NOVENTA Y UNO
Elegimos una laguna cerca de la Alameda para representar la batalla acuática entre la flota de Cortés y los aztecas. Folletos anunciando la obra habían sido distribuidos por toda la ciudad, y los pregoneros proclamaban su magnificencia en cada plaza.
Yo personalmente cobraba las entradas. Los vendedores de mantas para sentarse en la hierba, puesto que sólo había algunos bancos disponibles, y la venta de caramelos y dulces me debían un porcentaje de todo el dinero recaudado.
Los preparativos fueron bien y, cuando vendí la última entrada, no quedó ni un solo lugar, ni siquiera de pie. A pesar de la simplicidad de la historia, Mateo era cualquier cosa menos un actor simple, y era capaz de embellecer un papel con pocos matices. Yo temía que el público mexicano lo abucheara o, peor aún, que Mateo desenvainara la espada contra la audiencia en lugar de hacerlo contra los otros actores.
La obra empezaba con los conquistadores flotando en un barco de guerra que se parecía demasiado a una barcaza que había sido convertida provisionalmente en barco de guerra. Mateo-Cortés permanecía valientemente de pie en la proa, con la espada en una mano, la Santa Cruz en la otra. Junto a él estaba «doña Marina», la intérprete india que fue tan vital en la formación de alianzas con las naciones indias y en darle a Cortés la pequeña banda de ejércitos que necesitaba para derrotar a las temibles legiones aztecas.
La «doña» en un primer momento había sido elegida de entre el grupo de actores itinerantes, pero su marido y Mateo se habían enemistado, por razones que nunca me molesté en averiguar. Su sustituía era una india jovencita muy hermosa. Tuve la mala idea de preguntarle a Mateo dónde la había encontrado… en la casa de putas, por supuesto.
Yo llevaba una máscara, al igual que gran parte del público y también algunos de los actores. Desde luego, la mía no era para seguir una moda, sino para ocultarme. A Elena le en-cantaban las obras de teatro y, a pesar de ser consideradas un entretenimiento vulgar para una mujer —y la mayoría usaba máscara para asistir a ellas—, yo estaba seguro de que no desperdiciaría la oportunidad de ver una pieza a la que se le había dado tanta publicidad.
Mi temor —y mi felicidad— ante la posibilidad de verla de nuevo se hizo realidad cuando ella llegó en un carruaje con Luis y una mujer mayor como carabina. No reconocí a la mujer, pero no era la matrona de edad que había estado en el vehículo muchos años antes. Un criado los seguía, con almohadones y mantas para que se sentaran encima.
Le vendí entradas a Luis, procurando no mirar a los ojos ni a él ni a Elena, incluso con la cara cubierta por una máscara.
Después de vender la última entrada, me ubiqué en un lugar desde donde me sería posible huir con el dinero de las localidades si el público reaccionaba violentamente por la mala actuación de Mateo, hasta el punto en que empezara a correr sangre en lugar de arrojar vegetales al escenario. Desde mi posición no podía ver a Elena. Me dolía pensar que estaba con Luis, y en realidad fue mejor para mí no verlos juntos.
La barcaza-barco de guerra apareció, y el ominoso redoblar de tambores marcó el tono de la tremenda batalla que seguiría.
Cuando el barco estuvo suficientemente cerca, Mateo-Cortés le dijo al público que, antes de que él tuviera edad suficiente para matar a un infiel con su espada, los moros habían sido derrotados y expulsados de España. Pero que, si bien España ya no estaba amenazada por la sangrienta horda islámica, la nación todavía no había encontrado su lugar bajo el sol como un gran imperio. La oportunidad llegó cuando Colón descubrió todo un mundo nuevo para conquistar.
—Buscaba fortuna, aventura y traerles la Cruz a los paganos, por lo que también yo crucé el gran océano y vine al Nuevo Mundo.
