OCHENTA Y UNO
Cruzamos la calzada elevada y mi corazón empezó a latir rápidamente. Acababa de entrar en la ciudad más grande del Nuevo Mundo. La avenida que tenía delante bullía de gente, de alboroto y de color.
—¿Sabes algo de Las mil y una noches? —le pregunté a Joaquín.
—No, señor.
—Es un relato de hombres valientes y mujeres hermosas, oro y joyas, lugares exóticos, personas fascinantes y extrañas bestias. No me importará morir mañana, Joaquín, pues hoy he visto las mil y una noches.
¡Qué espectáculo! ¡Qué color! ¡Qué algarabía!
Mujeres exquisitas envueltas en vestidos de seda y oro viajaban en carruajes de plata que no habrían avergonzado a una duquesa en Madrid; caballeros y caballos pasaban junto a nosotros, hombres gallardos sobre corceles briosos —alazanes de color marrón rojizo, tordillos con rayas oscuras, picazos negros y blancos— con espuelas tintineantes de plata, bridas de plata y, según me había dicho Joaquín, a veces incluso herraduras de plata. Hombres de uniforme, africanos en librea, trotaban no sólo junto a los carruajes sino que podían verse detrás de los hombres montados a caballo, pisando incluso los excrementos de los animales mientras transportaban los objetos que los señores necesitaban para sus negocios o para alguna reunión social que se celebrara ese día.
En la Ciudad de México era imprescindible mirar cuatro cosas: las mujeres, las ropas, los caballos y los carruajes. Había oído decirlo muchas veces en mi vida, pero ahora me daba cuenta de que no era un cuento de viejas. No significaba que toda esa pompa y boato fueran necesarios o un signo de buena cuna.
Mateo, que personalmente no se oponía a la ostentación, decía que cada zapatero remendón con un ayudante y cada arriero con seis mulas habría jurado que descendía de una casa importante de España, que la sangre de los conquistadores corría por sus venas y que ahora, aunque la fortuna no le sonreía y su ropa comenzaba a deshilacharse, la gente debía dirigirse a él con el «don» honorífico y que sus aires de grandeza debían ser interpretados como un signo de que procedía de una buena familia. Mateo decía que, de ser así, Nueva España podría ufanarse de tener suficientes «grandes caballeros» como para llenar las filas de todas las casas nobles de la Península.
Los frailes sudaban en sus hábitos grises, negros y marrones, mientras que los caballeros señoriales se pavoneaban con arrogancia debajo de enormes sombreros con plumas y espadas con la empuñadura de plata y perlas incrustadas como una prueba de su estatus social. Las damas con faldas amplias y enaguas blancas, sus rostros cubiertos con polvo francés y lápiz de labios de color rojo vivo, caminaban cuidadosamente sobre el empedrado con zapatos de tacón, seguidas por pajes que sostenían parasoles de seda para proteger del sol el delicado rostro de la señora de la casa.
Tediosamente pesados, carros que chirriaban, bueyes agotados, burros que rebuznaban, arrieros que soltaban imprecaciones, ¿acaso existe otra profesión que conozca peores palabras? Viejas arrugadas que vendían tortillas que goteaban salsa, mulatas que vendían papayas peladas sobre un palo, léperos avaros y plañideros que suplicaban limosna… ¡malditas sean sus almas ladronas! ¿Por qué no trabajan como lo hacen las personas honestas como yo?
A medida que nos internamos en la ciudad me asaltaron una serie de olores nauseabundos y comprendí que los canales eran cloacas abiertas, a menudo repletas de residuos y de sólo Dios sabe qué —cosas cuya verdadera naturaleza ni siquiera quería adivinar—, y que a los barqueros les resultaba muy difícil avanzar con sus canoas. Pero a mí no me importaba si en vez de agua fluía lava por los canales. Había estado tanto tiempo oliendo sólo heno y estiércol que el hedor de una gran ciudad me resultaba como oler un ramillete de flores.
