CIENTO TRECE
Tardé tres semanas en hacer el viaje de Sevilla a Veracruz a bordo de un barco aviso. Enviado antes que la flota del tesoro, el barco tenía la misión de notificar a Nueva España que la flota había zarpado.
Habían transcurrido dos años desde que vi desdibujarse Veracruz y perderse en el horizonte. Ahora, el cono volcánico cubierto de nieve del Citlaltépetl, la montaña más alta de Nueva España, emergía fantasmagóricamente por encima de esa misma línea del horizonte como un dedo blanco y solitario, atrayéndome hacia sólo Dios sabía qué.
Nueva España había sido un maestro severo que había matado casi todo lo que me importaba. La única mujer que podía amar —un ser de gracia radiante y sensibilidad poética— estaba sentenciada a una servidumbre marital tan absolutamente abominable para alguien de su sensibilidad, como mis años pasados en los calabozos y las minas de la colonia.
Sin embargo, Nueva España era mi hogar. Con la vista fija en ese dedo blanco del volcán que me llamaba, a regañadientes, mi corazón se ablandó. Sevilla era una ciudad orgullosa y magnífica, una de las piedras angulares de un gran imperio europeo, pero mi corazón y mi alma estaban ligados al Nuevo Mundo con zunchos de acero. Aquella tierra dura y sumida en la ignorancia le había proporcionado sustento a mis antepasados aztecas, me había hecho lo que era y aquello en lo que podía convertirme. Y, a pesar de sus látigos, de sus potros de tortura, de sus calabozos y sus minas, me había enseñado coraje, lealtad, amistad, honor e incluso erudición. Y, al luchar contra todos los obstáculos, había prosperado. Regresaba a casa transformado en un caballero adinerado y culto.
Sí, regresaba a casa.
No obstante, el placer de mi regreso se vio mitigado por mi sed de venganza. No quería «ojo por ojo» sino una cabeza por un ojo, y la venganza que yo buscaba por los asesinos de fray Antonio, don Julio y su familia en ningún momento me abandonó, ni por un instante. La venganza sangrienta era mi compañera más cercana, mi aliado más íntimo.
Tan pronto decidí volver a Nueva España, mis sueños de venganza cobraron alas. Un plan había comenzado a desarrollarse en mi mente desde mi partida de Veracruz, y ahora florecía, inexorable e incesantemente, como la letal belladona. Al igual que el truco de la víbora del Sanador y el rito sangriento de don Julio, vi una manera de que esos asesinos aceptaran mis condiciones… y así poder destruirlos definitivamente.
Mientras el barco aviso echaba anclas en el canal que había entre la isla fortaleza de San Juan de Ulúa y la ciudad, llegó mi cumpleaños. Pasé toda esa mañana siendo entrevistado por un funcionario de aduanas y un inquisidor del Santo Oficio. Había tenido la precaución de no llevar conmigo nada que pudiera ofender a la Inquisición. El único libro que había en mi equipaje era una historia de la vida de san Francisco, una historia auténtica, no del tipo que una vez imprimí con un título santo y un texto lascivo.
Antes de marcharme de Sevilla había elegido un nombre para mí y había inventado una historia sobre mi vida, pero una vez en alta mar los deseché. Se me presentó una oportunidad mejor en la persona de un joven más o menos de mi edad. Tercer hijo de un noble español empobrecido, había huido de España para evitar el sacerdocio. Bajó del barco cuando un fuerte viento nos hizo perder el rumbo y nos detuvimos brevemente en una isla paradisíaca. Su plan para la vida era pasar sus días en esa isla disfrutando del sol en brazos de las muchachas nativas. Don Carlos, un nombre que me pareció apropiado, era un pícaro despreocupado que me habló mucho de su familia y de su historia durante las semanas que estuvimos juntos. Pronto supe el nombre de su padre y de su madre, sus hermanos y hermana, la historia familiar y la posición que ocupaban en la comunidad. Con la excusa de planear la compra de una casa en el Nuevo Mundo que evocara el estilo español, le pedí que me dibujara un plano de la casa de su familia y el escudo de armas.
Bien vestido, respetable, de buenos modales, sin llevar nada de contrabando pero con la inequívoca arrogancia de un hidalgo, en seguida fui aceptado. Le di a cada funcionario la modesta propina que sólo las personas realmente honestas ofrecen.
