DIECIOCHO

Cuando se hizo de noche no pude resistir la tentación de explorar. Desaparecí en el terreno poblado de maguey, fuera de la vista de los viajeros y de cualquier indio que defendiera el campo de los ladrones.

Los magueyes eran plantas enormes con hojas más anchas que mis piernas y altura mayor que la de un hombre adulto. Algunas plantas, como el maíz que nos daba vida, tenían poder almacenado en su interior. El maguey era un guerrero en el mundo de las plantas, no sólo por su altura y por sus elegantes hojas, que se elevaban como un puñado de lanzas, sino por el poder de su néctar y los distintos usos de su pulpa.

Como una mujer capaz de cocinar, coser, criar a los hijos y darle placer a un hombre, el maguey le proporcionaba al indio tela áspera para ropa, mantas, sandalias y bolsas; agujas con sus espinas; combustible y techumbre con sus hojas secas. Pero, ah, al igual que la mujer que provee para las necesidades de la vida, el maguey también posee un licor embriagador.

Dentro del corazón pulposo de la planta, protegida por las grandes lanzas, hay aguamiel. Pero esa «miel» era deseada no por su dulzura; al contrario, ese líquido blanquecino y turbio es amargo. En su estado natural, no fermentado, su sabor es para mí como el agua de un pantano. Y, después de ser fermentado, adquiere el sabor de leche agria de cabra. Pero esa leche se apoderaba de nuestra mente con más rapidez que el vino español y nos enviaba, aturdidos y con una sonrisa en la cara, hacia los dioses.

El aguamiel que nosotros llamamos pulque era bien conocido por mis antepasados aztecas. Ellos lo llamaban octli, el elixir de los dioses.

El maguey crece muy lentamente y florece una sola vez al cabo de diez años. Cuando florece, una vara alta crece hacia arriba en el centro como una espada. Los indios que cultivan esas plantas saben cuándo aparecerá la flor. Cuando es la época, un hombre trepa a la planta entre las hojas espinosas para abrir el corazón y crear así un cuenco para recibir su jugo.

Cada planta puede producir una docena o más de porciones de pulque al día durante varios meses. Los tlachiqueros recogen el jugo crudo varias veces al día con un largo calabacín y después lo pasan a odres de cuero de cerdo. A veces se chupa el jugo con un popote y después se escupe en los odres, que son vaciados en tubos de cuero o de madera donde durante varios días se fermentan.

El pulque fermentado puro se llama pulque blanco. Mis antepasados aztecas incrementaban su fuerza agregándole la corteza de cierto árbol llamado cuapatle. El pulque amarillo se prepara añadiendo azúcar moreno. Esto le otorgaba mucha fuerza a la bebida, por lo que nuestro buen rey Felipe prohibió que se le agregara cuapatle y azúcar al pulque, pero los indios siguieron haciéndolo.

Mis antepasados indios adoraban el pulque porque Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, lo bebía. Al igual que las leyendas de los griegos y sus tragedias, el pulque nació también de un amor perdido. La Serpiente Emplumada se enamoró de Mayahuel, una hermosa doncella que era la nieta de uno de los Tzitzimime, los demonios estrellas, y la convenció de que se fugara con él. Cuando llegaron a la Tierra, Quetzalcóatl y Mayahuel se entrelazaron y se transformaron en un único árbol.

Los tzitzimime los siguieron. Esos demonios eran los más temibles de todos los seres que acechan en la noche, malévolos espíritus femeninos transformados en estrellas que malsanamente vigilaban el mundo de los humanos que tenían debajo. Les guardaban rencor a los vivos, por lo que provocaban calamidades y miserias: enfermedades, sequías y hambrunas. Trataron de robar el sol durante los eclipses solares, y obligaron así a los aztecas a sacrificar a muchas personas de piel blanca para fortificar al sol con sangre fresca.

La abuela tzitzimime de Mayahuel la reconocía como parte de ese árbol. La arrancó del árbol y se la dio como alimento a otros demonios. Quetzalcóatl, desolado, enterró lo que quedaba de su hermosa Mayahuel y de ella brotó la planta de maguey que produce ese pulque embriagador. Este regalo les brinda felicidad a los humanos, del mismo modo que el amor de Quetzalcóatl y Mayahuel los llenó de gozo a ambos.

Si los dioses aztecas bebían pulque, en mi opinión, ésa fue la razón de su derrota a manos del Dios español. El fraile lo bebía cuando no tenía vino para aplacar su sed; él asegura que, sin fermentar, sabía a carne rancia, pero yo sigo diciendo que es tan horrible como los pantanos de vómitos.