Al igual que los héroes de Las mil y una noches, yo había encontrado un oasis verde, el paraíso de Alá sobre la Tierra. Comencé a contarle a Joaquín lo que pensaba acerca de Alá y de su jardín, pero rápidamente me interrumpí. Ya había blasfemado al mencionar las mil y una noches. Si alguna otra profanación brotaba de mi boca, el próximo olor que percibiría sería el de la mazmorra de la Inquisición.
Cruzamos la plaza principal. Había dos lados cubiertos con soportales para proteger del sol y de la lluvia a los comerciantes, a los funcionarios del gobierno y a los compradores. Nobles convencidos de su propia importancia llevaban papeles a reuniones que debían celebrar con el virrey, mientras que los criados de las casas regateaban con mujeres sentadas junto a mantas cubiertas de frutas y verduras, y grandes damas entraban en tiendas de mercaderes que vendían de todo, desde seda china hasta cuchillos de Toledo.
Frente a la plaza estaban el palacio del virrey y la prisión, y el complejo parecía una imponente fortaleza con sus muros de piedra y sus grandes puertas de acceso.
A la izquierda del palacio se encontraba la casa de Dios, una inmensa catedral cuya construcción se había iniciado mucho antes de que yo naciera y todavía no había concluido.
A pesar de la majestuosidad de la ciudad, sus edificios no desafiaban a los cielos como la torre de Babel. Le comenté a Joaquín que veía pocos edificios con más de dos plantas.
—La tierra tiembla —respondió, moviendo las manos hacia arriba y hacia abajo.
Por supuesto, terremotos. Nueva España tiene tanta pasión en su tierra —terremotos que sacuden el mundo debajo de nuestros pies y volcanes que escupen fuego— como en su gente, que arde con los fuegos del amor y del odio.
Las tiendas de los comerciantes y los edificios del gobierno lentamente se fueron desdibujando cuando nos dirigimos a la Alameda, ese gran espacio verde donde los caballeros y las damas lucían su ropa, sus caballos y sus sonrisas.
Nuestra caravana de mulas y nuestras literas pasaron junto a casas de tal magnificencia que llamarlas palacios no era una exageración. Frente a los enormes portones había criados africanos vestidos con ropas más finas que las mías.
Cuando llegamos a la Alameda, el desfile de los gallardos caballeros y de las damas había comenzado. Me dio un poco de vergüenza conducir una caravana de mulas. Ahora era un joven caballero español, aunque sólo fuera de nombre, y nosotros no nos ensuciábamos las manos trabajando.
Me bajé bien el ala del sombrero sobre los ojos con la esperanza de que más tarde, cuando regresara como caballero, nadie me recordaría como conductor de mulas.
El parque era agradable, un lugar con césped, árboles y un bonito estanque, pero casi no miré a mi alrededor; tenía la vista fija en los hombres y las mujeres, en las miradas furtivas y tímidas, en las invitaciones no verbalizadas pero igualmente transmitidas, en las risitas coquetas y en los resoplidos masculinos de los galanes y los caballos. ¡Ah, qué espíritu, briosos caballos, hombres fogosos, caballos y hombres vivaces, vehementes, sexualmente vigorosos, que bailoteaban, se encabritaban, piafaban, una espada en la cadera y sonetos de amor en los labios!
Ése era el tipo de hombre que yo quería ser: valiente y arrogante, un demonio enardecido en el lecho de una mujer, un espadachín letal en el campo del honor. Expansivo y encantador, un cisne con una espada que lucha por el favor de una dama, desenvaina la espada y la daga para vencer a un rival, o dos o tres. ¡Yo sería capaz de luchar contra una docena de esos petimetres perfumados por estar un minuto en los brazos de una mujer hermosa!
Ningún actor de comedias podía actuar con más misterio y romance que esos galanes y esas damas. Cada caballero tenía su grupo de esclavos que seguían las cabriolas de su orgulloso corcel, y que en ocasiones llegaban a una docena. Con las damas sucedía algo parecido: montones de sirvientes caminaban junto a sus carruajes, con atuendos de colores vivos, casi tan engalanados como sus propias vestimentas y sus coches.
