DIEZ

Pero incluso mientras observaba a los muleteros transportar a los hombres enjaulados hacia las minas del norte o veía cómo el buitre, al límite de sus fuerzas, aleteaba en círculos sobre la tierra, supe que alguien me vigilaba.

Desde el interior de un majestuoso carruaje de roble y cedro bruñidos, elegante terciopelo y rico cuero, accesorios resplandecientes y magníficos caballos de tiro, a menos de cincuenta pasos de distancia, una mujer de edad estudiaba cada uno de mis movimientos. Arrogante y aristocrática, vestía de seda negra festoneada con perlas, oro y piedras preciosas; la puerta del carruaje exhibía un escudo de armas.

Era delgada como un junco —poco más que piel y huesos—, y todo su dinero nunca lograría resucitar en ella el rubor propio de la juventud.

Sin duda era la cabeza de una casa importante, que había envejecido y se había convertido en mala y asesina. Me recordó a una vieja ave de rapiña dedicada a la caza, con las garras curvadas y listas; los ojos, voraces, y las entrañas, hambrientas.

Fray Antonio entraba en ese momento en la plaza, y ella se volvió para observarlo.

Calvo y con los hombros caídos, era un hombre de aspecto atribulado. No sólo adoraba la cruz, sino que además la portaba. Él absorbía el dolor de los demás y se lo llevaba a su sangrante corazón; Nueva España había cargado a ese fraile con un peso mortal.

Para los léperos y otros mestizos, era la personificación de la bondad de Dios sobre la Tierra, y su pequeña choza de madera en el barrio proporcionaba el único refugio que muchos de nosotros tendríamos jamás.

Algunos decían que fray Antonio había perdido la gracia por probar de manera exagerada el vino de misa. Otros decían que tenía debilidad por las mujeres fáciles. Pero, en definitiva, yo creo que su mayor pecado fue su insistencia en ocuparse de todos por igual, incluyendo a los indios y a los parias.

El fraile se había percatado de que la vieja me miraba y, al parecer, no le gustó nada lo que vio. Avanzó de prisa hacia el carruaje, mientras su túnica gris ondeaba al viento y sus sandalias de cuero levantaban tierra.

Una conmoción a mi derecha atrajo mi atención. El mestizo esclavo de las minas fue soltado del poste de flagelación, y se deslizó al suelo gimiendo. Sus costillas y su espina dorsal brillaron con un color blanco marfil. El hombre que lo había flagelado limpiaba su látigo en un cubo con salmuera. Al sacar el látigo, lo sacudió y lo hizo restallar cuatro o cinco veces.

Después, vertió la salmuera ensangrentada sobre la espalda en carne viva del prisionero. El mestizo aulló como un perro loco de dolor, un animal que se ha vuelto loco por haber padecido un sufrimiento feroz, después de lo cual los guardias lo obligaron a ponerse de pie y lo arrastraron a un carro prisión cercano.

Cuando giré la cabeza, el fraile se encontraba de pie junto al carruaje. Tanto él como la matrona me miraban fijamente. Fray Antonio sacudió la cabeza en señal de negación. Quizá ella creía que yo le había robado algo. En seguida miré hacia los mestizos encarcelados. ¿Acaso el alcalde enviaba a los muchachos jóvenes a las minas del norte? Sospeché que sí.

Mi miedo pronto se convirtió en furia. ¡Yo no le había robado nada a ese gachupín! Es cierto que me era imposible recordar todo lo que yo había robado en las calles. La vida era difícil, y uno hacía lo que fuera para sobrevivir. Pero a esa vieja bruja y amargada con la mirada de ave de rapiña no se me ocurriría robarle.

De pronto vi que el fraile corría hacia mí, alarmado y con la mirada temerosa. Extrajo un cortaplumas de debajo de su túnica y se lo clavó en el pulgar. ¡Santa María!, quise gritar como el hombre que acababa de ser flagelado. ¿Acaso aquella rica y respetable matrona le había robado el juicio al fraile?

Él me apretó contra su túnica.

—Habla sólo náhuatl —me susurró con voz ronca. El olor a vino de su aliento era casi tan rancio como su andrajosa vestimenta.

Y comenzó a darme golpecitos en la cara con su pulgar sangrante, dejándome cada vez una marca carmesí.

—¡Mierda! ¿Qué…?

—¡No te toques la cara! —Su voz era tan atormentada como sus facciones.

Me encasquetó más el sombrero de paja para cubrirme bien la cara y después me tomó por el cuello y me llevó hacia la vieja dama. Yo avancé dando tumbos con él, sin soltar la lanza para pescar que le había quitado al chico de la calle.

—Como le he dicho, señora, no es él; es nada más que otro pilluelo de la calle. ¿Lo ve? ¡Está enfermo de peste! —dijo, y me quitó el sombrero, dejando así al descubierto los manchones rojos de mi cara.

La anciana se echó hacia atrás, horrorizada.

—¡Vamos! —le gritó al cochero.

Cuando el carruaje se alejó traqueteando sobre el empedrado, un silbido de alivio escapó de labios del fraile. Murmuró «gracias a Dios» y se persignó.

—¿Qué ocurre, fraile? ¿Por qué me hizo pasar por un enfermo de peste? —pregunté y me froté la cara con ambas manos.

—Es una treta que las monjas solían usar para evitar ser violadas cuando su convento era atacado. —Todavía presa del miedo, deslizó los dedos sobre el rosario y fue dejando marcas de sangre en las cuentas.

Boquiabierto, empecé a decir algo, pero él rechazó mis preguntas.

—No me preguntes lo que no puedo contestarte. Sólo recuerda, chico bastardo, que si un gachupín te habla debes contestarle solamente en náhuatl y nunca admitir que eres un mestizo.

Yo no estaba seguro de poder pasar por indio. Mi tez no era tan oscura como la de los indios ni tan clara como la de los españoles, pero ya era casi tan alto como la mayoría de los indios adultos. Creo que hubiese pasado más por español.

Mis protestas fueron silenciadas por algo que sucedía a mis espaldas.

El buitre que yo había protegido soltó un chillido cuando un chico de la calle, muerto de risa, empezó a aguijonearlo con un palo que finalmente le clavó en el pecho.