A los indios les encantaba y hasta se lo daban a sus hijos como alimento. Los aztecas no toleraban la embriaguez, pero exhibían cierta indulgencia hacia los viejos, con la excusa de que su sangre se estaba enfriando. Además de los ancianos, se les suministraba a las mujeres en los días posteriores al parto y a los enfermos a manera de tónico para darles fuerzas. Pero a los adultos que eran encontrados públicamente borrachos se les cortaba el pelo como castigo si era la primera vez que lo hacían; la segunda, se demolía su casa y, la tercera, se los ejecutaba. ¡Dios mío! Si el alcalde hiciera eso en Veracruz, no quedarían indios ni mestizos en apenas una semana.

El fraile encontró mucha tristeza en el estado de embriaguez de los indios. «Ellos beben para olvidar sus miserias —solía decir con frecuencia—. Y beben de manera diferente que los blancos. Mis hermanos españoles piensan en la cantidad que consumen. Los indios, en cambio, beben para la ocasión, sin tener en cuenta la cantidad. Beben los domingos, en los días de fiesta, en las bodas y en otras ocasiones especiales. Y, cuando beben, vierten la bebida en sus gargantas hasta que su mente ha sido capturada por las aguas celestiales y su cuerpo queda limpio. Se dice que un indio es capaz de beber tanto como una docena de españoles. —Sacudió un dedo hacia mí—. Y no es ninguna exageración, bastardo. Mis hermanos de orden dicen que la bebida es la fuente de todos los vicios del indio. Pero ¿por qué este vicio no se expandió hasta que nosotros llegamos a sus costas?».

El fraile levantó las manos, agraviado, como casi siempre lo hacía cuando la doctrina religiosa entraba en conflicto con lo que él veía con sus propios ojos. «El domingo se ha convertido en un día de borrachera pública para los indios. ¿Por qué? Porque es la manera que tienen de protestar por la religión que les impusimos. ¿Sabías que fue preciso retirar una santa cruz que había cerca de la plaza del mercado porque los perros y los indios borrachos se orinaban encima de ella?».

Si la bebida suponía un problema tan grave para los indios, uno se pregunta por qué los maestros españoles hacían tanto para lucrarse con ello. Los grandes campos de maguey son propiedad de los hacendados. Y se dice que los vinos españoles hacen que los indios pierdan la cabeza más rápidamente que con el pulque. Esos potentes vinos fueron llevados a las aldeas por mercaderes españoles itinerantes, quienes descubrieron no sólo que la venta de vinos les tapizaba los bolsillos, sino que los indios estaban dispuestos a ceder sus tierras y su oro cuando tenían suficiente vino entre las orejas.

Para el indio, el pulque es algo que lo lleva al umbral de lo sagrado; y, junto con el maíz, el maguey es su sustento. Tal vez en la planta exista algo místicamente emparentado con los aztecas: muere después de florecer, que es lo que le sucedió al efímero Imperio azteca.

Mi estómago gruñía con irritación. Habían pasado horas desde que había ingerido la tortilla con los pimientos volcánicos. El único alimento existente, sin gastar mi tesoro de dos reales y algunos granos de cacao, era el pulque. El hambre que sentía me llevaría a consumirlo crudo… si es que no lograba robar una bebida fermentada.

Gracias a mi viaje con el fraile a una iglesia de aldea ubicada en una hacienda de maguey, sabía que los indios que trabajaban en los campos con frecuencia tenían una reserva escondida del jugo fermentado, donde los capataces del hacendado no pudieran encontrarlo. Paseé la vista por el campo y me pregunté dónde lo escondería yo. Por supuesto no en esos sectores vastos y desnudos de tierra que hay entre las plantas. Estaría escondido entre los arbustos, lo suficientemente lejos para estar fuera de la vista, pero no tan lejos como para que el bosque lo ocultara.

Con el ojo de un ladrón avezado, examiné una zona de tierra y comencé a caminar a lo largo de lo que yo consideraba era el mejor lugar para un escondrijo. Me llevó más tiempo de lo que creía, una media hora para encontrar la vasija de arcilla con pulque fermentado, pero atribuí ese tiempo excesivo no a un error en mi plan de búsqueda, sino a la ignorancia del indio, que no lo había escondido con tanta astucia como yo lo habría hecho.

Poco después de que el pulque descendió por mi garganta, una calidez se expandió por todo mi cuerpo. Iba a hacer bastante frío si dormía sobre la tierra con apenas una manta, así que bebí un poco más de aquel elixir de los dioses para mantener mi cuerpo caliente.

Volví al campamento, me ubiqué de nuevo en mi lugar debajo de la conifera y me senté con la espalda contra el tronco del árbol. La cabeza me daba vueltas, pero estaba de muy buen humor. Le di las gracias a la Serpiente Emplumada por haber aliviado mis penas.

Un hacendado dueño de un campo de caña de azúcar había acampado cerca con tres de sus vaqueros y un esclavo africano. Habían encendido una gran fogata compartida con algunos otros viajeros españoles. Por la luz que despedía alcancé a ver que el esclavo, un jovencito fornido, había sido muy golpeado. Tenía hinchado un lado de la cara, el ojo derecho cerrado y su ropa harapienta estaba ensangrentada y cortada por un látigo. Yo había visto a muchos africanos, indios y mestizos ser azotados por sus amos de manera similar. La violencia y el terror eran el método con que algunos pocos sojuzgaban a muchos.

