CUARENTA Y CUATRO

—No conocerás la forma de vida de los aztecas hasta que hables con tus antepasados —me dijo el Sanador.

Hacía un año que yo estaba con él. Mi cumpleaños número dieciséis ya había pasado, y me acercaba al siguiente. Habíamos viajado de aldea en aldea. Yo había aprendido el lenguaje náhuatl, tal como debe ser hablado, y ahora podía mantener una conversación también en otros dialectos indios. Gracias a lo que había aprendido de los indios en nuestros viajes, creí conocer la forma de vida de mis antepasados aztecas; pero cuando se lo decía al Sanador, él chasqueaba la lengua y sacudía la cabeza.

—¿Cómo debo hablarles a los dioses? —le pregunté.

Él gorjeó como una ave.

—Debes ir al lugar donde residen y abrir tu mente. Iremos al Lugar de los Dioses —dijo.

Habíamos entrado en el valle de México, la gran cavidad entre altas montañas que contenía la tierra más valiosa de Nueva España. El valle había sido el corazón y el alma del mundo azteca, y ahora era eso mismo para los españoles del Nuevo Mundo. En él se encontraban los cinco grandes lagos, que en realidad eran uno, incluyendo el lago de Texcoco, sobre el que los aztecas habían construido Tenochtitlán, la gran ciudad que, a su vez, los españoles demolieron para construir la Ciudad de México.

Pero no era a esa ciudad sobre el agua adonde el Sanador me llevaba. Habitualmente evitábamos las ciudades grandes, íbamos camino de otra ciudad, la que en una época tuvo más habitantes que Tenochtitlán. Nuestro destino quedaba a unos dos días de camino de Ciudad de México.

—¿Hay muchas personas en la ciudad a la que me llevas?

—Más que granos de arena a lo largo del mar del Este —contestó, refiriéndose a la costa de Veracruz—, pero no podrás verlas —y cloqueó.

Yo nunca había visto al viejo tan exaltado. Pero no era de extrañar, porque estábamos entrando en Teotihuacán, el lugar de los dioses, la ciudad que era sagrada para los aztecas y que ellos llamaban el Lugar Donde los Hombres se Transforman en Dioses.

—Teotihuacán no es una ciudad azteca —me dijo el Sanador—. Es mucho más antigua que los aztecas. Fue construida por una civilización más antigua y más poderosa que todos los imperios indios conocidos. Era la ciudad más grande del Único Mundo.

—¿Y qué fue de ella? ¿Por qué ahora no vive nadie allí?

Ayya. Los dioses empezaron a librar batallas entre sí. La gente huía de la ciudad cuando los dioses luchaban, porque la muerte caía de los cielos como las lluvias nuevas. La ciudad sigue estando allí, pero sólo los dioses caminan por sus calles.

El conocimiento que el Sanador tenía de la ciudad no estaba basado en lo que había encontrado en los libros, sino en el conocimiento hallado en leyendas y cuentos de los ancianos. Llegaría el día en que yo aprendería más acerca de Teotihuacan. Y no me sorprendería que lo que el Sanador sabía acerca de la ciudad fuera totalmente cierto.

Teotihuacán, ubicada a unas diez leguas al nordeste de la Ciudad de México, era en realidad una de las maravillas del mundo. Era la gran ciudad de la era clásica india, la Roma y la Atenas del Nuevo Mundo. Extendida en una zona inmensa, solamente el centro ceremonial de la ciudad era más grande que muchas de las grandes ciudades aztecas y mayas. Se dice que se construyó más o menos por la época del nacimiento de Cristo y que su caída se produjo al mismo tiempo que la Edad Media en Europa.

Los maestros de la civilización que florecieron en Teotihuacán eran realmente dioses. Los templos que construyeron eran ejemplos para los edificios religiosos indios venideros, pero todos ellos parecían diminutos en comparación con los originales.

