CIENTO QUINCE

Habían pasado años desde la última vez que había cruzado una calzada elevada hacia la Ciudad de los Cinco Lagos. Poco había cambiado. La ciudad seguía inspirándome reverencia a lo lejos, con una magia parecida a la de Tenochtitlán la primera vez que los conquistadores la vieron. La Recontonería seguía rapiñando a los granjeros indios a la entrada de la calzada elevada. La sangre y el dinero todavía dominaban.

Después de conseguir alojamiento en una posada me puse manos a la obra. Necesitaba varias cosas sin demora: encontrar una residencia atractiva, un par de criados, un buen caballo y un carruaje elegante. Necesitaba presentarme en la ciudad como un caballero bien nacido y pudiente.

Visité a varios mercaderes respetados y les dije qué necesitaba. Para mi sorpresa, el relato de mis actos en Veracruz me había precedido. Todos estaban ansiosos por ayudarme. Por desgracia, también me abrumaron con invitaciones para asistir a reuniones y cenas.

Finalmente me quedé con una casa modesta. Como hombre soltero, no se esperaba que viviera en un palacio. Después de dirigir una hacienda grande, sabía cómo manejarme con los muebles y las provisiones para la cocina. Tardaría varias semanas en preparar la casa para que pudiera ser habitada; mientras tanto, seguiría alojándome en la posada.

Me excusé de aceptar las invitaciones con el argumento de que todavía llevaba el brazo vendado.

Cuando todo estuvo listo en la casa, contraté a varios criados y les di una lista de lo necesario para convertirla en habitable. Después de pactar un crédito con los comerciantes locales, abandoné la ciudad. Mi destino era la cueva donde habíamos escondido el tesoro. Viajé a caballo en lugar de hacerlo en un bote. Tardé una semana más, pero quería estar seguro de que nadie me seguía. La entrada de la cueva estaba cubierta de plantas y estaba más oculta que nunca. Después de asegurarme de que todo estaba intacto, llené las alforjas y mi cinturón para llevar dinero con oro.

En el viaje de regreso a la ciudad fui a la casa todavía sin muebles que había alquilado, saqué algunos ladrillos de la chimenea y excavé un hoyo debajo de ellos del tamaño suficiente para esconder allí el tesoro antes de volver a sellarlo. Ahora ya estaba listo para llevar a cabo mi plan.

Robar era algo inherente a Luis y a De Alva. Ahora que la oportunidad para robar plata había desaparecido, y que las malversaciones con el dinero del túnel eran historia, estarían impacientes por conseguir otro botín. Así pues, necesitaba encontrar otra cosa que azuzara su codicia.

Durante esos primeros días en la ciudad mantuve los oídos bien abiertos. Una y otra vez oí siempre la misma queja. El precio del maíz, el medio de vida de los pobres y de la gente común y corriente, había subido astronómicamente y, si bien esos aumentos de precio cabían esperarse en épocas de inundaciones, el clima para la época de desarrollo de los sembrados había sido normal.

Amigos, me imagino que os gustaría saber por qué el precio aumentaba cuando la oferta y la demanda permanecían constantes, ¿no? Pues bien, a mí también me gustaría.

Después de investigar un poco, descubrí que el precio del maíz era controlado por el virrey, quien administraba el sistema a través de un funcionario autorizado para ese fin. El maíz era comprado a los cultivadores por intermediarios quienes, a su vez, se lo vendían a los dueños de los depósitos autorizados por el administrador del virrey. Esos dueños de depósitos iban distribuyéndolo en las cantidades necesarias para el consumo y a un precio fijado por el administrador del virrey. Cuanta mayor era la demanda, más dinero les pagaban los intermediarios, los dueños de los silos y la gente a los productores.

Parecía un sistema razonable.

Entonces, ¿por qué, en un año en que la oferta era normal y la demanda no había aumentado, el precio subía? Muy pronto me enteré de que el responsable de transportar el maíz al mercado era Miguel de Soto, el administrador del virrey.

¿Es que la codicia humana no tiene límites? Esos demonios no sólo habían robado plata, sino que también habían saboteado el proyecto de drenaje del túnel y habían estado a punto de anegar toda la capital con sus artimañas. Y encima ahora saqueaban el suministro de alimentos de la ciudad. Pero lo que más me preocupaba no era que estuvieran adquiriendo un dominio total del suministro de alimentos y muy pronto cobrarían precios abusivos que provocarían una hambruna masiva, sino a quién le echarían la culpa después. ¿A quién quemarían ahora en la hoguera, como habían hecho con don Julio y sus hijas?

¿Buscarían acaso a otro converso?

Lo pensé mucho y contraté a un lépero de doce años llamado Jaime. No se podía confiar en ningún lépero, fuera cual fuese su edad, pero cuanto más jóvenes eran, menos cínicos eran también. Contraté a éste para que estuviera apostado cerca del lugar de la plaza principal donde De Soto hacía negocios.

