CUARENTA

Al mediodía llegamos a una pequeña aldea cuyo cacique le dio la bienvenida al Sanador. Nos sentamos en el exterior de la choza con techo de paja del cacique, junto a varios de los ancianos de la aldea. La mayor parte de los lugareños se encontraban trabajando en los campos.

El Sanador les dio a los allí reunidos tabaco como regalo. Encendieron sus pipas y se habló de la cosecha y de los demás lugareños. Si habíamos ido a esa aldea con un propósito determinado, dicho propósito no era evidente. Y tampoco parecía ser urgente. La vida se movía con lentitud para aquellos ancianos; lo único que aparecía al galope era la muerte.

Nadie preguntó nada sobre mí, y el Sanador tampoco dijo nada. Yo me senté con las piernas cruzadas y tracé tontos dibujos en la tierra mientras escuchaba la conversación. Me costó entender muchas de las palabras que allí se pronunciaron. Mi náhuatl de Veracruz era inadecuado. Afortunadamente, tengo facilidad para los idiomas y pude aumentar mi habilidad para hablar esa lengua incluso mientras oía la charla de los ancianos.

Pasó más de una hora antes de que fueran al grano, y el cacique le dijo al Sanador que una mujer necesitaba de sus servicios.

—Sufre de espanto —dijo el cacique y siguió hablando en voz muy baja.

¡Caramba, de espanto! Eso era algo que hasta yo sabía de qué se trataba. Había oído a unos indios en Veracruz susurrar esa terrible enfermedad. Del mismo modo que el cacique ellos pronunciaban esa palabra en voz muy baja… si es que la mencionaban.

Espanto era terror, causado por presenciar algo terrible… No sólo una tragedia ordinaria, como la muerte de un ser querido; por lo general, era algo que pertenecía a la esfera de lo sobrenatural, en forma de fantasma u otras apariciones. Se decía que quienes habían visto al Hacha de la Noche, el espectro sin cabeza que se llenaba el pecho de cabezas, y a Camazotz, el murciélago inmenso y sediento de sangre de la región del sur, sufrían de espanto durante el resto de su vida. Las personas que padecen ese mal no pueden comer y terminan debilitándose hasta que mueren.

El Sanador y el cacique siguieron conversando camino a la choza de la mujer, pero yo los seguí a demasiada distancia como para oír lo que decían. Cuando llegamos a la choza, la mujer salió y saludó a la comitiva. Después de las presentaciones habituales, de las que yo deliberadamente quedé excluido, todos se sentaron sobre troncos y el tabaco pasó de mano en mano.

Una nube de humo se elevó de entre las seis personas que fumaban en pipa. De la pipa de la mujer brotaba tanto humo como de las de los hombres.

Ella era una viuda de alrededor de cuarenta años, una india pequeña pero regordeta, que se había pasado la vida trabajando en los campos, preparando tortillas y amamantando a bebés. Le dijo al Sanador que su marido había muerto hacía un año. Que ése era su segundo marido, el que tuvo antes de dar a luz a sus tres hijos, dos varones y una niña. Un varón y la niña habían muerto de la peste y el varón que sobrevivió estaba casado, tenía hijos y vivía en la aldea. La mujer se había casado con el ahora fallecido segundo marido unos cinco años antes. La relación entre ambos había sido bastante tormentosa.

—Él fue infectado por Tlazoltéotl —le dijo al Sanador.

Reconocí el nombre de la diosa. Tlazoltéotl era la Venus azteca, una diosa del amor.

—Le dio demasiada sangre a Tlazoltéotl —explicó ella—, y la diosa lo recompensó con la fuerza de muchos hombres al hacer el amor. Él me demandaba constantemente por ahuilnema. —Se secó las lágrimas de los ojos—. Yo lo hacía tan a menudo que al final no podía ni sentarme para preparar las tortillas. No era decente. Hasta al amanecer, él llegaba pronto del campo y me exigía poner su tepuli en mi tipili.

El Sanador y las personas allí reunidas murmuraron su simpatía por la situación de la mujer. Me pregunté cuál era el problema ahora que él estaba muerto. Pero ella muy pronto nos lo aclaró.

—Él murió el año pasado y durante algunos meses tuve paz. Pero ahora ha vuelto.