Me quedé sin aliento y el corazón me dio un brinco en el pecho cuando divisamos Teotihuacán. Las dos grandes pirámides del Único Mundo, los monumentos que los aztecas más temían, amaban y veneraban, el templo del Sol y el templo de la Luna, constituían la visión más sorprendente cuando llegamos a la ciudad desierta. Los aztecas adaptaron las grandes pirámides para sus construcciones.

Los dos grupos principales de templos estaban unidos por una amplia avenida, la Calzada de los Muertos. De media legua de largo, era suficientemente ancha para que dos docenas de carruajes avanzaran el uno al lado del otro. En el extremo norte de la ciudad estaba la pirámide de la Luna, junto a pirámides de menor tamaño. Hacia el este, la mayor pirámide de todas: la pirámide del Sol. De más de doscientos metros de ancho en cada dirección en su base, se elevaba por encima de sesenta metros hacia el cielo.

En la pirámide del Sol había una gran escalinata que conducía a los cinco niveles del templo —una escalinata a los cielos— y que estaba situada frente a la Calzada de los Muertos.

La pirámide de la Luna era de aspecto similar a la del Sol, pero no tan grande.

Cerca del centro de la ciudad, justo al este de la Calzada de los Muertos, se encontraba la Ciudadela: una plaza vasta y hundida, rodeada en sus cuatro lados por templos. En el medio de este complejo estaba situado el templo de Quetzalcóatl. Este templo —una pirámide empinada como las del Sol y la Luna— tenía imponentes esculturas que representaban a Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, y la Serpiente de Fuego, la portadora del Sol en su viaje diurno por el cielo de todos los días. El templo era majestuoso y, a la vez, aterrador.

Todos los años, los emperadores aztecas acudían a Teotihuacán para rendir homenaje a los dioses. Avanzaban por la Calzada de los Muertos hacia el templo del Sol, entre otros templos y las tumbas de antiguos reyes que se habían convertido en dioses. Ahora, el Sanador y yo seguimos las huellas de aquellos gobernantes aztecas.

—El Sol y la Luna, marido y mujer, se hicieron dioses cuando se sacrificaron a sí mismos para eliminar la oscuridad de la Tierra, y así se convirtieron en el fuego dorado del día y la luz plateada de la noche —explicó el Sanador.

Nos detuvimos frente a la pirámide más grande de la Tierra, el templo del Sol, que cubría cuatro hectáreas de terreno.

El anciano cloqueó.

—Los dioses siguen estando aquí; se los puede sentir. Ellos tienen nuestro corazón en su puño, pero no nos lo arrancarán si los honramos.

Se levantó una manga y pinchó su tierna piel con un cuchillo de obsidiana. Dejó que la sangre cayera al suelo y a continuación me pasó el cuchillo.

Me hice un corte en el brazo y lo extendí para que también mi sangre cayera a tierra.

Tres hombres y una mujer salieron de las sombras de un templo y avanzaron lentamente hacia nosotros. No reconocí sus rostros, pero sí sus ocupaciones: todos eran hechiceros y magos. Cada uno de ellos era tan anciano y venerable como el Sanador.

Intercambiaron saludos esotéricos y hablaron en el velado lenguaje conocido sólo por quienes practicaban las artes negras.

—Éstos serán tus guías. Ellos te hablarán de tus antepasados —dijo el Sanador—. Ellos harán que tu sangre sea azteca y te llevarán a lugares donde sólo a los que tienen auténtica sangre azteca les está permitido entrar.

Hasta ahora, yo no había tomado muy en serio los comentarios del Sanador acerca de que yo iba a hablar con los dioses. Pero al contemplar los rostros y la mirada misteriosa de los hechiceros que habían venido a guiarme, sentí ansiedad. ¿Cómo se les habla a los dioses?

Me condujeron a una abertura en la gran pirámide del Sol, un hueco oculto que yo jamás habría encontrado solo, por más que lo hubiera buscado. El túnel llevaba a una enorme caverna en las entrañas de la pirámide, una cueva casi tan grande como una cancha de pelota india.