Un bote del barco me llevó al espigón. Advertí que los comerciantes ya apilaban su mercadería en el muelle. El tesoro de plata ya estaba en la ciudad, almacenado en una habitación cerrada con llave del palacio del alcalde… o pronto lo estaría. La llegada de la flota del tesoro no tendría lugar hasta dentro de una semana, pero los barcos ya habían sido avistados con un catalejo desde la fortaleza de la isla en la bahía. Dios la había bendecido con vientos favorables. Pronto la flota llegaría, descargaría y luego comenzaría a recibir la carga.
Para mi estancia en Veracruz elegí la posada ubicada en la plaza principal, la misma por la que mucho tiempo antes había luchado por el derecho de mendigar frente a ella. Ninguno de los léperos del puerto que me pidieron limosna me resultaron conocidos. Eso no era sorprendente, ya que el promedio de vida útil de un lépero suele ser breve. Yo me había marchado de Veracruz siendo un muchacho de quince años, y ahora era un hombre con casi el doble de edad. Lo más frecuente es que los léperos terminen su vida en los albañales, como esclavos en las minas o en las plantaciones de caña, o víctimas de la fiebre del vómito y otras pestes que asolan la ciudad.
Les arrojé unas monedas de cobre a los pordioseros. Me habría divertido recompensarlos con algunas de plata, pero esa benevolencia podría haber resultado sospechosa y haber atraído a los ladrones. No porque temiera que me reconocieran; había partido de Veracruz cuando era un chiquillo. Durante los siguientes años que pasé en la Ciudad de México llevé una barba tupida y el pelo largo. Ahora, con la cara afeitada y una cicatriz, con el pelo no sólo corto sino con canas prematuras, no era la misma persona que Cristo el Bastardo. Yo era don Carlos, un hidalgo, el hijo de alguien, que buscaba fortuna en el Nuevo Mundo, tal vez un matrimonio con la hija de un rico comerciante que estaba dispuesto a asignarle una generosa dote con tal de incorporar a ese hijo de alguien al árbol genealógico de la familia.
Pero, aparte de por la ropa, el dinero y el pelo, tampoco sería reconocido. Dos años en Sevilla me habían enseñado a no actuar como un español, sino a ser un español. Como diría el Sanador: ahora «olía» como un gachupín. El color de mi piel era más oscuro que el de la mayoría de los españoles, pero la península Ibérica había albergado a tantos pueblos —desde los romanos y los visigodos hasta los moros y los gitanos— durante tantos siglos que el color de la piel de su gente iba desde el blanco leche al café con leche. La disparidad del color de la piel era la única razón por la que el linaje, y no la apariencia, era lo que determinaba la valía de una persona.
Como todos los que viajaban por esa región, estaba impaciente por salir de aquella ciudad caliente, húmeda e insalubre e internarme en las montañas frescas más allá de las dunas. Pero primero necesitaba un caballo, animales de carga, criados y provisiones.
Con el dueño de la posada acordé que me proporcionara una habitación que diera a la plaza y que cenaría en mi cuarto. Él me ofreció los servicios de una mulata de grandes proporciones, pero mi mente estaba demasiado llena de recuerdos como para buscar placeres carnales. No muy lejos de allí, había visto a De Alva segar la vida de fray Antonio, y también había conocido a una jovencita con el alma de poeta, que soñaba con aprender a leer y a escribir como un hombre y que había arriesgado su vida por ocultar a un chiquillo pordiosero, sólo porque él recitaba poemas.
Después de establecerme en la Ciudad de México en una casa adecuada para un caballero de medios nada modestos y un grupo de criados, reemplazaría mi caballo de Veracruz por uno de los descendientes de los catorce traídos por los conquistadores. Y me presentaría en la Alameda, no como un dandi con traje de seda, un criollo lleno de orgullo masculino porque su única gloria había sido desfilar de acá para allá por el parque, sino como un portador de espuelas con una vida muy activa.
