SESENTA Y UNO
La historia de Catalina de Erauso, de cómo fue a Madrid a reunirse con el rey y a Roma para ser recibida por el papa, me fue relatada después de que yo mismo hube viajado por el gran mar con destino a Europa. Terminaré la historia, pero ese encuentro entre nosotros vendrá más adelante. En este momento debemos reanudar la búsqueda del naualli y los Caballeros del Jaguar.
Junto con Mateo, volví a reunirme con el Sanador en Oaxaca. En seguida nos dirigimos a Puebla, porque don Julio dijo que allí pronto tendría lugar un festival que podría atraer la atención del naualli. Si no lo localizábamos allí, debíamos viajar al sur, hacia Cuicatlán, y mantener los ojos y los oídos bien abiertos ante posibles señales del naualli o sus seguidores.
José, un indio vaquero, un leal ganadero de la hacienda de don Julio, se unió a nosotros en el papel de criado de Mateo. José iría a comunicarle a don Julio las noticias que tuviéramos del naualli.
Mateo montaba un caballo; José, una mula. Se habló mucho de montarme a mí sobre una mula, pero yo me negué. El Sanador no viajaría de ninguna otra manera que a pie, con las riendas de su burro en la mano y su perro amarillo junto a él. Y yo no quería ir sobre una mula si él iba caminando.
Mateo no vio ningún problema en que viajáramos todos juntos.
—No despertará ninguna sospecha. Es una práctica común viajar juntos por razones de seguridad.
De hecho, nos incorporamos a dos caravanas de mulas que se dirigían a Puebla.
El Sanador no preguntó por qué, de pronto, íbamos a Puebla.
—Voy en busca de mi madre —le dije. Y me inventé una historia acerca de que alguien del monte Albán me había contado que había visto a mi madre en la zona de Puebla.
Pero el Sanador no necesitaba razones. Avanzaba en cualquier dirección hacia la que apuntaban sus pies; y, para él, un camino era igual que otro.
—Los caminos son peligrosos y nos uniremos a otros por razones de seguridad —expliqué, e hice un ademán hacia Mateo y José.
Una vez más, él no dijo nada; había recorrido esos peligrosos caminos cientos de veces, y sabía que mis razones eran un invento. Sospeché que el viejo era capaz de leer la mente y de descubrir cada una de mis mentiras.
Salimos al día siguiente, caminando detrás de Mateo, con una mula cargada con guitarras, otra con provisiones y José montado en la tercera.
Durante el trayecto interrogué al Sanador y le pregunté acerca de su afirmación de que, algún día, los dioses aztecas se rebelarían y echarían a los españoles. Él me dijo que eso era algo que había oído en alguno de sus viajes. No me hizo ningún otro comentario a lo largo de todo el día, pero esa noche, después de cenar, mientras fumaba su pipa sentado junto a un fuego ya agonizante, habló del naualli.
—Hace muchísimo tiempo —empezó a decir—, antes del Gran Diluvio que cubrió el mundo, el jaguar era el dios de la tierra. Moraba en el vientre del mundo. Cuando salió, se tragó el sol y provocó que la noche cayera sobre la Tierra. Después del Gran Diluvio, ya no vivía en las entrañas del mundo, sino sobre la Tierra, después de que el sol escapó. Permanecía en cavernas y en lo alto de los árboles mientras su enemigo el sol brillaba en los cielos, pero la noche le pertenecía.
Mateo estaba tumbado cerca con el odre de vino que tan a menudo parecía ser su compañero de lecho, y el humo ascendía en espiral del tabaco que él fumaba sin usar pipa. El tabaco había sido enrollado hasta tener el aspecto de un zurullo. Yo había probado uno de esos rollos y su sabor era mucho peor del que imaginaba que tendría la mierda. Si bien él simulaba dormitar y mirar el cielo nocturno, yo sabía que estaba escuchando al Sanador.
—El poder del jaguar proviene del Corazón del Mundo, un jade verde y perfecto del tamaño de la cabeza de un hombre. En el interior de la gema hay una llama verde, un fuego tan intenso que con sólo mirarlo le quemaría los ojos a un hombre. El poder de esa gema le proporciona la magia al jaguar.
Miré a Mateo, quien seguía mirando el cielo y echando anillos de humo. Durante el viaje al monte Albán, él me había contado la historia de un sacerdote a cuyas manos, poco después de la conquista, llegó un jade increíblemente luminoso de color verde que brillaba. Los indios le habían dado la gema al sacerdote. Éste, muy supersticioso, por creer que ese fuego verde era el poder del mismísimo Satanás, destrozó la piedra a pesar de haber recibido un ofrecimiento de miles de ducados por parte de otro español. Para Mateo, lo importante de esa historia era que la estupidez del sacerdote había destruido una gema valiosísima.
