TREINTA Y UNO
A la mañana siguiente, los frailes recogieron sus pertenencias y se prepararon para abandonar la feria. Fray Antonio me llevó a un lado y me dijo:
—No puedes regresar a Veracruz, al menos no hasta que Ramón y esa señora se vayan. De regreso a Veracruz daremos un rodeo y yo haré los arreglos necesarios para que te quedes con un viejo amigo que es el cura de varias aldeas de indios de una gran hacienda. Permanecerás allí hasta que decidamos qué hacer contigo.
—Puedo hacer fortuna como un pícaro —dije con una sonrisa burlona.
Pero a él no le hizo ninguna gracia mi comentario. Sacudió la cabeza con pesar.
—Te he fallado. Deberías haber sido preparado para el servicio doméstico o como vaquero de una hacienda. Te enseñé a leer a Platón y a Hornero en lugar de enseñarte cómo recoger a paladas el estiércol de un establo.
—No, no me ha fallado. Yo no quiero recoger mierda.
—De todos modos, debes tener mucho cuidado. Quizá haya alguien en la feria que esté buscándote, así que no deben vernos juntos. Juan tiene una lista de artículos religiosos que comprar para su iglesia, de modo que no podremos partir hasta dentro de un par de horas. Reúnete con nosotros al mediodía, a dos leguas de aquí, en el camino a Veracruz, donde se bifurca.
Bebí agua del río y robé un mango para desayunar. Comí la fruta mientras merodeaba por la feria. Todavía no había terminado, pero los comerciantes que habían vendido sus existencias estaban recogiéndolo todo para marcharse. Rápidamente eran reemplazados por otros mercaderes de Veracruz.
No quería irme sin encontrar antes al Sanador. Si bien no me sentía del todo escéptico con respecto a sus poderes, persistía la cuestión de mi dinero. Él me había vendido ese trozo de roca común de manera fraudulenta. Además, ahora era de mañana y ya no tenía miedo como la noche anterior. La luz del día había fortalecido mi coraje. Eché a andar hacia el sector más alejado de la feria, donde los magos y otros farsantes ofrecían su espectáculo.
Al atravesar el terreno de la feria vi al fraile hablando con un hombre que iba montado a caballo. Yo sólo había visto fugazmente a Ramón cuando entró en nuestro hospicio, pero lo reconocí al instante. Por su ropa —botas de cuero, pantalones y camisa de tela cara pero basta, sombrero de ala ancha sin cinta de adorno—, supuse que era un mayordomo, el jefe de una hacienda. No era, por cierto, un gachupín, de los que usan ropa elegante y tienen mulatas extranjeras como amantes. Ese hombre no se había dado a la vida fácil por generosidad del rey ni por ganancias de la tierra. También supe que me estaba buscando.
Había otro jinete con él, un español, vestido como un capataz de los que supervisan a los campesinos que trabajan con el ganado y las cosechas de la hacienda.
Había tanta gente allí que podría haber desaparecido fácilmente entre la multitud. Si hubiera regresado al sector de los magos, podría haber abordado al Sanador para reclamarle mis reales. Pero el hecho de ver a Ramón me dejó helado y enfilé entonces de vuelta hacia nuestro campamento. Mi intención era desaparecer en algún lugar de los alrededores, junto al río.
Y entonces cometí un error imperdonable: miré hacia atrás. Al espiar por encima del hombro, mi mirada se cruzó con la de Ramón. Y entonces cometí mi segundo error: eché a correr.
Yo llevaba sombrero y estaba a varios cientos de pasos de distancia con respecto a él, así que era imposible que me hubiera visto bien la cara. Sin embargo, mi actitud sí despertó su atención.
Espoleó a su caballo hacia mí. Fray Antonio aferró las riendas del animal, pero Ramón lo golpeó con el pesado mango de su fusta. El caballo saltó hacia mí y el fraile se desplomó como una piedra, como si acabaran de dispararle y no de golpearlo.