La mayor parte del dinero que nos habíamos llevado de la Casa de la Moneda seguía enterrada. Yo sólo cogería mi tajada y dejaría el resto para Mateo. Una vez que estuviera instalado con mi nueva identidad, le escribiría y le preguntaría si deseaba que le enviara su parte en el siguiente viaje de la flota del tesoro. A esas alturas, sin duda, ya estaría sin blanca, a pesar de la gran cantidad de dinero que se había llevado a Sevilla.
Mientras el sol se ponía detrás de las montañas del oeste permanecí de pie junto a la ventana de mi cuarto que daba a la plaza, bebiendo una copa de buen vino español. Me resultaba extraño estar en Veracruz bebiendo buen vino en una excelente habitación.
Evidentemente, aún seguía con la idea de llevar a cabo mí venganza —ese pensamiento nunca se apartaba de mi mente—, un plan que le resultaría atractivo a la codicia y a la venalidad de hombres como Ramón y Luis. Esta vez no pensaba secuestrarlos y torturarlos, ni tampoco matarlos subrepticiamente. Eso sólo significaría poner fin a sus afanes terrenales. Habían despojado a don Julio no sólo de su vida, sino también de su honor, su dinero y hasta de su familia. Ellos debían sufrir de la misma manera. Perder el honor y la posición era más doloroso para un español orgulloso que perder la cabeza.
Mi venganza incluiría también una búsqueda personal que desvelara el misterio de mi nacimiento.
Tuve muchas pesadillas aquella noche. Mis sueños estuvieron poblados de crueles monstruos pertenecientes a mi horrible pasado.
Mientras el sol trataba de elevarse, atrapado por los dioses aztecas debajo del mar Oriental, y con una media luz grisácea que vacilaba en la línea del horizonte, oí el retumbar de muchas pisadas en el empedrado de la plaza. Por un momento tuve la sensación de estar reviviendo, como en un sueño, la noche en que en la Ciudad de México confundieron la estampida de cerdos que huían con esclavos en pleno alboroto y mataron a negros inocentes como si fueran demonios salidos del infierno.
Se oyeron disparos de mosquete que reverberaron en las paredes de la plaza y yo salté de la cama. Cogí mi espada y mi daga y corrí hacia la ventana.
El polvo negro ardió en los mosquetes y el brillo de las espadas refulgió en esos momentos previos al amanecer. Figuras oscuras, una gran cantidad de ellas, atacaron el palacio del alcalde ubicado al otro lado de la plaza.
Me pregunté si habría estallado una guerra. Pero entonces comprendí que, en lugar de una guerra, era más probable que se tratara del ataque de unos piratas que habían venido a violar y a saquear, como lo habían hecho en una docena de ciudades del Caribe y a lo largo de nuestras costas. Los barcos avistados no eran los de la flota del tesoro, sino que pertenecían a una fuerza invasora.
Mientras los saqueadores atacaban el fuerte del palacio, otros entraban en edificios y casas. Cerré la puerta y la atranqué poniendo una silla debajo del picaporte. Sabía que eso no conseguiría detener a unos hombres decididos, pero al menos retrasaría su entrada. Me colgué la bolsa con dinero alrededor del cuello, me vestí de prisa y me colgué una daga en una vaina sujeta al cinto y metí otra en una funda secreta que llevaba en una bota. Cogí mi espada y salí por la ventana hacia un saliente de unos cincuenta centímetros de ancho. Mi cuarto estaba en el piso superior y desde el saliente me abrí camino hacia el techo.
Desde allí tenía una excelente vista de la ciudad. El día comenzaba a despuntar y comprobé que Veracruz estaba siendo atacada por unos doscientos o trescientos hombres. Aquellos individuos —cuyo único uniforme era el clásico multicolor de los piratas— invadían casas en pequeños grupos, mientras una fuerza más numerosa atacaba el palacio del alcalde. Sus guardias ofrecieron apenas una resistencia simbólica, disparando sus mosquetes tal vez una o dos veces antes de huir.
El fuerte estaba a poco más de un tiro de mosquete de la costa. Alcancé a ver a unos hombres formados en fila contra las paredes, pero ningún bote con soldados desembarcando. Los corsarios habían confiscado sus botes con sus propios chinchorros.