Yo había estado trazando dibujos absurdos en la tierra, pero de pronto la mujer tuvo toda mi atención.

—Él viene a mí en plena noche, me quita la manta y me quita el camisón de dormir. Mientras yo estoy allí tumbada, desnuda, él se quita la ropa y se mete en la cama conmigo. Yo trato de apartarlo, pero él me abre las piernas por la fuerza.

Y les demostró a los ancianos cómo el fantasma de su marido la obligaba a abrir las piernas, empujando la parte interior de sus muslos con las manos, mientras las piernas le temblaban y trataban de resistir esa presión. Los ancianos, al unísono, soltaron un aaayyyyo cuando las piernas de la mujer finalmente se abrieron lo suficiente para que el pene de su marido pudiera penetrarla. Todas las miradas estaban fijas en la entrepierna de la mujer, que ella acababa de exponer para mostrar lo que estaba diciendo.

—Y él viene a mí, no una vez por noche, sino ¡al menos tres o cuatro veces!

Se oyó una exclamación de sorpresa por parte de los ancianos. Incluso yo me quedé sin aliento. ¡Tres o cuatro veces por noche! Las continuas luchas nocturnas que esa anciana debía de haber padecido se reflejaban en su cara: círculos oscuros debajo de sus ojos cansados.

—¡Yo no puedo comer y mi cuerpo se marchita! —se quejó ella.

Los ancianos confirmaron que era evidente que la mujer se estaba marchitando.

—Ella abultaba el doble que ahora —dijo el cacique—, era una mujer de buenas proporciones, capaz de trabajar todo el día en los campos y, aun así, preparar tortillas.

El Sanador la interrogó acerca de la aparición que la violaba por las noches y le preguntó qué aspecto tenía él, cuál era la expresión de su rostro, qué ropa usaba y qué impresión le transmitía su cuerpo.

—Es como un pez —respondió la mujer—, su tepuli está frío y húmedo, resbaloso, cuando lo desliza en mi tipili… —Y se estremeció como si en ese momento pudiera sentir aquel pez frío en su interior, y todos nos estremecimos con ella.

Terminadas las preguntas, el Sanador se puso en pie, se alejó de la choza y empezó a caminar junto a un grupo de árboles, cerca de un maizal. Las aves volaban hacia y desde los árboles. Su propio y suave gorjeo volvió hacia nosotros con la brisa.

Seguimos sentados junto a la mujer mientras el Sanador caminaba por entre los árboles. Todos estaban pendientes de él y se esforzaban por oír lo que las aves le decían. También yo escuché con atención los cantos y gorjeos de los pájaros, pero no saqué nada en claro con respecto al problema de la mujer.

Finalmente, el Sanador regresó para compartir lo que había averiguado.

—No es su marido muerto el que la visita por las noches —le dijo a la mujer, que lo escuchaba con avidez—. Tlazoltéotl ha creado una imagen imaginaria de su marido, y es esa imagen la que viene por las noches. —Levantó la mano para acallar la respuesta excitada de la mujer, que decía que el fantasma era alguien sólido—. Esa imagen es un reflejo de su marido. Parece y piensa como él, pero es una imagen especular creada con el espejo ahumado personal de Tlazoltéotl.

El Sanador sacó su propio espejo ahumado, y la mujer y los hombres retrocedieron, a un tiempo atemorizados y maravillados.

—Debemos quemar su choza para librarla de ese espíritu —dijo el cacique—. El debe de esconderse en un rincón oscuro y sale por las noches para obtener placer con ella.

El Sanador chasqueó la lengua.

—No, no serviría de nada quemar la choza, no a menos que la mujer estuviera dentro de ella. ¡Esa imagen especular está en su interior!

Más muestras de estupor. El Sanador era un verdadero artista del espectáculo. Usaba sus manos, sus ojos y sus expresiones faciales para confirmar cada punto. Me lo imaginaba actuando en una comedia sobre un escenario de la feria, junto a los picaros, con el público maravillado y estupefacto por sus afirmaciones, mientras él explicaba que la vida era sólo un sueño…

—Tlazoltéotl ha ocultado esa sombra dentro de usted —le explicó a la mujer—. Necesitamos extraerla y destruirla para que no pueda volver y seguir violándola.

Le pidió al cacique que encendiera un fuego; después, condujo a la mujer al interior de la choza.