Los perros rabiosos del infierno me pisaban los talones. Corrí hacia la espesura, que estaba llena de mezquites espinosos, y trepé por la ladera de la colina apoyado sobre manos y rodillas, herido. Oí ruido de arbustos rotos a mis espaldas y una vez más miré por encima del hombro. El caballo de Ramón, entre corcovos, se había negado a internarse en la espesura, y Ramón estaba tirando de las riendas. El otro jinete, el capataz, pasó junto a él y arremetió hacia la colina rocosa, pero su caballo resbaló y cayó sobre la pizarra.
Al llegar a la cima de la colina, para mi horror, descubrí que no podía seguir adelante. La garganta de un río me cortaba el paso. Demasiado empinada para descender por ella; demasiado alta para zambullirme desde ella; corrí con desesperación a lo largo del borde rocoso. Abajo, Ramón había frenado a su montura. Me señaló, claramente delineado contra la línea de la colina, y le gritó algo al capataz. Yo no podía verlo pero lo oí avanzar a pie entre los arbustos que tenía debajo. Frente a mí, la colina se proyectaba unos buenos quince metros por encima del río. Si lograba trepar hasta allí, podría intentar saltar al río.
Al correr por el borde del saliente tropecé y me tambaleé y caí de cabeza de nuevo hacia los arbustos. Me golpeé fuertemente contra el suelo, pero el pánico me impidió sentir dolor. Me arrastré nuevamente hasta cerca del borde superior del bosque, donde todavía tenía posibilidades de ocultarme. No regresé al saliente de la cima porque allí quedaría demasiado expuesto.
El ruido del capataz abriéndose camino por entre la vegetación me sirvió de acicate. Yo tenía un cuchillo pequeño, del tamaño que se le permite a un mestizo, pero no me hacía ilusiones de poder luchar contra ese hombre con él. El capataz español no sólo era más corpulento y fuerte que un muchachito mestizo flaco y de apenas quince años, sino que sin duda iría armado con una espada.
La voz de Ramón, ordenándole a su capataz que me encontrara, también me sirvió de inspiración. Corrí con frenética pasión por entre los arbustos y me tambaleé sobre las rocas.
El declive se volvió casi vertical y yo perdí pie. Rodé, pasé por encima de un saliente en el fondo y caí desde unos dos metros de altura. Aterricé de espaldas y permanecí allí, tendido, sin aliento. El sonido de un hombre que avanzaba por el bosque me hizo ponerme en pie, muy mareado, pero era demasiado tarde.
El capataz, un hombre alto y huesudo, de pelo corto y rojizo, irrumpió en el pequeño claro. Su cara y su jubón estaban empapados en sudor y le costaba respirar. Tenía una sonrisa lobuna, y sus dientes se veían blanquísimos contra su barba carmesí. Llevaba la espada desenvainada.
—Te arrancaré el corazón, chico —dijo.
Dio un paso hacia mí, y yo retrocedí. Podía oír a Ramón, que lo seguía por el bosque. El capataz se volvió para saludarlo, pero no era Ramón. Mateo, el pícaro, se enfrentó al capataz con una espada en la mano.
—¿Qué quieres? —El capataz se agachó, su espada lista.
La espada de Mateo refulgió. El movimiento fue más veloz de lo que mis ojos pudieron captar. El capataz ni siquiera tuvo tiempo de levantar su espada para esquivar el golpe. Sólo permaneció allí de pie, inmóvil como una estatua. Entonces su cabeza se desprendió de su cuerpo, cayó al suelo y rebotó una vez. Luego el cuerpo se desplomó junto a la cabeza.
Me quedé mirando, atónito, los ojos del capataz, que parecían parpadear todavía de la sorpresa.
Mateo hizo un gesto hacia una pendiente empinada que había a mis espaldas y que conducía al río.
—¡Al río! ¡Vamos!
Sin decir una palabra, di media vuelta y eché a correr por la pendiente. El río estaba a unos buenos quince metros por debajo, pero yo ni siquiera dudé. Caí en el agua como un ídolo azteca de piedra, salvo que este ídolo de piedra flotó en la superficie del agua y la corriente blanca y espumosa me arrastró río abajo. Por encima del rugido del agua alcancé a oír a Ramón que le gritaba a su capataz.