CINCUENTA Y DOS

Antes de partir al amanecer y de asegurarnos de que seguíamos a una caravana de mulas, el Sanador me aplicó un ungüento en el pecho, sobre las heridas de las garras.

—Fue mucha mala suerte que me topara con un jaguar cuando huía —dije, mientras él me ponía el ungüento.

—No fue una casualidad —dijo el Sanador.

—No era un hombre vestido de Caballero del Jaguar; era un verdadero animal.

—Sí, fue un animal, pero en cuanto a si era real…

Ayya, yo lo vi. Y tú también. Corría a cuatro patas. Mira mi pecho. Ningún hombre podría haberme hecho esto.

—Vimos un animal, pero no todos los animales de la noche son animales de verdad.

—¿Qué quieres decir?

—Ese hombre que tú llamas mago, el que lanza huesos, es un naualli.

—¿Qué es un naualli?

—Un hechicero. No es un Sanador, sino alguien que convoca el lado más oscuro de la magia de Tezcatlipoca, que confiere su poder a todos los hechiceros. Hay también otros, pero él es el más conocido. Se dice que aterrorizan a la gente y por las noches les chupan la sangre a las criaturas. Son capaces de conjurar nubes y hacer que el granizo destruya los sembrados de un hombre, de convertir un palo en una serpiente y un trozo de piedra en un escorpión. Pero de todos esos poderes, el más aterrador es el de una forma que cambia.

—¿Una forma que cambia? ¿Crees que el naualli se convirtió en jaguar para matarme? —Mi tono era el propio de un sacerdote que regaña a un indio con respecto a una superstición.

El Sanador gorjeó frente a mi indignación.

—¿Acaso crees que todo lo que nos rodea está compuesto de la misma carne y de la misma sangre que nos compone a nosotros? Hiciste un viaje hacia tus antepasados. ¿Crees que fue un sueño o realmente te reuniste con ellos?

—Fue un sueño inducido por la poción de la tejedora de flores.

—La medicina de la tejedora de flores creó el puente hacia tus antepasados. Pero ¿estás tan seguro de que lo que vi-viste fue sólo un sueño? ¿De que no cruzaste el puente?

—Fue un sueño.

Él volvió a gorjear.

—Entonces, quizá lo que viste anoche era también un sueño.

—Tenía garras de verdad.

—Se dice que los naualli tienen una capa hecha de piel de jaguares que cuando se la ponen los transforma en la bestia. Poseen una medicina más poderosa que la que puede preparar cualquier tejedora de flores, una mezcla maligna, preparada con toda clase de bichos venenosos: arañas, escorpiones, serpientes y ciempiés. Ya te he hablado de esto, del ungüento divino. Pero los naualli saben cómo preparar ese ungüento para una finalidad que no es volver a la gente insensible al dolor. Le agregan sangre de jaguar y trozos de corazón humano. Eso permite que quien use la capa de un naualli y bebe esa poción encarne el cuerpo de la bestia de la que está hecha la capa.

»Oí una historia de labios de los hombres de la aldea en la que estuvimos hace cuatro días. Un rico español que había tenido durante muchos años a una muchacha india como amante tuvo hijos con ella y la trató como si fuera su esposa en todos los sentidos, aunque nunca se casó con ella. Un buen día, la traicionó al traer de España a una mujer española para contraer matrimonio con ella y devolver a la mujer india a su aldea, sumida en el oprobio.

»A la mujer española le encantaba montar a caballo y salía a cabalgar sola por la vasta propiedad de su marido. Cierto día, unos vaqueros la oyeron gritar: había sido atacada por un jaguar. Los vaqueros le dispararon al jaguar antes de que el animal la matara. Cuando la bestia quedó tendida en el suelo, agonizando, se transformó en la muchacha india que había sido traicionada.

—Y la explicación es que un naualli la convirtió en un jaguar —dije, y me eché a reír—. Pues a mí me suena a cuento indio.

—Puede ser, puede ser. Pero anoche, con tu cuchillo, le hiciste un corte al jaguar en la cara. Y hoy, el naualli tiene un corte en el rostro. Tal vez deberías preguntarle cómo se lo hizo —sugirió el Sanador, e hizo un gesto con la cabeza hacia la izquierda.

El malévolo mago se acercaba por la calle flanqueado por dos corpulentos indios que yo reconocí como los que ayer, en la batalla simulada, llevaban el atuendo de los Caballeros del Jaguar.

En la cara del mago había un corte muy feo.

Él no dijo ni una palabra cuando pasó por nuestro lado, y tampoco sus secuaces nos miraron, pero sentí que su maligna animosidad se irradiaba hacia mí. Me asusté tanto que temblé como un potrillo recién nacido que prueba a ponerse en pie por primera vez.

Una vez en el camino, el Sanador gorjeó y masculló para sí durante una hora. Era la primera vez que lo veía tan animado con respecto a algo. A pesar de su intensa aversión hacia los naualli, parecía tener cierto respeto profesional por la magia de aquel hombre.

Finalmente, me dijo:

—Esta noche debes ofrecerles más sangre a los dioses. —Sacudió la cabeza con pesar—. No debes reírte nunca de los dioses aztecas.