Después le envié una nota a De Soto, diciéndole que una persona amiga suya en España me había pedido que me pusiera en contacto con él. También mencioné el nombre de Elena y comenté que mi intención había sido buscarlo antes, pero que me había retrasado en Veracruz «asistiendo» a la sobrina del virrey. Él fijó una hora para que nos reuniéramos esa misma tarde.

De Soto era un hombre corpulento, de unos cuarenta años de edad, cuya cintura estaba a punto de romper las costuras del pantalón por la inactividad y la buena comida.

—Es un placer conocerlo, don Carlos —dijo—. La manera en que rescató a Elena en Veracruz está en boca de todos. Lo llaman «el héroe de Veracruz» y se refieren a usted con la misma admiración que le dedicaron a Cortés, como si matar piratas fuera lo mismo que conquistar a los aztecas y erigir un imperio.

Murmuré una respuesta modesta.

Nos sentamos frente a una mesa en su despacho. Mientras sus empleados se ocupaban del papeleo, él me ofreció vino.

—¿Dice usted que una persona amiga mía le pidió que se pusiera en contacto conmigo?

—Sí. La conocí en Sevilla.

—Ah, una mujer. Espero que no sea nadie que mi esposa desaprobaría. —Rió.

—Dudo mucho que pusiera celosa a su esposa. Es, desde luego, su amiga Catalina de Erauso.

Deliberadamente había apartado la vista al mencionar ese nombre, pero por el rabillo del ojo vi su reacción. Su expresión era la de un hombre al que había asustado una serpiente.

Lo miré con cara inocente.

—Ese nombre me resulta vagamente familiar, don Carlos. ¿Quién ha dicho que es esa mujer?

—Mis disculpas, señor, mis disculpas. Ella era la comidilla de Madrid y de Sevilla, y supuse que usted conocería su verdadero nombre. Es la monja que huyó de un convento para convertirse en soldado y aventurero. Debe de haber oído hablar de ello…

—Ah, sí, sí, la escandalosa monja alférez. Sí, en el Nuevo Mundo y en el viejo todos han oído hablar de ella. —Entrecerró un poco los ojos y me miró con expresión intrigada—. Pero yo no tengo tratos con esa mujer… hombre… —Se encogió de hombros—. Lo que sea.

—De nuevo, le ofrezco mis disculpas. No quise sugerir que esa extraña mujer fuera amiga suya. Conocí hace poco a Catalina en Sevilla, cuando nos hospedábamos en la misma posada. Como sin duda usted habrá oído decir, ella se ha hecho famosa y ha sido muy elogiada por haberse disfrazado con tanta astucia… y servido a España.

—Sí, es muy astuta.

—Cuando le dije que viajaba a la gran Ciudad de México, ella me recomendó que me pusiera en contacto con usted. Dijo que era un hombre discreto e inteligente…

Él trató de sonreír, pero sus músculos faciales estaban demasiado tensos.

—… para ganar dinero —terminé la frase.

—Ah, entiendo, entiendo. ¿Le dijo ella qué hacía yo para ganar dinero?

—No, sólo que era un hábil hombre de negocios. Dijo que los dos habían estado juntos en el negocio de la plata. —Me incliné hacia él y le dije en tono confidencial—: Francamente, don Miguel, tuve la impresión de que usted y Catalina no se habían separado en buenos términos y de que ella deseaba enviarle sus disculpas con la esperanza de hacer las paces con usted. Teniendo en cuenta su dudosa reputación, supongo que ella lo estafó en alguna transacción.

Las facciones tensas de De Soto se suavizaron. Sacudió la cabeza y movió las manos.

—Don Carlos, no podría creer cuántas dificultades tuve con esa mujer. He oído decir que el rey la recompensó porque sus payasadas lo entretienen, pero si conociera su verdadero carácter, la habría recompensado con la cárcel.

—Siento mucho haberlo molestado, señor. Al parecer, a esa ramera desvergonzada le pareció muy divertida su historia. Confiaba en poder aumentar mis riquezas estableciendo una relación con alguien conocedor de las prácticas comerciales de la colonia y, en cambio, lo he molestado imponiéndole mi presencia.

Me puse en pie para marcharme y De Soto insistió en que volviera a tomar asiento.

—No es culpa suya, amigo. Esa mujer es el demonio en persona. Cuénteme más cosas.

—Mi familia es antigua y honorable. Tuve la suerte de casarme con la hija de un criador de cerdos que le aportó una dote espléndida. Nuestro matrimonio es feliz y ella es el amor de mi vida, mi Afrodita.

Por mis palabras él concluiría que me había casado con una mujer de clase inferior a la mía, pero con una gran dote, y que mi nueva esposa era más fea que los cerdos que su padre criaba. Daría por sentado que, una vez que tuve el dinero de la dote en la mano, huí del padre, de la hija y de los cochinos.