Como sucedía con todos los parlamentos de Mateo, éste era tan largo que los ojos comenzaban a pesarme y me costaba mantenerlos abiertos. Yo había insistido en insertar acción entre cada uno de sus largos parlamentos y, para mi gran alivio, tres canoas de guerra indias —cuantas pude pagar— aparecieron en la laguna. Y la batalla se inició: los cañones de madera del barco de Cortés escupieron humo de polvo negro; a bordo de la barcaza se encendió más polvo de ése para producir ruido y niebla. Un hombre escondido detrás de una manta golpeaba un enorme tambor metálico para crear el sonido de los cañones y del fuego de los mosquetes; volaron flechas sin puntas afiladas, los indios gritaron imprecaciones y golpearon a los españoles con lanzas de madera, mientras los cuatro conquistadores respondían al ataque. Como toque adicional, habíamos hecho flotar alrededor de las embarcaciones trozos de madera cubiertos con alquitrán a los que les prendimos fuego.
Los indios montaron un ataque sorpresivamente agresivo contra «Cortés» y sus hombres, quienes contraatacaron con idéntica agresividad. Observé, horrorizado, cómo la batalla entre indios y conquistadores se intensificaba para transformarse en un verdadero combate. Un conquistador fue arrastrado del barco al agua y a gatas logró conservar la vida mientras los indios, triunfantes, trataban de golpearlo con sus lanzas como si fuera un pez.
Luego otro conquistador cayó al agua. Un rugido de alegría brotó de los indios de las canoas mientras se abalanzaban sobre los hombres que estaban en el falso barco de guerra.
¡Ay de mí! Ese desastre no estaba previsto. El humo, el fuego, los gritos, el choque de espadas y de lanzas debía dar la impresión de una batalla auténtica, ¡pero sólo la impresión!
Aferré con fuerza la bolsa con el dinero, listo para huir, pero permanecí allí inmóvil, fascinado, mientras veía cómo todo mi trabajo para poner en escena la obra estaba siendo destruido por la repentina pasión inflamada de indios y españoles, quienes habían olvidado que sólo estaban actuando.
¡Santa María! Un conquistador quedó atontado por el golpe de una lanza en la cabeza y fue arrastrado fuera del barco. Los indios comenzaron a trepar por los costados del navío. Sólo Mateo quedó en pie. Los invasores se apoderaron de doña Marina y, en el forcejeo, le rasgaron el vestido.
Tuve un pensamiento horrible: ¡los indios iban a ganar!
Si eso sucedía, el público no abuchearía a Mateo, no le robarían el dinero al vendedor de entradas; en lugar de ello, la multitud nos despedazaría, pedacito a pedacito.
Busqué con la mirada al familiar que tenía en las manos una copia de la obra para asegurarse de que el diálogo no se desviara de los que habían sido aprobados. Si se llegaba a poner de pie de un salto y detenía la representación, se armaría un verdadero alboroto con la gente pidiendo la devolución del precio de las entradas.
De pronto, Mateo Cortés estaba en todas partes y su espada refulgía. Uno a uno, los indios abandonaron la barcaza, la mayor parte por un costado y al agua. Cuando no quedaron más indios a bordo para pelear, él saltó a bordo de una canoa y golpeó a los indios que aún estaban en ella. Después de ordenar a esos indios que lo llevaran a él y a la casi desvestida doña Marina a tierra, saltó de la canoa con la espada en una mano y una cruz en la otra. La cruz estaba ensangrentada por haber golpeado con ella la cabeza de un indio.
El público estaba de pie, profiriendo gritos de aprobación.
Habíamos construido un modelo de valla de dos metros de altura del gran templo de Tenochtitlán dedicado al dios de la guerra de los indios y le habíamos arrojado pintura roja encima para crear la impresión de que era sangre de los sacrificios realizados en él. Mateo-Cortés trepó por los escalones y permaneció de pie en la cima, con la espada y la cruz en alto. Pronunció un conmovedor discurso acerca de la gloria de Dios y de España, y de cómo las riquezas del Nuevo Mundo y la valentía de sus colonos habían convertido a ese país en el más poderoso de la Tierra.
El público enloqueció con vivas y aplausos.
Mateo había encontrado su veta en el escenario: la acción. No estaba hecho para permanecer de pie en escena hablándoles a los demás actores o a la audiencia. Bastaba con ponerle una espada en la mano y un enemigo delante para que se transformara en… sí mismo… un hombre con el coraje de un león y la osadía de una águila.
Me recosté contra un árbol, me crucé de brazos y levanté la vista hacia el cielo de la noche, sintiendo el peso de las monedas que tenía en la bolsa que me colgaba del cuello.
Después de pedirles perdón a mis antepasados aztecas, di gracias a Dios por no haber permitido que los indios ganaran.