—El Corazón de la Tierra viene de las estrellas —continuó el Sanador—. El Corazón fue forjado y traído a la Tierra por los tzitzimines, los demonios expulsados del cielo por el mal que causaban. Los tzitzimines perdieron el Corazón a manos de los Nueve Señores de la Noche; pero como había sido elaborado por los tzitzimines, el Corazón no sólo tenía poderes especiales, sino que también estaba imbuido de magia negra.
El Sanador hizo una pausa y me miró a la luz mortecina del fuego.
—Es de este origen, de la gema que es el Corazón de la Tierra y que brilla con los poderes oscuros de los tzitzimines, que los naualli obtienen su poder. Un naualli es un nanahualtin, el que sabe cómo utilizar el poder del Corazón.
—¿Cómo lo sabe? —pregunté.
—Tiene un libro. Es como el Libro del destino, el Tonalámatl, pero en sus páginas no está escrito el destino de los hombres, sino los conjuros utilizados por los Nueve Señores de la Noche para empañar el poder del Corazón de la Tierra.
Traté de imaginar cómo sería un libro así. Los libros aztecas, utilizando escritura ideográfica, por lo general eran largos rollos de pergamino cuya página, plegada, podría tener sólo dos manos de alto, pero ser muy larga: desenrollados, podían tener el largo de varios hombres tumbados, uno a continuación de otro.
—El naualli obtiene su poder del Libro de los Nueve Señores de la Noche. Para extraer su magia, lleva el libro en la oscuridad a un lugar donde no pueda ser molestado. La segunda, quinta y séptima hora de la noche son consideradas las más propicias para recurrir a los Señores. Cuando el naualli ha utilizado el libro para obtener poder del Corazón, está en condiciones de poner en práctica su magia. Uno-que-sabe puede convertir un palo en una serpiente, una flor en un escorpión o incluso convocar a las piedras de hielo de los cielos para destruir los sembrados. El mismo puede transformarse en un jaguar y destrozarle la garganta a cualquiera que se oponga a él.
—¿Cuál era la diferencia entre los Caballeros del Jaguar y los Caballeros del Águila? —pregunté.
—A los guerreros y sacerdotes Jaguar se los identificaba con la noche, con la oscuridad. El jaguar era el soberano de la noche. El águila, en cambio, cazaba de día. Los Caballeros del Águila, al igual que los Caballeros del Jaguar, eran feroces guerreros, pero los sacerdotes del Águila carecían del poder del elixir que permitía a los guerreros no sentir dolor, y a los sacerdotes cambiar de forma.
Yo disfrutaba oyendo al Sanador explicar la historia india. La comparaba con lo que había aprendido de fray Antonio y otros. Para los españoles, la historia era una serie de acontecimientos. Reyes y reinas, guerras, conquista y derrota, médicos que redactaban sus métodos de curación, marineros que trazaban sus cartas de navegación y exponían sus aventuras, todo registrado en libros. Para el Sanador, la historia era la magia y el alma. La magia provenía de los espíritus y los dioses, y hasta una roca podía albergar un espíritu. El alma era la manera en que las personas se veían afectadas por las acciones de los dioses.
Yo sabía que los españoles tenían de su lado la fuerza de la razón. Pero incluso cuando el Sanador hablaba de los libros mágicos que transformaban a los hombres en jaguares y de los elixires que convertían a un hombre en invencible, me inclinaba a pensar que sus relatos adoptaban otra forma de sabiduría, en lugar de carecer de razón.
Tampoco tendía a aceptar la versión española de la historia de los indios por encima del conocimiento del Sanador. Los sacerdotes fanáticos habían quemado la mayor parte de los libros aztecas, de modo que tanto los españoles como el Sanador obtenían su información de las historias transmitidas de generación en generación. Los españoles tenían la ventaja de que registraban esas historias en libros que eran pasados a generaciones de estudiosos, pero el Sanador poseía una ventaja aún mayor: de un extremo a otro de los antiguos imperios indios había miles de inscripciones en paredes, templos y otros monumentos. Algunos desaparecían día a día, destruidos por la ignorancia o, incluso más frecuentemente, por su utilización como piedra de construcción para levantar otro edificio. Pero el Sanador se había pasado su larga vida caminando de un extremo al otro de la tierra, leyendo esas inscripciones. Poseía un conocimiento que era desconocido para los españoles y que nunca sería descubierto, porque esas inscripciones se desintegraban hasta convertirse en polvo o se las convertía en añicos.
Los españoles habían registrado vastas cantidades de hechos en los libros. El Sanador había vivido la historia, no sólo la de sus días, sino la de tiempos inmemoriales. Él dormía, comía, hablaba y pensaba con muy poca diferencia con respecto a la forma en que lo habían hecho sus antepasados durante miles de años. El Sanador era un templo viviente de conocimientos.