Pero le impresionaría saber que tenía dinero, algo que comenzaba a escasear allí. El imperio extranjero español había hecho increíblemente ricas a algunas personas, pero el coste de esas aventuras era prohibitivo. Las guerras con potencias extranjeras habían llevado a la bancarrota a su tesorería. Los impuestos y los precios exorbitantes habían empobrecido al pueblo, incluyendo a las clases no tan encumbradas de nobles y comerciantes.

Chasqueó la lengua, como para demostrar que entendía mi posición.

—Ya veo, ya veo. Usted trajo la dote a Nueva España para incrementar su fortuna. Fue muy inteligente por su parte. El dinero se pudre en España, pero en la colonia pueden nacerle alas y volar.

—Exactamente, don Miguel. Pero debo advertirle que no tengo experiencia en el arte del comercio. Como es natural, mi familia me evitaba esos embrollos.

—¿Ha pensado obtener un cargo en el gobierno? Sus actos de valentía en Veracruz sin duda le permitirían ser capitán de un regimiento.

Ésa era la apertura que estaba esperando. Esquivé su mirada y traté de parecer evasivo.

—Una comisión no me convendría, ni tampoco un cargo en el gobierno hasta que aclare un pequeño asunto.

De Soto asintió con aire cómplice.

—Entiendo. —Se inclinó hacia mí y duplicó mi tono confidencial—. Conmigo puede hablar con toda franqueza, don Carlos. Como sin duda esa malévola mujer le dijo, soy un hombre sumamente discreto.

Vacilé y luego, con evidente renuencia, le expliqué cuál era mi problema.

—No podría ocupar un cargo honorable con el virrey en este momento. Mi sangre pura se remonta al mío Cid, pero ya sabe cómo estas cosas pueden ser mezcladas y confundidas. Una de mis necesidades urgentes es lograr que mis fondos no sólo sirvan para que yo mantenga el estilo de vida de un caballero, sino para aclarar también este pequeño problema de la sangre.

La mente de De Soto funcionaba a toda velocidad. Literalmente le había confesado tener antepasados judíos. Esa mancha me resultaría particularmente embarazosa si los miembros de mi familia fueran acusados de practicar la religión judía.

—Lo entiendo perfectamente —dijo De Soto—. Esas acusaciones, por insustanciales que sean, son difíciles de borrar. Y, hasta que… —añadió, y extendió las manos.

Me levanté para marcharme.

—Una vez más, don Miguel, lamento haberlo molestado con mis problemas.

—Siéntese, amigo, siéntese. ¿Cuánto dinero tenía pensado invertir en un negocio comercial?

De nuevo, evité su mirada.

—Mis finanzas son muy modestas. Cuatro o cinco mil pesos, tal vez un poco más. —Ningún auténtico español revelaba la cantidad exacta de su fortuna. De Soto multiplicaría esa cifra muchas veces.

Él sacudió la cabeza.

—Realmente, no es una suma significativa para un negocio comercial del nivel que yo había previsto. Harían falta por lo menos veinticinco mil pesos.

—Semejante suma está fuera de mis posibilidades, evidentemente —dije con una mirada socarrona—, pero me gustaría saber más acerca de ese negocio. Tal vez podría exprimir un poco más mis fondos limitados.

Él sonrió, sin duda planeando ya cómo gastaría los veinticinco mil pesos que pensaba sacarme.

—Bueno, necesito hablar con los demás inversores antes de proporcionarle a usted información confidencial.

—Lo suponía. Pero ¿no podría usted, al menos, contarme por encima de qué asunto se trata? Tengo que tomar una decisión acerca de quedarme en la ciudad o marcharme al norte para probar fortuna en la zona de las minas. Sólo me interesaría un negocio que me proporcionara ganancias rápidamente.

—Lo único que puedo decirle es que tiene que ver con la especulación con el maíz, y que será extremadamente lucrativo. Extremadamente lucrativo. Como es natural, sólo alguien a quien consideremos nuestro hermano será invitado a participar en él.

Después de darle mi dirección para que pudiera ponerse en contacto conmigo, dejé a don Miguel de Soto sonriente. Al salir del edificio le dirigí a Jaime, el lépero, una mirada cómplice mientras me alejaba.

Él debía seguir a De Soto cuando este último abandonara su oficina, al margen de si lo hacía a pie, a caballo o en un carruaje. Con las calles atestadas de gente, el muchacho no lo perdería de vista.

No esperaba que la camarilla que estaba involucrada en la especulación con el maíz me permitiera incorporarme por puro amor fraternal. Y no sabía si necesitaban los pesos de más que había ofrecido, aunque estaba convencido de que la codicia innata de De Soto lo constreñiría a tratar de apoderarse de ellos.

Pero la auténtica carnada que les había ofrecido era la de un chivo expiatorio converso. Si las cosas salían mal, necesitarían un cordero para sacrificarlo. Y yo acaba de ofrecerme para tal fin.