SEIS

La choza de la hechicera estaba situada a las afueras de la aldea, en medio de un bosquecillo de zapotes y matorrales que no habían sido talados para sembrar maíz. Era una choza de barro de dos habitaciones, con techo de paja de maguey, que proclamaba al mundo que era la morada de una bruja curandera con las plumas y los esqueletos de animales que rodeaban la puerta. Una criatura de aspecto extraño que sólo podía existir en una pesadilla —con cabeza de coyote, cuerpo de águila y cola de serpiente— colgaba sobre la puerta.

Cuando entré, ella estaba sentada, cruzada de piernas, sobre el piso de tierra. Frente a un pequeño fuego, calentaba unas hojas verdes sobre una roca plana. Las hojas chamuscadas y marchitas despedían un olor acre y ahumado. El interior de la choza no era menos extraño que su entrada. Cráneos de animales, algunos de los cuales parecían humanos y yo confiaba en que pertenecieran a monos, se encontraban diseminados y unidos a una colección aterradora de formas desagradables.

Su nombre significaba Flor Serpiente en la lengua azteca.

Flor Serpiente no era vieja ni joven. Sus rasgos indios eran oscuros y afilados; su nariz, fina; sus ojos, negros como la obsidiana, pero con puntitos dorados. Algunos habitantes de la aldea creían que esa mirada podía robar almas y arrancar ojos.

Ella era una tititl, una sanadora especializada en remedios preparados con hierbas y cánticos. También practicaba artes más oscuras, habilidades secretas que la ley y la lógica españolas nunca podrían comprender. En una ocasión, cuando el cacique de la aldea luchaba contra el supervisor de una caravana de mulas, Flor Serpiente le echó una maldición al supervisor. Después de fabricar un muñeco de arcilla a su imagen y semejanza —aunque con las entrañas duras como la piedra—, los intestinos del individuo se volvieron compactos y no pudo eliminar los desechos de su cuerpo. El hombre habría muerto si el tititl de su propia aldea no hubiera fabricado un duplicado del muñeco, con las entrañas bien duras, y después lo hubiera roto en pedazos para romper el maleficio.

¿Creéis que se trata de supercherías y no de magia? ¿Qué es tan sólo un juego infantil de salvajes? ¿Acaso la magia de una tititl es más un juego de salvajes que la de un sacerdote que imagina al demonio en forma de la garrancha de un hombre? ¿O que centra su salvación en un hombre muerto clavado a una cruz?

Flor Serpiente no levantó la vista cuando yo entré en su choza.

—Necesito una poción para que mi madre pueda dormir.

—Tú no tienes madre —dijo ella, todavía sin levantar la vista.

—¿Qué? Incluso los mestizos tienen madre, bruja. Sólo los hechiceros son engendrados con tierra y excrementos de murciélagos. Mi madre necesita una poción que la ayude a dormir, para que los espíritus del sueño puedan luchar contra su enfermedad.

Ella siguió revolviendo las hojas verdes, que humeaban y chisporroteaban sobre la piedra plana.

—Un mestizo entra en mi choza, pide favores y trae insultos como sus dádivas. ¿Acaso los dioses aztecas se han debilitado tanto que un mestizo puede insultar a una persona de sangre pura?

—Mis disculpas, Flor Serpiente. Las heridas de mi madre me hicieron olvidar mi lugar. —Yo había suavizado mi tono. Si bien no creía en el poder de dioses y espíritus, existen muchos misterios que las hechiceras conocen y muchos senderos secretos que ellas transitan. Yo no deseaba encontrar una serpiente en mi cama ni veneno en mi cuenco porque la había ofendido—. Mi madre necesita la medicina para dormir que sólo una mujer espiritual azteca puede preparar. Yo no sólo le ofrezco gratitud, sino un obsequio de magia.

Arrojé sobre la tierra, junto a ella, una pequeña bolsa de piel de ante.

Ella revolvió las hojas humeantes y no me miró ni a mí ni a la bolsa.

—¿Y qué es eso? ¿El corazón de un mono? ¿Los huesos molidos de un jaguar? ¿Qué magia puede conocer un chiquillo mestizo?

—Magia española. Una poción médica no tan poderosa como la tuya —me apresuré a agregar—, pero diferente.

Me di cuenta de que estaba intrigada pero era demasiado orgullosa para reconocerlo.

—¿Magia de enclenques de piel pálida que no pueden soportar al dios sol sin quemarse y desmayarse?

—Te la he traído para que puedas mostrarles a los habitantes de la aldea lo débil y absurda que es la medicina española. El polvo que hay dentro de la bolsa lo usa fray Antonio para quemar los tumores de la piel. Lo mezcla con agua y lo esparce sobre el tumor. Cuando éste desaparece, se aplica una cantidad menor para evitar que el tumor reaparezca.

—¡Bah! —exclamó ella, y arrojó la bolsa al otro extremo de la habitación—. Mi medicina es más fuerte. —Raspó una materia verde de la roca caliente y la puso en una pequeña taza de arcilla—. Toma, mestizo, llévale esto a Miahauxiuitl. Es la poción para dormir que estás buscando.

Yo me quedé mirándola.

—¿Cómo sabías que yo vendría a buscar esa medicina del sueño?

Su risa fue estridente.

—Yo sé muchas cosas.

Extendí el brazo para coger la taza, pero ella la alejó. Me miró fijamente, como para medirme, y luego dijo:

—Has crecido como un brote de maíz bajo un sol ardiente y húmedo. Ya no eres un chico. —Me apuntó con un dedo—. Yo te doy esta medicina para convocar a los espíritus del sueño para Miahauxiuitl, pero a cambio, tú me servirás.

—¿De qué manera?

De nuevo su risa chillona.

—Ya lo verás, mestizo, ya lo verás.

Corrí de vuelta junto a mi madre y le dejé la bolsa de piel de ante a la hechicera. Ella tenía un tumor en el dorso de la mano, del mismo tipo que los que había visto tratar a fray Antonio en los españoles con la mezcla de mercuriales que yo le dejé. Yo sabía de su preocupación. Ella no había podido librarse de ese tumor en su propia mano, por lo que los habitantes de la aldea habían empezado a cuestionar su magia. ¿Cómo podía alejar a los demonios que producían las enfermedades, cuando no era capaz de curarse a sí misma?

De regreso a nuestra cabaña, olí la poción de la hechicera y tuve curiosidad por averiguar sus ingredientes. Mi nariz detectó miel, lima y octli, una bebida fuerte similar al pulque, hecha de la savia fermentada del maguey. Había también otras hierbas en ella, una de las cuales más adelante comprendí que era yoyotli, una mezcla que los sacerdotes aztecas usaban para sedar a las víctimas del sacrificio antes de arrancarles el corazón.