Entrecerré los ojos y oí lo que el dueño del esclavo, cuya hacienda de caña de azúcar se encontraba al este de Veracruz, le decía a otro portador de espuelas con respecto a éste.

—Un fugitivo —dijo—. Tardamos tres días en encontrarlo. Ahora me lo llevaré de vuelta y lo azotaré de nuevo frente a mis otros esclavos. Cuando termine con él, nadie volverá a escapar.

—El campo está lleno de fugitivos y cimarrones que roban, violan y asesinan a todo español al que pueden ponerle las manos encima —señaló el otro hombre.

Mientras hablaban, me di cuenta de que no era la primera vez que yo veía a ese hacendado. En Veracruz, cada tanto asistía a la iglesia. Yo sabía que era un hombre brutal y estúpido, de pecho grande, cuello grueso y mucho pelo, un hombre malo al que le gustaba castrar a sus esclavos varones, violar a sus esclavas y azotar a todos los que se le pusieran delante. Su reputación, incluso entre su propia gente, era la de una auténtica encarnación del mal. Yo tuve ocasión de ir a la iglesia —cosa que hacía cada vez que el fraile me regañaba lo suficiente— cuando una vez ese dueño de esclavos apareció con un muchacho que tenía más o menos mi misma edad y a quien había golpeado salvajemente por alguna infracción. ¡Qué diablos!, lo había llevado desnudo a la iglesia; el muchacho tenía la boca abierta, su pene rebotaba de acá para allá, y el hacendado lo arrastraba con una cuerda sujeta a un collar para perros.

Cuando se lo conté al fraile, él dijo que ese hombre debía arder para siempre en el infierno. «El odio hierve en el interior de algunas personas y sale a la superficie a través de la crueldad para con los demás. Ese hombre odia a las personas de piel negra. Tiene esclavos para abusar de ellos. Organizó la Santa Hermandad, una milicia de espadachines locales en apoyo de las leyes del rey, pero en realidad no son nada más que hombres que cazan esclavos fugitivos, del mismo modo que otros cazan ciervos».

Pensé en las palabras del fraile mientras escuchaba al individuo alardear en voz bien alta de todos los fugitivos que había cazado y de todas las mujeres africanas que había violado. ¿Cómo debía uno de sentirse al ser el esclavo de un demente, de un hombre capaz de golpearnos a voluntad y violar a nuestra esposa por capricho? ¿Un hombre que podía matar cada vez que tuviera ganas de hacerlo?

—Éste alega ser príncipe en su propio país —dijo el dueño de esclavos con una carcajada. Levantó una piedra, la arrojó y golpeó con ella al esclavo que estaba atado—. Come eso de cena, príncipe Yanga —y estalló de nuevo en carcajadas.

—Es un tipo valiente —comentó el otro español.

—No después de que yo lo castre.

¡No, por Dios! ¡Castración, no!

Miré de reojo al esclavo y él clavó sus ojos en mí. Ya sabía cuál sería su destino. Pero mientras seguía mirándolo y sus ojos marrones se cruzaron con los míos, vi al mismo tiempo inteligencia y dolor. No sólo dolor por sus heridas, sino un dolor mucho más hondo. Sus ojos me dijeron que no era ningún animal, sino un hombre. ¡Qué también él era un ser humano!

No pude soportar el pesar de sus ojos, así que aparté la vista. Los esclavos eran castrados basándose en la teoría de que eso los volvía más maleables… tal como se castra a los toros para hacer que su carne sea más tierna y el animal sea más dócil.

—Los esclavos son propiedad —señaló el mercader, y me miró con odio—. Deben ser utilizados en los campos o en la cama, como convenga más a sus dueños. Son como los indios, gente sin razón. —Sin razón, como muchachos—. Pero, al menos, los africanos y los indios tienen sangre pura. Los mestizos, como tú, son de la más baja estofa.

Me levanté y busqué otro árbol para descansar debajo de él, seguro de que si me quedaba donde estaba recibiría una buena zurra.

«Tiene las espuelas metidas en su propio trasero», decía a veces fray Antonio con respecto a ciertos «portadores de espuelas». El resentimiento de ese fraile criollo para con los nacidos en la península Ibérica salía a relucir bastante a menudo. Pero yo, como mestizo, sabía que los criollos eran casi tan crueles con los esclavos y los mestizos como otros españoles. Porque los criollos eran mantenidos fuera de los altos puestos, tanto en la Iglesia como en el gobierno, por parte de los portadores de espuelas, y tendían, como el fraile, a describir a cualquiera que detentara el poder como personas tan crueles y arbitrarias como los portadores de espuelas, olvidando sus propias espuelas afiladas.