SETENTA Y UNO
Así comenzó la siguiente etapa de mi vida, el pulimento del alma escabrosa de un pilludo de la calle, de un lépero, para convertirlo en un caballero español.
—Aprenderás a montar a caballo, a luchar con una espada, a disparar un mosquete, a comer con tenedor y a bailar con una dama. Quizá, durante ese aprendizaje, tú me enseñarás también algunas cosas —dijo don Julio—. Confío en que ninguna de ellas hará que empalen mi cabeza sobre el portón de la ciudad.
¿Quién sería mi maestro? ¿Quién sino un hombre que se jactaba de haber matado a cien hombres, amado a mil mujeres, atacado muros de castillos, ensangrentado cubiertas de barcos y escrito baladas y obras de teatro que hacían que grandes hombres lloraran?
Mateo no recibió esa nueva tarea con demasiada satisfacción. Los dos estábamos exiliados en la hacienda de don Julio y teníamos prohibido entrar en la capital. Sin duda don Julio pensaba que ninguno de los dos estábamos listos para presentarnos en la Ciudad de México.
Además, ninguno de los dos estábamos seguros de cuáles eran sus motivos. Parecía evidente que Mateo estaba exiliado en la hacienda porque todavía no era seguro para él aparecer en la capital: el juez que quería ahorcarlo seguía en funciones. Pero yo no sabía por qué me había enviado a la hacienda con una nueva identidad: la de su primo.
—Le caes bien —dijo Mateo—. Don Julio ha sufrido mucho como converso. Él ve en ti a alguien que está más allá del lépero ladrón y mentiroso que sé que eres.
Los dos teníamos la sospecha de que, además del deseo de recompensarnos por propinar un golpe letal a los Caballeros del Jaguar, don Julio tenía otros motivos. Nos preguntamos si tendría preparada una misión tan peligrosa que los que la llevaran a cabo necesitarían una nueva identidad y estar completamente a su merced, una misión tan peligrosa que nadie más la aceptaría.
Don Julio era propietario de dos mansiones, una en una hacienda a cincuenta leguas al sur de la Ciudad de México, y la otra en la ciudad misma. Posteriormente me enteré de que, cuando no estaba de viaje, pasaba la mayor parte del tiempo en la hacienda, mientras su esposa permanecía en la Ciudad de México.
Bajo el imperio de las encomiendas, los indios debían pagar un tributo a los conquistadores. Con frecuencia se los hacía trabajar y eran marcados como esclavos. Estos otorgamientos lentamente evolucionaron a un sistema de hacienda cuando las líneas de sangre de los conquistadores se desvanecieron, los vastos impuestos desaparecieron o el tributo se vio reemplazado por la cesión de tierras. Muchas haciendas eran tan grandes como otorgamientos de encomienda, y tenían aldeas enteras o incluso pequeñas ciudades dentro de sus fronteras. Aparte de marcar a los indios y del pago directo del tributo, el viejo sistema había desaparecido, aunque sólo en apariencia. Los indios pagaban tributo al dueño de la hacienda trabajando a cambio de salarios muy bajos. El indio estaba atado a la tierra. Esa tierra alimentaba a su familia, les proporcionaba ropa, los protegía. Y la tierra pertenecía a un español. En esencia, la naturaleza feudal de los estados europeos, en los que los nobles eran servidos por campesinos que trabajaban la tierra, había sido transferida a Nueva España.
Eran pocos los dueños de haciendas que de hecho vivían en sus vastas tierras. La mayoría, como la esposa de don Julio, vivían casi todo el año en la Ciudad de México para poder disfrutar de los placeres y las comodidades de la vida en una de las grandes capitales del mundo. La insólita relación entre don Julio y su esposa, gracias a la cual vivían separados la mayor parte del tiempo, era algo de lo que no se hablaba. Con el tiempo descubrí que en realidad el erudito don Julio deseaba mantenerse distanciado de aquella temperamental mujer.
La hacienda de don Julio se extendía a todo un día de cabalgata en todas direcciones. El Popocatépetl o Montaña que Humea y el Iztaccíhuatl o Mujer Dormida —dos enormes volcanes que perforan el cielo con sus cimas cubiertas de nieve— se veían desde la ventana de mi habitación en la gran casa. Cuando me sentaba a contemplarlos, siempre recordaba el encantador relato de amor y tragedia de la tradición azteca que el Sanador me había contado.
Iztaccíhuatl era la hija legendaria de un rey azteca cuyo reino estaba siendo asediado. Necesitaba derrotar al enemigo, por lo que reunió a todos sus guerreros al pie del gran templo de Huitzilopochtli, el dios de la guerra.
«Iztaccíhuatl es la más hermosa doncella de la tierra —les dijo a sus guerreros—. Aquel de vosotros que sea más valiente en la batalla podrá reclamarla como esposa».
Popocatépetl fue el mejor entre todos los guerreros. Y él amaba a Iztaccíhuatl desde hacía mucho tiempo, pero sólo desde la distancia, pues no era noble: su padre era un simple granjero. Ocupaba una posición tan baja en el orden social que debía bajar la vista cuando la princesa se encontraba cerca.