—Acuéstese en la cama —le ordenó.

A continuación, él se arrodilló junto a ella y comenzó a canturrearle cerca del oído. Su canturreo se hizo cada vez más intenso y terminó siendo un canto suave.

Su boca se fue acercando cada vez más a la oreja de ella y, finalmente, sus labios la rozaban. Ella tenía los ojos abiertos de par en par y estaba inmóvil por el miedo, como si esperara que él la montara como lo había hecho el fantasma de su marido.

El Sanador se apartó unos centímetros de su oreja lo suficiente como para que el cacique y yo pudiéramos ver que le estaba extrayendo una víbora del oído, que él se metía después en su propia boca.

De pronto se incorporó y escupió la víbora en su mano. Pasó junto al cacique y corrió hacia afuera. Yo lo seguí, con el cacique y la mujer pisándonos los talones.

El Sanador se detuvo junto al fuego, sostuvo la víbora en el aire y con voz ronca susurró un conjuro en una lengua completamente desconocida para mí. Sabía que no era náhuatl; sin duda se trataba de unas palabras mágicas aprendidas de fuentes secretas y conocidas sólo por quienes pertenecían al mundo de la magia.

Luego arrojó la víbora al fuego. Cuando el ofidio entró en contacto con las llamas, de la fogata ascendió una enorme llamarada verde. Mientras él permanecía de pie junto al fuego y hacía más proclamaciones en esa extraña lengua, yo me pregunté si no había visto un puñado de polvo salir de su bolsillo y llegar al fuego justo antes de que apareciera el fogonazo verde.

Sudando y temblando por la excitación, él se dirigió a la mujer.

—Acabo de quemar en el fuego al demonio que la ha estado violando todas las noches. Se ha ido y no puede volver. Tlazoltéotl ya no tiene ningún control sobre su vida. Esta noche dormirá bien y no volverá a ser visitada por esa sombra.

Después de recibir su paga, un puñado de granos de cacao, el Sanador nos condujo de vuelta a la casa del cacique, donde las pipas ya estaban encendidas y una jarra con pulque era pasada de mano en mano.

Un poco más tarde, los ancianos seguían hablando de ese fantasma hipersexuado cuando los jinetes llegaron a la aldea. Yo había oído cascos de caballos que se acercaban y estuve a punto de huir, pero finalmente me senté al notar que el Sanador me miraba. Él tenía razón. Yo nunca podría correr con más rapidez que un caballo.

Tres hombres entraron montados en la aldea. Un español montaba un caballo. Su ropa era similar a la del hombre que me había perseguido en la feria, y supuse que era el capataz de una hacienda. Los otros dos, un indio y un africano, montaban mulas, y ambos vestían mejor que la mayoría de los indios y esclavos. Por su aspecto llegué a la conclusión de que no eran simplemente vaqueros, sino que estaban un poco por encima, que eran hombres que tenían cierta autoridad sobre los peones.

Desde el momento en que los vi, supe que esos hombres eran cazadores y que me buscaban a mí. En lugar de atravesar simplemente la aldea, miraron en todas direcciones con la cautela y la intensidad de unos hombres que cumplen una misión.

Detuvieron sus monturas junto a nosotros. El cacique se puso en pie y los saludó, y el indio montado le devolvió el saludo antes de dirigirse a todos nosotros en náhuatl.

—¿Alguno de ustedes ha visto a un muchachito mestizo, de unos catorce o quince años? Debe de haber pasado por aquí en el último par de días.

Tuve que levantar un poco la cabeza para mirar al indio, montado sobre la mula. Yo tenía el sombrero echado hacia adelante porque me molestaba el sol, y con la mano me resguardé los ojos con la esperanza de que aquellos hombres sólo vieran mi gran nariz.

Aguardé, muerto de miedo, mientras los ancianos mantenían una conversación acerca de quién había pasado por la aldea en los últimos dos días. Finalmente, el cacique dijo:

—Por aquí no ha pasado ningún mestizo.

Los ancianos murmuraron en señal de asentimiento.

—Hay una recompensa —dijo el indio de la hacienda—. Diez pesos para quien lo encuentre.

Ayyo! La recompensa era de cien pesos. Esos hombres eran ladrones que les robarían a los pobres indios la mayor parte de la recompensa.