Una fogata en el centro de la cueva nos aguardaba. Oí el goteo del agua por las paredes. Olía a fuego y agua.

—Estamos en las entrañas de la Tierra —dijo la mujer—. Salimos de cuevas hacia la luz hace miles de antepasados.

Esta cueva es la madre de todas las cuevas, la más sagrada de las sagradas. Estaba aquí antes de que se construyera la pirámide del Sol. —Su voz se transformó en un susurro—. Estaba aquí durante la oscuridad, después de que los Cuatro Soles se volvieron oscuros y fríos.

De nuestros brazos cayó sangre hacia el fuego. Nos sentamos frente a las llamas, con las piernas cruzadas. Un viento sopló hacía mí, una brisa fría que asustó a los pelos de mi nuca y envió un estremecimiento de terror a mi espina dorsal. No pude descubrir por dónde había entrado el viento en la caverna, pero lo cierto era que nunca antes había sentido un viento que me pareciera tan vivo.

Él está entre nosotros —declaró la anciana.

Uno de los hechiceros entonó una oda a los dioses:

En los cielos vives;

las montañas sostienes,

Anáhuac está en tu mano,

en todas partes, siempre se te aguarda,

eres invocado; eres implorado,

tu gloria y tu fama son buscados.

En los cielos vives:

Anáhuac está en tu mano.

Anáhuac era el centro mismo del imperio azteca, el valle ahora llamado México, con sus cinco lagos conectados, Zumpango, Xaltocan, Xochimilco, Chalco y Texcoco. Era en el mismísimo corazón de Anáhuac donde ellos habían construido Tenochtitlán.

Padre nuestro el Sol,

en llamaradas de fuego;

madre nuestra la Luna,

en noche plateada.

Ven a nosotros,

tráenos tu luz.

Un viento tan frío como el del infierno volvió a acariciarme. Temblé de la cabeza a los pies.

—La Serpiente Emplumada viene a nosotros —dijo el Sanador—. Él está ahora con nosotros. Lo llamamos con nuestra sangre.

La mujer se arrodilló detrás de mí y me puso sobre los hombros una capa de guerrero azteca de plumas coloridas, amarillas, rojas, verdes y azules. Colocó un yelmo de guerrero sobre mi cabeza y me entregó una espada de madera dura, con un borde de obsidiana tan afilado que podía cortar un pelo en el aire.

Una vez estuve completamente vestido, el Sanador dio su aprobación.

—Tus antepasados no te honrarán a menos que te presentes a ellos como guerrero. Desde el momento de su nacimiento, al azteca se le entrena para ser un guerrero. Por eso su cordón umbilical es llevado por un guerrero a la lucha y enterrado en el campo de batalla.

Me indicó que me sentara delante del fuego. La anciana se arrodilló junto a mí. Sostenía una copa de piedra llena de un líquido oscuro.

—Ella es xochimalca, una tejedora de flores —dijo el Sanador—. Conoce las pociones mágicas que hacen que la mente florezca de manera que pueda elevarse hasta los dioses.

La mujer me hablaba a mí, pero yo no entendía lo que me estaba diciendo. Reconocí el lenguaje como relacionado con los aztecas, pero era, una vez más, el lenguaje sacerdotal conocido sólo por unos pocos. El Sanador actuó de intérprete.

—Ella te dará a beber una poción, agua de cuchillo de obsidiana. Esa poción está compuesta por muchas cosas, octli, la bebida que embriagaba a los dioses, el brote de cactus que los caras blancas llamaban peyotl, el polvo sagrado llamado ololiuhqui, sangre raspada de la piedra del sacrificio del templo de Huitzilopochtli en Tenochtitlán, antes de que los españoles lo destruyeran. Además lleva otras cosas, sustancias sólo conocidas por la tejedora de flores que no provienen del suelo sobre el que nos encontramos, sino de las estrellas que están sobre nosotros.