Gritos, alaridos, disparos de mosquete y explosiones recibieron al amanecer. Mientras yo permanecía escondido en el techo, muchas personas corrían hacia la iglesia en busca de protección, sin pensar que aquellos sinvergüenzas no respetaban ningún santuario. Otros trataban de huir en carruajes y a caballo. La mayoría eran detenidos por los saqueadores, disparados sobre sus monturas o sacados a rastras de sus vehículos.
Vi que un carruaje avanzaba a toda velocidad desde los barrios más ricos hacia la plaza en una loca carrera hacia el palacio del alcalde. Al volver una esquina estuvo a punto de volcar. El indio que sostenía las riendas cayó del asiento del conductor. Espantados por los disparos de las armas de fuego, los caballos galoparon hacia el centro de la plaza, mientras las ruedas del carruaje rebotaban ruidosamente sobre el empedrado.
Un rostro pálido y asustado apareció en la ventanilla del carruaje.
—¡Elena! —el nombre brotó de mis pulmones en un grito ronco.
Un pirata se encontraba de pie en el camino de los caballos espantados y disparó un tiro al aire. Los caballos retrocedieron y después se desbocaron en el momento en que otros bucaneros se apoderaban de los arneses.
Salté desde el techo hasta la parte superior de la marquesina que cubría la vereda y, de allí, al suelo.
Cuatro piratas sacaron a Elena del carruaje y comenzaron a arrancarle la ropa. Ella gritaba, les clavaba las uñas, les mordía y les propinaba puñetazos.
Corrí hacia ella y clavé mi daga en la espalda de uno de los bucaneros y, cuando el hombre que estaba junto a él giró la cabeza, le clavé la espada en el cuello. La saqué y con ella bloqueé la espada del tercer hombre. Después salí del círculo de muerte, cambié la espada de mano, la cogí con la izquierda y la daga con la derecha, y salté hacia el hombre. Finté hacia él y lo desjarreté.
Una hoja afilada me cortó en el brazo izquierdo. Lancé un grito de dolor y dejé caer la espada. El último hombre que estaba de pie me había hecho un corte en el brazo que me llegaba al hueso. Cuando giré sobre mis talones, a punto de perder el equilibrio y abierto al siguiente ataque, Elena sacó algo de entre los pliegues de su vestido.
La espada del individuo se elevó para cortarme la cabeza, pero en ese momento Elena golpeó su espalda con algo. Él me miró boquiabierto y con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa. Y cuando se volvió para mirar a Elena vi que tenía una daga enjoyada clavada en la espalda. Le arrebaté la espada y él cayó de rodillas. Ahora otros piratas corrían hacia nosotros.
—¡Sube al carruaje! —le grité.
Trepé al vehículo, cogí las riendas con mi mano sana y arrojé la espada sobre las tablas que tenía junto a los pies. Sosteniendo las riendas con las rodillas, saqué el látigo de su soporte y azoté a los caballos. Un cañón pirata había sido empujado hacia la plaza y ahora disparaba proyectiles que destrozaron el portón principal del palacio de gobierno. Más asustados por los cañonazos que por mis latigazos, los caballos echaron a correr a toda velocidad. Sostuve fuerte las riendas con la mano sana mientras los animales, aterrorizados, atravesaban la plaza como un rayo derribando corsarios a su paso.
Un pirata saltó a bordo agarrándose a la puerta del carruaje. Elena gritó y yo me incliné hacia atrás con la espada e intenté asestarle un golpe. Fallé, pero el pirata se soltó del carruaje y cayó al suelo.
—¡Elena! ¿Está usted bien?
—¡Sí! —gritó ella.
Salimos de la plaza y entramos en una calle residencial. Al cabo de algunas manzanas llegamos al camino que conducía a Jalapa. Me dolía muchísimo el brazo y me sentía un poco mareado por la pérdida de sangre, pero el hecho de llevar a Elena como pasajera había doblado mis fuerzas.
Cuando estuvimos a salvo en el camino conseguí controlar a los caballos y los obligué a andar al paso. Estaban empapados en sudor y a punto de desplomarse. Yo estaba empapado en sangre y sudor, débil por la cantidad de sangre que había perdido, y lentamente sentí que perdía el conocimiento cuando los caballos se detuvieron.
—¿Está herido? —preguntó una voz.
Aquella voz angelical fue lo último que oí cuando una nube negra me cubrió y comencé a caer, a caer y a caer hacia un precipicio sin fondo.