sabe por qué hacía esas cosas tan estúpidas, pero decidí demostrar ciertos conocimientos inocentes para probar la sospecha de que Mateo les robaba las ideas a otros hombres con la misma desfachatez con que robaba carteras y mujeres.
—Los sacerdotes de la iglesia, que me enseñaron español, solían hablar de otro autor de libros y obras de teatro que fue hecho prisionero…
De pronto, me encontré tendido en el suelo con la cabeza zumbándome: Mateo me había propinado un buen puñetazo.
—Nunca pronuncies en mi presencia el nombre de esa persona —dijo—. En el calabozo, y después de soportar terribles torturas y privaciones, le revelé a ese canalla la historia que pensaba escribir acerca de un caballero errante cuando regresara a España, la historia de mi vida. Él me la plagió y la publicó antes de que yo regresara, aunque, claro está, él robó mis grandes logros y los ridiculizó, y describió la historia de mi vida como la empresa loca de un bufón ridículo. Me robó la vida, chico. Eh, reconozco que he hecho cosas que el mundo considera deshonestas. Sí, me he servido de los cofres de los ricos, he bebido el vino de la vida hasta terminarme la botella, he arriesgado mis días, mis años, mi juventud, mis miedos, mis esperanzas, mis sueños, hasta mi alma en el amanecer de mañana… y jamás he mirado hacia atrás. He matado a hombres y seducido a mujeres. Pero hay cosas que nunca he hecho. Nunca le he robado a un amigo. Nunca he robado la vida de un hombre. Ahora el mundo le canta loas a ese ladrón y nadie conoce el nombre del pobre Mateo Rosas de Oquendo. —Mateo me dio una patada—. ¿Lo entiendes ahora?
El monte Albán se erguía por encima de las colinas a alrededor de cuatrocientos cincuenta metros sobre el valle de Oaxaca y la ciudad del mismo nombre. Las colinas estaban desnudas, casi sin árboles y no representaban una distracción de la majestad de los antiguos edificios de piedra.
Igual que en otras ciudades con templos de Nueva España, el ejemplo de Teotihuacán, el Lugar de los Dioses, se había seguido en el edificio del monte Albán, una ciudad dedicada al culto. Las antiguas estructuras de piedra se encontraban en una plaza rectangular, ubicada sobre la cima de la montaña, que había sido nivelada; su extensión era de media legua y la plaza terraplenada albergaba templos piramidales, un observatorio, un salón de baile y diversos palacios.
Al igual que los lugares sagrados de mis antepasados indios, el monte Albán estaba rodeado de misterio, era un lugar de los dioses y allí eran más los visitantes que los moradores. No era azteca, sino zapoteca. Al sur del valle de México, los zapotecas no fueron derrotados por los aztecas hasta unos cincuenta años antes de la conquista de Cortés. Vencidos en la batalla, aunque no completamente conquistados, los zapotecas y los aztecas lucharon entre sí prácticamente hasta la época de la conquista.
Hoy, el monte Albán estaba vacío de vida y los excrementos de los animales que habían pastado por allí y la hierba pisoteada eran las únicas señales de que algo o alguien había pasado por aquel terreno sagrado. Frente a todas esas fantasmales ciudades de piedra de mis antepasados tuve una sensación de congoja y de desolación, como si sus habitantes hubieran dejado atrás parte de la tristeza que sintieron cuando abandonaron la ciudad a las serpientes y las tarántulas.
Después de la conquista, la gente del área de Oaxaca cambió de dueños, cuando a Cortés le otorgaron el derecho de cobrarles tributos a los indios. Con el título de marqués del valle de Oaxaca y más de veinte mil indios que pagaban tributo, sus posesiones feudales tenían ahora el mismo tamaño que algunos reinos europeos.
Acampamos y más tarde fui a caminar por las ruinas con el Sanador. Sentí una brisa fresca que me resultó familiar: el viento que había sentido en la cueva bajo el templo del Sol en Teotihuacán.
—Los dioses no están satisfechos —dijo el Sanador—. De esto no saldrá nada bueno. Estos hombres no han venido aquí a alabar a los dioses, sino a ofenderlos.