»A aquellos cuyos corazones fueron arrancados en la piedra del sacrificio se les daba a beber esta poción antes de ser sacrificados. Como sucede con los guerreros que mueren en combate y las mujeres que mueren al dar a luz, a aquellos sacrificados se les concede el divino honor de vivir con los dioses en la Casa del Sol. El agua del cuchillo de obsidiana nos lleva allí, junto a los dioses.

Sentado frente a ese fuego ardiente, rodeado por los cantos de los hechiceros, bebí la poción.

Ayya ouiya! Mi mente se convirtió en un río, un torrente oscuro que fluía y que pronto se transformó en furiosos rápidos y, después, en un remolino negro de fuego de medianoche. Mi mente giró y se contorsionó hasta rodar fuera de mi cuerpo. Cuando miré hacia atrás, yo me encontraba en el oscuro techo de la caverna. Abajo estaba el fuego, con los hechiceros y mi propia forma familiar, reunidos alrededor de él.

Un búho voló junto a mí. Había aves de presagios malignos, que anunciaban la muerte con su ulular nocturno. Huí de la cueva para escapar de la muerte que el búho llevaba consigo. En el exterior, el día se había vuelto noche y un cielo sin luna ni estrellas envolvía la Tierra como una mortaja.

Me llegó la voz del Sanador; me susurró al oído, como si yo todavía estuviera sentado junto a él, frente al fuego de la cueva.

—Tu pueblo azteca no nació en esta madre de cuevas en Teotihuacán, sino en el norte, la tierra de vientos y desiertos donde se encuentra el Lugar Oscuro. Ellos no se llamaban a sí mismos aztecas. Ese nombre se lo dieron los conquistadores españoles. Ellos se llamaban a sí mismos «mexicas». Fueron sacados de sus tierras del norte por los vientos helados, las tormentas de polvo, la falta de lluvia. Fueron empujados al sur por el hambre y la desesperación; al sur, hacia la tierra que los dioses favorecían y mantenían abrigada y húmeda. Pero ya había gente en el sur, personas suficientemente poderosas como para impedirles el paso y destruir a los mexicas. Esas personas estaban bendecidas por el dios del sol y de la lluvia. Crearon una ciudad maravillosa llamada Tula. No un lugar de los dioses como Teotihuacán, sino una ciudad de belleza y placer, de grandes palacios y jardines que rivalizaban con los del Cielo del Este.

»Sería en Tula donde nuestros antepasados aztecas comprenderían su destino —concluyó el Sanador.

Tula: el nombre sonó mágico en mis oídos, incluso al escuchar la voz fantasmal del Sanador. Sahagún, un sacerdote español que vino a Nueva España poco después de la conquista, comparó la leyenda de Tula con la de Troya, y escribió: «Esa grande y famosa ciudad, muy rica y refinada, sabia y poderosa, sufrió la misma suerte que Troya».

—Quetzalcóatl había estado en Teotihuacán, pero partió hacia Tula —prosiguió el Sanador—. En Tula enfureció y se enfrentó a Tezcatlipoca, El Espejo Ahumado, el dios de los magos y los hechiceros, y Tezcatlipoca se cobró su venganza. Consiguió que Quetzalcóatl se embriagara con pulque; y cuando estaba inmerso en su bruma alcohólica, Quetzalcóatl se acostó con su propia hermana. Avergonzado por su pecado, huyó de Tula y se embarcó hacia el mar del Este, jurando que algún día volvería para reclamar su reino.

»Quetzalcóatl es uno de tus dioses-antepasados, pero hay muchos otros. El más importante es Huitzilopochtli, el dios de la guerra de los aztecas. Él adoptó la forma de un colibrí y así habló a su tribu con la voz de una ave: “Huitzilopochtli será vuestro guía”.

Huitzilopochtli. Guerrero. Dios. Colibrí Mago.

Mientras ascendía por aquella mortaja negra, supe la verdad.

Yo soy Huitzilopochtli.