Iztaccíhuatl sabía de ese amor, y los dos se habían encontrado en secreto en un jardín cerca de los aposentos de ella cuando Popocatépetl era guardia del palacio.
En la batalla que siguió, Popocatépetl fue el guerrero más valiente, el que hizo dar la vuelta al resultado de la batalla y el que alejó al enemigo de los muros de la ciudad. Era tan audaz que persiguió al enemigo más allá de esos muros y lo obligó a volver a sus tierras.
Mientras él se encontraba ausente, los celosos pretendientes de la muchacha lograron que el rey los escuchara. Le dijeron que Iztaccíhuatl era su única hija y que la perspectiva de que se casara con el hijo de un granjero era un insulto para ellos. Convencieron al rey de que enviara asesinos para que mataran a Popocatépetl. Cuando los asesinos abandonaron el palacio, el rey le dijo a Iztaccíhuatl que Popocatépetl había muerto en la batalla.
La princesa, acongojada, murió de amor antes de que Popocatépetl regresara después de vencer a los asesinos. Cuando descubrió a su amada muerta por culpa de la traición, mató al rey y a todos los nobles. Después construyó un enorme templo en medio de un campo, depositó el cuerpo de su amada en la cima y colocó una antorcha sobre su cuerpo para que siempre tuviera luz y calor. Construyó otro templo para su propio cuerpo y también puso una antorcha sobre el lugar donde se recostó para descansar y reunirse con su amor en el más allá.
Transcurrió una eternidad y los templos se convirtieron en altas montañas y la nieve los cubrió para siempre, pero el fuego que albergaban en su interior siguió ardiendo.
Jamás olvidé a la muchacha del carruaje que me salvó la vida en Veracruz. Cuando observo la Mujer Dormida, esa montaña que parece la cabeza, los pechos y los pies de una mujer dormida, me pregunto en qué clase de persona se habrá convertido Elena…
La hacienda no era una cuenca fértil, aunque durante todo el año un río fluía a través de ella. Trigo, maíz, fríjoles, pimientos y calabazas estaban sembrados cerca del río, maguey para pulque y productos que los indios plantaban en las zonas más áridas. El ganado pastaba donde encontraba hierba. El ganado se criaba más que nada por el cuero, porque no salía a cuenta enviar por mar la carne a grandes distancias, aunque estuviera salada. Los pollos y los cerdos se criaban para la comida y los ciervos y los conejos se cazaban.
La gran casa estaba ubicada en la cima de una colina, un montículo con la forma de la calva de un monje. Al pie de la colina, una pequeña aldea india, de alrededor de sesenta chozas con las paredes de barro, se extendía a lo largo de la margen del río. En la propiedad no había esclavos.
—La esclavitud es una abominación —me dijo don Julio cuando le pregunté por qué no tenía esclavos—. Me avergüenza admitir que mis compatriotas portugueses dominan ese mercado; cazan a los pobres africanos como si fueran animales y se los proporcionan a cualquiera que tenga suficiente oro. También me avergüenza reconocer que muchos amos de esclavos son personas crueles y malvadas que disfrutan de ser los dueños de otro ser humano, obtienen placer del dolor que les infligen y son capaces de comprar a un esclavo sólo para abusar de él. Muchos de esos hombres se acuestan con sus esclavas e incluso se acuestan con las hijas que ellas les dan, sin pensar siquiera que cometen violación e incesto.
Yo conocía ese tratamiento que les daban a los esclavos porque lo había visto en las calles de Veracruz, en diversas visitas realizadas a plantaciones de caña de azúcar con el fraile y por el incidente en el que corté las ataduras del esclavo llamado Yanga y lo liberé antes de que lo castraran.
Un sacerdote venía una vez al mes para atender a la aldea desde una pequeña capilla enclavada a los pies de la colina. Después de conocer al sacerdote, Mateo escupió al suelo.
—Muchos frailes valientes trajeron a Dios y la civilización a los indios. Para este sacerdote, sólo existen un cielo y un infierno y nada en el medio. Cualquier trasgresión, por pequeña que sea, es un pecado mortal para este imbécil. El ve demonios en todo y en todos. Sería capaz de entregar a su hermano a la Inquisición sólo porque no se hubiera confesado.
Yo entendía la preocupación de Mateo. Después de mirarlo a él, el sacerdote se santiguó y rezó un ave María como si acabara de ver al diablo en persona. Yo estaba de acuerdo con Mateo con respecto al cura. El sacerdote se había dirigido a mí como si yo fuera un converso cuando había ido a confesarme, por creer, desde luego, que como primo de don Julio también mi familia debía de ser judía. Como es natural, no le dije nada importante en la confesión y, en cambio, inventé algunos pecados veniales para que él me los reparara con la absolución. Esas pequeñas mentiras, que estoy seguro que Dios me perdonará, eran necesarias porque don Julio insistía en que tanto Mateo como yo asistiéramos a la iglesia con regularidad para que él no fuera acusado de dirigir una hacienda atea.