—Antes de que termine la noche, alguien desenvainará su espada movido por la furia y los celos —dijo Joaquín—, y correrá sangre.
—¿Las autoridades castigan ese tipo de conducta?
—Los hombres del virrey arman mucho alboroto, corren hacia el agresor empuñando sus espadas y le dicen que está detenido, pero en realidad nunca se produce un arresto. Los amigos del caballero lo rodean con sus espadas desenvainadas y lo escoltan a una iglesia cercana, donde él busca protección. Una vez en el interior de la iglesia, los hombres del virrey no pueden seguirlo. Y, al cabo de algunos días, todo se olvida. El espadachín vuelve a la Alameda, y esta vez desenvaina su espada para defender a un amigo o para luchar contra los hombres del virrey.
Yo estaba atónito por la justicia de semejante sistema de honor, cuando de pronto un hombre a caballo se me acercó y me palmeó la espalda con tanta fuerza que casi caí del caballo.
—¡Mateo!
—Ya era hora de que llegaras, Cristóbal. —En privado me llamaba solamente Bastardo, pero Joaquín estaba lo suficientemente cerca para oírlo—. Tengo muchas aventuras que contarte. He pasado las últimas tres noches en una iglesia. ¿Acaso te dice eso que estoy listo para convertirme en sacerdote?
—Lo que me dice es que anduviste un paso por delante de los hombres del virrey. ¿Qué es eso? ¿Una nueva mujer? —Le indiqué un corte pequeño pero de mal aspecto que tenía en un lado del cuello.
—Ahhh —exclamó y se tocó la herida en carne viva—. Esto es por Julia. Mientras estaba en sus brazos recibí el impacto de una daga en la Alameda. El tunante que la arrojó pensó que alargaría algunos momentos su vida si me hería.
—¿Y don Julio? ¿Doña Isabela? ¿Se encuentran bien?
—Son tantas las cosas que tengo que contarte, mi joven amigo. Don Julio ha estado esperando ansiosamente tu llegada. ¡Tenemos mucho trabajo que hacer! —Volvió a palmearme la espalda, esta vez con tanta fuerza que me cortó la respiración.
Advertí que montaba un caballo diferente del que llevaba al abandonar la hacienda. Era un precioso alazán, de pelaje más rojizo que marrón. En seguida lo envidié por tener un animal tan hermoso. Yo necesitaría un caballo así para pavonearme en la Alameda.
—¿Ese hermoso animal pertenece al establo que don Julio tiene en la ciudad?
—No, lo compré con el dinero que gané jugando a las cartas. Pagué el doble de lo que costaba cualquier alazán de la ciudad, pero lo valía. Su pedigrí se remonta a un famoso alazán de un conquistador. Ah, mi joven amigo, ¿acaso no es verdad que ni siquiera una mujer es capaz de satisfacer el orgullo y el ego de un hombre como lo hace un caballo?
Echó la cabeza hacia atrás y cantó la oda de Balbuena a los caballos de Nueva España.
Su gloria aquí es tal
que nos hace afirmar
que sin duda proceden de las caballerizas de Marte…
Los dueños de la mitad de los caballos de Nueva España aseguran que sus animales son descendientes directos de uno de los catorce caballos de los conquistadores que aterrorizaron a los indios durante la conquista. Y la mayor parte de los jamelgos tenía tanto derecho a alegar esa ascendencia como los arrieros que se enriquecían transportando provisiones a las minas de plata y comenzaron a llamarse a sí mismos «don».
Chasqueé la lengua.
—Amigo, te han estafado. ¿Acaso has olvidado que en la compañía de Cortés no había alazanes?
Él me miró y su rostro se volvió tan negro que el miedo que sentí me llegó hasta las espuelas.
—¡El sinvergüenza que me lo vendió estará muerto al ocaso!
Espoleó su caballo. Muerto de pánico, le grité.
—¡Detente! ¡Sólo era una broma!